Me cuesta abandonar el puerto por la aprensión que siempre se siente cuando se vuelve a salir al mar después de días, semanas o meses de no haberlo hecho. He aquí mi mayor adversario de esta nueva etapa, dejar el Clinamen durante demasiado tiempo antes de volver a unirme intensamente con él. La ausencia y la presencia. Navegando en solitario, el barco es la compañía más íntima que uno tiene. Se convierte en su compañero, su cómplice y hasta consejero. Se teme perder los gestos, las rutinas, tan esenciales en la navegación. Los reflejos. La anticipación.
Zarpo tarde de Gwada, que es como los locales se refieren a la isla grande de Guadalupe. Se trata de un par de islas unidas por la Rivière Salée, (río salado), que me pregunto si es más río que brazo de mar con forma de río. La salida del estuario no es sencilla, pero eso no es novedad. No se formaron los estuarios para hacer la vida del navegante sencilla. En éste hay formaciones coralinas de las que hay que cuidarse. La proa del Clinamen serpentea sinuosa, siguiendo las señales. Otra dificultad a tener en cuenta: en el hemisferio americano el código de colores de las luces de navegación está invertido. Lo que aquí es rojo, allí es verde y viceversa. Una vez se integra mentalmente el desbarajuste la cosa no reviste de mayor importancia, pero cada maniobra requiere de unos segundos de conciencia para cambiar las rutinas.
Me tomo mi tiempo antes de iniciar el despliegue de velas. Antes quiero estar seguro de que todo el material que había dejado instalado desde que crucé el Atlántico está en su lugar, y que todo lo necesario para la nueva etapa del cabotaje caribeño está en buen funcionamiento.
El motor no presenta ninguna novedad y eso ya me reconforta porque de lo contrario hubiese podido surgir una de esas sorpresas desgraciadas a prevenir antes de alejarme del puerto principal del archipiélago.
El viento sopla netamente del Este y eso favorece mucho la navegación ya que nuestro rumbo es un Sur franco. Estamos todavía costeando y la intensidad del viento es de 20-25 nudos. El mismo viento que cuando llegué hace casi dos meses a la zona. Poco a poco voy recuperando mis marcas, reconociendo al Clinamen y una sonrisa se me dibuja profunda en el rostro ¡Es un gran barco este Clinamen! Espero que él esté orgulloso de su Capitán como lo estoy yo de él.
Me pongo a recordar los primeros viajes mediterráneos y la cantidad de pequeños desperfectos que se sucedían a medida que transcurrían las millas estivales. Casi siempre me sucedían cosas cuando estaba acompañado. La mayoría de amigos se reía de que hubieran incidentes o desperfectos en cada salida. Cuando navegaba solo, el Clinamen solía tratarme bastante bien y por esa razón nunca le retiré mi confianza. Era como un pacto secreto, como la conducta tranquila de un perro que, con el amo parece una seda, y cuando ve a un intruso se pone aguerrido y desagradable. Parecería que la buena disposición del barco sigue siendo de actualidad en este lado del océano. No puedo quejarme y prefiero pensar que seguirá siendo así incluso cuando suba a bordo a la pareja que acepté en boat-stop y que me acompañará unos días a partir de Marie Galante.
Paso la playa de Sainte Marie, lugar reputado por ser el del desembarco de Colón en su segundo viaje, pero no puedo apreciarla porque la neblina que domina el volcán de La Soufrière es muy espesa.
Sin esa distracción ya me siento listo para subir la Vela Mayor. Los reflejos están ahí, parece que hace siglos que no hubiera hecho esta maniobra elemental, gesto al que me había habituado durante la travesía. Todo lo que hacemos con una regularidad e intensidad sostenida, parece que se ancla en el espíritu de forma indeleble y sin embargo, cuando uno suspende esa costumbre arraigada, aparece el temor de no recordar nada. Al iniciar la maniobra, es como comenzar a pedalear y darse cuenta que los gestos están intactos, que uno no se olvida del equilibrio de la bicicleta, como tampoco de la destreza adquirida en la navegación.
