Esta historia comienza en las postrimerías de nuestro período caribeño. Coincidiendo con una gran crisis interna en mi empresa, todo esa rica y extensa etapa fue silenciada por mi falta de disposición mental y de tiempo. Durante esos años, no pude volver a conectar con mi ansiada pasión por escribir y relatar en crónicas los acontecimientos a mi alrededor. Fue un via crucis con final feliz, porque aquí estoy, zamarreado a las dos de la mañana, de guardia insómnica, vertiendo algunos recuerdos de esas épocas.
Antes que nada, aclaro que voy a retomar por uno de los últimos artículos que había publicado en 2017, pero que justamente me había quedado inconcluso, con el formato simple de notas de a bordo.
Una vez reescrita esta crónica sobre esos momentos, suprimiré la publicación precedente que queda así obsoleta.
Una puesta en situación se hace necesaria para justificar lo anteriormente expuesto. Me van autorizar que ocupe unas líneas del espacio físico del blog y tiempo de vuestra lectura para hacerlo.
Al regresar à Europa después de la triunfante travesía oceánica, (había cruzado el Atlántico, papáaaa!), mi entusiasmo no conocía límites.
Estaba eufórico por doquier.
Orgulloso conmigo mismo, cómo podía ocultarlo, y recargado de energía vital. Tenía el mundo por delante con esa suficiencia interna que sólo da la juventud y la dicha enorme de cumplir una vieja hazaña postergada, un anhelo juvenil que al verse cumplido nos llena con un poco de esa fabulosa carga energética.
La participación de la mayoría de mis compañeros de trabajo, sosteniéndome a través de notitas, comentarios en el Facebook, mensajeros privados, más discretos o simples likes para los más tímidos, me hacía sentir de una manera jubilatoriamente agradecida.
Organicé una rápida convocatoria en la sala de descanso en la fábrica para exponer mi emoción ante todo eso y no fui el único en terminar sollozando. Fue un momento de comunión colectiva único, que difícilmente puede prepararse y es muy complicado medir sus consecuencias.
Esa travesía no me había simplemente cambiado sino mutado, transformado.
Volvía a muchas de mis raíces profundas de la emoción y no veía razones para ocultarlo.
Tenía planes de reconducir, con la mirada cristalina y fresca sobre nuestro futuro, las orientaciones básicas de nuestro proyecto llamado La Franco Argentina.
Pero también conservaba mi anhelo intacto, que se había despertado nuevamente al trazar las crónicas del viaje, de dedicarle parte de mi espacio tiempo a la escritura, y por ende a la lectura que siempre va de la mano.
Todo esto sucedía sin contar, sin apercibirme de un movimiento sísmico que se cocinaba en las entrañas del equipo.
Un pequeño grupo de gente, que creía de mi total lealtad, dos de los directores, pero sobre todo, parte de mis socios fundadores, se estaban entendiendo a mis espaldas para apartarme y buscar un nuevo designio para la empresa, designio oculto a todo el resto de colaboradores, que sospechaban me podían ser fieles. No habían pasado 6 meses desde mi regreso a tierra, que mi navío personal se estrellaba contra una roca que no figuraba en ninguna carta ni GPS. Un motín que como almirante encerrado en sus cuadras, no había sabido prever ni olfatear.
Esta situación larvada que avanzaba enmascarada, destapándose progresivamente, llegó a su punto culminante cuando enfrentadas las dos visiones, Tuve que elegir entre retirarme y vender mis acciones, sin más que un Gracias por los 27 años dedicados por entero a este proyecto, o bien comprar todas sus participaciones y volver a endeudarme para ello, por muchos años por delante.
Las consecuencias no fueron más que proporcionales a la enorme decepción moral de sentir en el propio seno la traición y el desprecio contenido por el inconmensurable sentimiento de inferioridad de los que perpetraron esta ignominia con total desfachatez.
Salí airoso, como siempre en esos trances en los que la ventura me exige más de lo mejor de mí mismo, pero no salí menos herido.
Eran tiempos de reconstruir un proyecto desde una visión más humana. Mi principal conclusión fue que mi mayor capital no era el financiero, sino el apoyo con el que conté de todos los colaboradores de nuestra empresa. Empecé a cambiar el Yo por el Nosotros y trocar un management piramidal que no garantiza ningún éxito, en una conducción en la que prevaleciera el compromiso y la libertad de estar, de formar parte del equipo y de realizar su tarea porque es bueno para todos, para el conjunto.
Ellos me habían dado la fuerza de vencer el sueño del Atlántico y luego de mantener el rumbo fundacional en el proyecto colectivo. No les podía dedicar menos que la totalidad de mis energías para poner en pie las nuevas bases.