El Clinamen se coloca rápidamente a una velocidad de crucero de 7 nudos y los mejores recuerdos y sensaciones regresan al cuerpo y al espíritu. La Libertad roza mi piel en una caricia sensual e íntima. Estos momentos, estas sensaciones son las que justifican todos los sacrificios que uno puede hacer para llegar hasta aquí. Las islas Saintes, rincón preferido de mi admirada Florence Arthaud ya están en nuestro horizonte y la tarde empieza a caer rápidamente. En el Caribe los atardeceres son rápidos, caen pronto y desaparecen sin detenerse demasiado. Los horarios son forzosamente especiales para ritmar un día que comienza muy temprano, sobre las cinco y media de la mañana, y se termina aproximadamente a las seis y media, pero de la tarde, con la caída del sol.
No sé lo que me espera en el puerto de Terre de Haut, la mayor isla de Les Saintes. Preparo el ancla antes de que anochezca completamente y me mentalizo para la aproximación a la isla. De noche, esta navegación, conlleva una dificultad mucho mayor. Pero parece que mi inconsciente (y a veces mi consciente) se empecinara en buscarla. Si hubiera salido una hora antes de Point-à-Pitre, llegaría a destino con luz de día y todo sería más sencillo y seguro. Siento una pequeña aprensión por no poder verificar la posición del ancla al fondear y pienso que no tomé eso en cuenta cuando dejé pasar el tiempo decisivo antes de salir. Me había acostumbrado tan bien a amarrar en cualquier puerto de noche, solo y sin ayuda, que el factor nocturno, fuera de atemorizarme, me resultaba estimulante como dificultad. Pero en este caso, según una rápida lectura de una carta detallada, en Terre de Haut no habría marina o puerto dónde amarrar. Tendría que fondear muy probablemente, y eso de noche no es la misma canción.
El Plotter me guía muy detalladamente en la primera aproximación, permitiendo reconocer la luz verde en el estrecho que precede a la bahía. Por fortuna, sobre estribor me pasa una lancha rápida de pasajeros toda iluminada. Su curso me permite adivinar mejor el buen recorrido que me ha de ayudar a entrar a salvo en la bahía.
Al llegar a la altura de los barcos fondeados la diosa Fortuna se apiada de nosotros. Están todos amarrados a boyas, se trata entonces de encontrar una disponible y nos ahorramos todo riesgo e imprecisión. No hay muchas libres, así que debo conformarme con una de las primeras, o sea de las más alejadas del muelle para desembarcar con el dinghy. El viento, aún fuerte, no garantiza el éxito de la maniobra, pero a costa de perder el bichero, lo logro con bastante satisfacción y alivio. Estoy cansado, pero con ganas de desembarcar y poder cenar decentemente. Queda la prueba del dinghy, mi Sancho Panza, que tan habitualmente me ha fallado en circunstancias tragicómicas, pero que siempre que hubo necesidad, respondió in extremis.
«Esto me hace recordar…», así suelen empezar los relatos del amigo Berruezo, Gonzalo B para los íntimos, cuando ante cualquier eventualidad, hace referencia a la vez que navegando juntos, nos enfrentamos a nuestro primer gran peligro en la playa de Tarifa.
Navegábamos hacia las islas Canarias. Para Gonzalo B era su primer día de navegación de altura y ya habíamos pasado el Estrecho de Gibraltar con excelente brisa y corriente favorable. El día estaba suave y me habían hablado mucho de Tarifa y que valía la pena visitarla. Así es como propongo fondear en su playa, bajar a tierra, visitar la linda ciudad, cenar algo y hacer noche allí para zarpar al alba con todas las energías recargadas.
Todo el plan se desarrolla de maravillas. Frente al barco, en la playa, hay un chiringuito muy simpático llamado Bien Star. Es una excelente parada que nos permite confirmar que el barco está bien fondeado, vigilándolo desde la costa mientras nos castigamos con sendos gintónics y unas tapas. Mientras, entablamos conversación con un nadador argentino de nombre más que figurativo y merecido, Matías Ola, que estaba entrenando para cruzar el Estrecho, como parte de su extraordinario desafío de unir los continentes a nado. Ya había cruzado el Bósforo y el Estrecho de Bering en Alaska. Después de una dignísima puesta de sol, fuimos a recorrer la pequeña ciudad y cenar algo. Hasta aquí todo sale de maravilla. Pero al regresar a la playa, ya de noche cerrada, noto como el viento está un poco más recio. ¡Se estaba levantando el temido Levante tarifeño ! Gonzalo B insiste en tomar un último trago antes de dejar tierra, valiente el hombre. La verdad es que opongo poca resistencia y diluyo mi inquietud en los sorbos del brebaje de quinina. Apenas terminada la copa, no puedo rehuir la realidad: el viento está cada vez más recio. El sentido común que aún nos queda, nos dice que estaríamos mejor dentro del barco. La playa de Tarifa es bastante ancha y el dingui está con nosotros en el chringuito así que nos quedaba un bonito trecho hasta la orilla. Durante el paseíllo torero con el dingui a cuestas, la inquietud va creciendo por momentos. La primera mirada de reconocimiento me tranquiliza, pero la rompiente de la ola está muy fuerte y adentrarse en el mar con el bote tiene su punto de dificultad. El motor enciende bien y rápidamente podemos alejarnos de la orilla, sin embargo el Levante está efectivamente cada vez más fuerte y los 200 metros que nos separan del Clinamen se nos hacen eternos. Estamos apenas a 10 metros del barco cuando el pequeño fuera a borda empieza a toser y se apaga. Gonzalo, el tocayo, me mira con cara de pavor. Yo, para tranquilizarlo, le doy el remo. Le digo que se ponga en proa y que reme, que no pasa nada. El bueno de Gonzalo B le da al remo con brío y agitación mientras yo intento arrancar el motor sin éxito. Los 10 metros se convierten rápidamente en 20, luego en 30. Gonzalo se voltea para mirarme con desesperación. Saco el tapón de la gasolina para ver si tenemos suficiente y constato que ese no es el problema. A estas alturas Gonzalo B ya ha batido diversos récords argentinos de remo en aguas bravas. Vuelvo a probar y el motor arranca de inmediato. Decido no forzarlo demasiado, ya que nos hemos alejado al menos 50 metros y ya estamos sorteando el oleaje. Cuando por fin alcanzamos el Clinamen y subimos a bordo, la adrenalina está en su máximo. Nos abrazamos y decidimos partir esa misma noche, siguiendo la máxima que dice que, ante la duda en un fondeo, mejor levar ancla y marcharse al mar. Con toda esa adrenalina en la sangre tampoco hubiésemos dormido, así que mejor echarse de una vez al Atlántico.
El mar bravío siempre es más seguro para un navegante que la tierra traicionera.
Con las velas hinchadas puedo relajarme parcialmente y reflexionar sobre lo que nos ha sucedido. Hemos subido el dingui y el motor al barco y mi primera verificación es la buena. El tapón de la gasolina tiene el resorte oxidado y por ello, pese a girar para abrirlo, la apertura de aire no se había efectuado y durante el andar de los 200 metros desde la playa, se había consumido todo el aire del tanque. Al destaparlo para chequear si había gasolina, volvió a entrar aire y así fue como arrancó y supimos llegar a nuestra nave a salvo. El susto y la advertencia son de órdago.
Me digo que algún día terminaré cambiando al valiente botecito, pero su pequeña talla lo hace muy simpático y práctico. Mientras mi tripulación consista, por lo general, de una a cuatro personas como máximo, el pequeño escudero se hace ideal y digno compañero de andanzas.
De regreso a esta noche caribeña, de luna llena y estrellas por doquier, mi Sancho responde de inmediato y me permite llegar al embarcadero justo a tiempo para encontrar un último restaurante abierto. Los establecimientos en estas islas Saintes abren temprano y como ya empezó la temporada baja, si no tienen comensales, abrevian su horario habitual y a las 21 la mayoría ya están cerrados.
Encuentro un pequeño restaurante con la terracita frente a la bahía que acepta servirme como último comensal. El menú en Le Génois es perfecto para una llegada local. Entrante, una variedad des Boudins (Morcillas negras y blancas, típicamente Creoles). El plato de consistencia, Colombo de Cabrito, el animal omnipresente en las islas. Tengo hambre y llegar a un lugar nuevo y poder disfrutar de sus especialidades es la mejor acogida.
Regreso al barco tras la copiosa cena. El Clinamen está bastante lejos de la costa, y nada más subir, me quedo dormido como un oso en pleno mes de diciembre.
Al día siguiente me despierto al amanecer y veo que un barco de los amarres de adelante se está yendo. Me preparo el primer café del día y al poco tiempo ya estoy haciendo las maniobras para cambiarme de boya. Me como unas frutas como hago cada mañana para combatir el escorbuto, o eso me digo en honor a los miles de marinos que no podían hacerlo, y me dispongo a desembarcar a tierra para explorar la isla. Encuentro fácilmente uno de esos locales populares porque ofrecen lo que la gente espera: wifi, desayunos y mesitas exteriores para trabajar con el ordenador sin excesivos remordimientos.
Trabajo toda la mañana para ponerme al día de las obligaciones y después regreso al barco para ver los pequeños desperfectos que me quedan por resolver. Había notado que el dingui tenía la velocidad del motor demasiado acelerada, así que decido aflojar el cable del acelerador y cuando quiero regresar a tierra, el dingui, no arranca.
No quiero trastocar el buen reglaje que le había hecho el año pasado en Port Ginesta, cambiándole el carburador, así que decido remar hasta el amarre, emulando de forma menos decidida a Gonzalo B. Lo primero que hago al pisar tierra es buscar una ferretería para comprar una nueva bujía. Supongo que sin la aceleración suficiente, el motor se habrá empastado y por eso no arranca fácilmente como antes. Encontrar la exacta referencia de bujía sería casi un milagro y es que al final uno termina creyendo en ellos. Sin embargo nada de ello se hace realidad y el motor sigue sin arrancar. Pienso que no hay mal que por bien no venga, mi búsqueda de la bujía milagrosa me permitirá conectar con los isleños. Empiezo buscando un mecánico.
Pregunto a dos o tres isleños y sus respuestas son unánimes, Jean Marc Samson, que vive en la bahía Marigot. Voy siguiendo las indicaciones de calles para salir del puerto y hacia la otra bahía con su aldea que están muy cerca. Es un paseo de lo más agradable y además paso por el atelier de Phil à Voile, que me impresiona por su aspecto profesional y por ello, me animo a preguntarle si podía repasar los últimos remiendos necesarios a la vela. Reconozco «aparcado» al «vehículo» con el que se mueve habitualmente, el llamado Phil à Voile, un skateboard con motor eléctrico y un mando a distancia para guiarlo. Había visto a este personaje pasar varias veces por la mañana y hasta nos habíamos tomado un café juntos en el Mambo, el bar del desayuno y el wifi.
Sigo el camino y cuando llego a la esquina donde supuestamente vive el mecánico, no me cuesta reconocerlo charlando en la calle. Haciendo honor a su apellido, Samson no es el hombre más pequeño de la isla.
Samson será grande, pero no tiene prisa. Me dice que mirará el motorcito del dinghy al día siguiente, a las 8 AM en el muelle de dinghys, como no podía ser de otro modo. El resto de la tarde paseo hasta la otra punta del pueblito buscando un restaurante que me habían aconsejado Miki y Marian, la pareja de fisioterapeutas españoles de Guadalupe, un lugar que responde al nombre de: El Restó de Tibo Doudou. Está cerrado y no parece tener intenciones de abrir en estos días de baja frecuentación turística. Es muy curioso como poco a poco uno se va impregnando del ritmo cansino, relajado y sin demasiadas exigencias de la gente local. Pienso que eso se llama calidad de vida, aunque no ganen mucho como para enriquecerse. Quizás sea una visión simple. La vida, a cada uno le cruje el alma con entonación propia, viva donde viva. Pero me resisto a creer que en Siberia los crujidos sean más llevaderos que en el Caribe. Me definí como navegante de aguas tropicales, y por eso creo que ya no tengo ganas de chupar fríos en tierra si no es para ir a la montaña. Tengo clara mi preferencia por esta vida tranquila aunque cansina, relajada y armoniosa, respetando el ritmo de la naturaleza y aprovechando buena parte del día para discurrir con el prójimo, en el mejor de los casos con un vasito de Rhum Vieux, Blanc o del típico Ti’ Punch.
Termino cenando en el restaurante Le Débarcadère, propiedad de una pareja de bretones que sirven un pescado de muy buena calidad. Decididamente esta isla tiene algo de gastronómico y eso se entiende por la predominancia de los descendientes de los colonos bretones, que son mayoría en la población local.
Vuelvo al barco cuando cierran el restaurante y me echan, ya que aprovechando el wifi, además de cenar, escribo y aún me quedaba por delante la ardua tarea de buscar y decidirme por un billete de regreso. Después de mucho pensármelo, decido privilegiar el trabajar cuanto pueda a distancia y aprovechar la tarifa económica. Realmente necesito otorgarme más tiempo para mí y el reenfoque de mis ocupaciones habituales y las nuevas. Como finalmente nunca desconecto al 100% porque sigo trabajando entre 3-6 horas diarias y el mes de agosto ya asumo que tendré que consagrarlo a seguir de cerca las obras del Café El Sur, concluyo que me merezco regresar pronto y acortar el verano. También en estos últimos días se va perfilando la otra decisión que me costaba definir: llevar o no el barco a La Habana en el verano, para dejarlo estacionado allí durante la época ciclónica. La opinión unánime de todos los que viven en sus barcos es bajar hasta las islas de Granada o Trinidad para pasar ese período crítico. En mi caso y al disponer de tan solo un mes en el verano, si quisiera apurar Cuba, estaría dejando de lado todas las islas del sur del cordón antillano. Decido que haré Cuba a fin de año, e incluso puede ser un buen objetivo el llegar a pasar la Navidad allí.
Parte del viaje es justamente ir decidiendo sobre la marcha, según los elementos que voy conociendo, descubriendo en contacto con otros viajeros, navegantes o incluso gente asentada en la zona y que conoce por experiencia o cuentos de unos y otros pasantes. Es agradable la sensación de ir definiendo los pasos al andar… Como caminante del mar.
A las 8 de la mañana siguiente me planto puntual en el muelle con mi dinghy, traído a remo hasta el desembarcadero. El mecánico no llega muy tarde, y apenas me deja tomarme un cafecito de pie en un rarísimo establecimiento que parece más una cooperativa o centro de ayuda, que un verdadero comercio. Me animo a preguntar por la naturaleza del lugar y la respuesta es bastante sorprendente. Se trata bien de un café y almacén privado pero sin cartel ni decoración ni arreglo para atraer turistas, los consumidores de ese local son los locales más locales, la mayoría de ancianos que deben ser de los primeros pobladores.
El fortachón del mecánico se lleva el carburador para limpiarlo y me explica que lo que me sucedió tiene manera de evitarse. Cada fin de temporada debo dejar en marcha el motor cortando el paso de gasolina hasta que se consuma todo lo que queda en los circuitos del carburador. Así, el aceite de mezcla que contiene el carburante, no empastará los circuitos con su depósito. Según él, al volver a arrancarlo, funcionó el primer par de viajes hasta que ese depósito se hizo más espeso obstruyendo el carburador y sólo habría que limpiarlo.
Por la tarde, Samson, me lo devuelve impecable. Creo que el dingui nunca había funcionado tan ajustado de sonido y con tal nivel de seguridad. Su paso por las manos de Samson ha sido un milagro.
El día aún no había terminado. Tras regresar al barco con el dinghy súper fortalecido me dedico a disfrutar un buen rato en la cubierta del Clinamen, escribir unas líneas y llegada la hora de cenar, temprana en estos lares, reitero, me fijo en el pequeño mapa de la isla y con gran sorpresa leo un anuncio que me habla personalmente. Au Bon Vivre et son chef Vincent Malbec les agradecen su visita. Tomo una botella de Malbec Lagarde y me la bajo a tierra con la decisión de beberla con el mejor chef de la isla, Monsieur Malbec!
Llego al establecimiento cuando aún no habían abierto, pero me presento y la acogida es más simpática de lo que me esperaba. Monsieur Malbec conocía la cepa y el vino argentino así que le dejo la botella para que la preparara para su degustación cuando él pudiera hacerse un ratito durante la cena.
Él por su parte me ofrece una cena exquisita: Lomo de Atún con un medallón de Foie Gras encima y aceto balsámico, acompañado de un gratin de banane plantin (plátano, el de cocinar), puré de batata y ratatouille. Nos quedamos conversando hasta tarde. De postre, Tarte Tatin pero de banana, una gran variante. Insistiendo en lo que ya es tradición, voy cerrando un nuevo restaurante de la zona.
Vincent resultó un excelente Cru de Malbec y gran encuentro de viaje, de esos que quedan en la memoria. Me sorprende al decirme que ya le gustaría irse de esta isla. Le pregunto si después de vivir en esta hermosa tierra extrañaba la Metrópolis, pero su respuesta fue más acorde, no soñaba con regresar al continente, sino a la parte más salvaje de la isla de Guadalupe, la costa oeste de la Basse Terre. Me así convence de que debo hacer escala cuando suba camino del norte caribeño. Deduzco que no dejaría entonces la condición de isleño, sino solamente un regreso a Guadalupe. Quizás volvamos a cruzarnos en París, en esta isla o en la Basse Terre, será una alegría volver a cruzar una charla amena con una nueva botella Malbec de por medio.
Los días siguientes transcurren maravillosos para aprovechar a fondo este pequeño conjunto de islotes del Paraíso. Cruzo en barco hasta el Ilet à Cabrit, que fuera antiguamente fortaleza, puesto de defensa avanzada o en su último destino, penitenciario. Una vez despoblado se llenó de cabritos y así tomó su nombre actual. Con el Clinamen voy a visitar las playas de la costa oeste de la Terre de Haut, magníficas, sobre todo la más aislada playa Crawen. La del Pan de Azúcar es bonita pero la exagerada permisividad de la propiedad privada la ha desfigurado reduciéndola con una verja de pésimo gusto.
El último día puedo al fin alquilar una bicicleta y recorrer todos los otros puntos que me quedan. El mejor, la playa Pompierre, con subida al piñón que da hacia el Atlántico. Y no puedo olvidar un saltito a la Punta y playa Rodrigue para la foto dedicada a mi hermano Rodrigo.
A la noche, todavía con luna brillante, no le queda más remedio que terminar con el mismo ceremonial y el mismo nivel de alta exigencia que las anteriores. Ceno en el restaurante vecino al del señor Malbec (que estaba cerrado ese miércoles). Fricassé de Lambis fue el plato típico elegido. Algo decepcionante, porque comparado a la langosta, pero bien presentado y valorizado. No me arrepiento porque igual me gusta probar cada especialidad. Ya tendré otra ocasión para elegir langosta.
Al día siguiente inicio un nuevo rumbo tras haber desatado al Clinamen de su boya. He vivido una felicidad aislada, geográficamente y en sentido figurado. He conocido a personas reales, que viven en un mundo que parece existir ajeno a ese mundo estresado, lunático y demoledor en el que habitamos la mayoría del planeta. Constato una vez más la excepcionalidad del Caribe. Es un mundo que parece no ser de este mundo. El trópico fuera de lugar. Pero quizás esa reflexión no es más que un paseo por lo superficial. Hay más. Hay vidas. Hay relatos únicos. Voces que quedan por escuchar. Zarpo con los movimientos automatizados ya. No me hace falta recordar para navegar. Hay algo en mi que navega sin necesidad de memoria, aunque hay veces en que una duda lo ponga en entrevero. Será esa especial comunión entre el navegante y su barco. Lo escribí por primera vez al abrir esta diario, no sé dónde empieza el uno y dónde acaba el otro. Mientras voy escribiendo, el Clinamen, inclina su proa hacia otra isla mítica, la de Marie Galante, lugar especial. Entre otras cosas inspiró una canción famosa de Laurent Voulzy. No será la única isla a la que le hayan cantado. Para mi, como si lo fuera. Llevo semanas pensando en conocer a la Bella Marie. Ya sólo me quedan unas millas de distancia.