¿Dónde quedaban mi Clinamen y mis planes de disponer de tiempo para escribir, leer y hacer algo de deportes?
Sólo pude extraerme en pequeños períodos para cortas incursiones caribeñas, beneficiando de las excelentes tarifas de vuelos que hay desde París hacia las Antillas francesas y algo más de tiempo para las etapas estivales.
Lo que no pude volver a retomar fue la épica de la aventura del Clinamen, aún cuando en ese espacio, muchas travesuras y desventuras se sucedieron dignas de nuevas notas que verteré bajo la licencia del recuerdo. Ni tampoco consagrar energía y tiempo a volver a escribir.
Fueron años duros, en contraste con el optimismo y la energía con la que regresé de la gran travesía atlántica. Por esa razón es que quedaron arrumbados hasta ahora en apuntes, careciendo de tiempo, energía y ánimo para ponerlos en forma, editarlos y publicarlos.
Para un navegante y su barco, este largo período inesperado fue como nuestra travesía del desierto.
Pero aquí estamos hoy, en la segunda gran etapa, sintiéndonos mucho mejor que en la primera y habiendo superado todos esos escollos y rocasidades de la vida, nos sentimos definitivamente mejores y más maduros.
Esta historia, decía en un comienzo, se desarrolla en uno de los primeros periplos cortos, con programa denso y ajustado. El plan era compartir unos diez días con dos amigos recientemente desventurados en el amor y muy entusiastas de alejarse de la fría Paname. Corría el mes de enero, más exactamente el 29, nos dimos cita en Orly para volar juntos hacia Fort de France, en la isla de Martinica donde había dejado al famoso Clinamen al finalizar el verano 2016. Programa de navegación, las islas Barbados, Granadinas y regresar por Saint Lucia nuevamente a Fort de France.
La primera sorpresa fue a nuestra llegada, encontrarnos con las baterías totalmente descargadas. Nada de nada. El cargador tampoco reaccionaba, parecía estar en corto. Fuimos a cenar en la ciudad, ya que la luz cayó muy rápido, e igualmente no podíamos prever a qué hora zarpar al otro día, sin reparar previamente el desperfecto eléctrico. La sorna dedicada al Capitán y su falta de mantenimiento y preparación de la embarcación, dominaron la velada, que tampoco se desarrolló como había previsto. El bar Le Zest en la calle siguiente a la de la iglesia, estaba cerrado, quizás por ser domingo. Buscamos dónde cenar y fue otro relativo fracaso debido a que no había ningún lugar típico y razonablemente bueno para un primer festín Creole. Nos tuvimos que contentar con el Black Pearl y sus hamburguesas. La mía la elegí de salmón y fue bastante malita, muy seca, sin mucho gusto. Pero nos divertimos mucho en la cena y eso era prácticamente lo único que importaba. El jazz y jam sessions de Le Zest quedarían para el regreso.
Al día siguiente tuvimos que cambiar las tres baterías por unas nuevas y disponer el zarpe antes del final del día, para aprovechar la luz para izar las velas, sobre todo que la nueva marina de Étang Z’Abricots se encuentra bien adentro de la ensenada de Fort de France y la salida, en zigzag por culpa de los bancos de arena que se forman por lo bajo del fondo, no es tarea sencilla y muy poco recomendable durante la noche. Al salir a mar abierto contaba con navegar al menos una hora con buena visibilidad. Luego cruzaríamos el canal de Santa Lucía durante la noche para llegar a Barbados de día, el 31.
Transcurridas 12 millas, desde la partida, pasada ya la Punta del Diamante, el cable de transmisión de la rueda del timón se cortó en seco. Eran las 17:15 h y ya nos adentrábamos en el canal con una orientación del viento razonable, aunque un poco de SE, lo que nos hacía ir bastante más de ceñida de lo que me esperaba inicialmente, según la previsión meteorológica consultada en puerto.
Primera decisión por tomar, dar media vuelta y regresar a puerto, guiados con el auto piloto o seguir navegando hasta destino, confiando en el piloto automático y arreglando una barra de fortuna para llevar el timón como barra franca.
El problema de los programas demasiado ajustados de navegación y con visitas, es que el tiempo de vacaciones no incluye el tiempo de los percances y viceversa, los incidentes técnicos hacen caso omiso de la estrechez de los regresos aéreos y con agenda cerrada.
Al anochecer quise encender las luces de navegación y no funcionaban. Chequée la VHF y tampoco estaba encendida, sin embargo el piloto y el GPS no mostraban incoherencias. Encendí la luz de bañera y no prendió. Testé con el multímetro en El armario eléctrico y las lecturas daban demasiadas irregularidades. Por esa razón, abandonamos nuestra derrota hacia las Barbados y cambiamos rumbo al puerto de Le Marin para reparar. Era una decisión pesada por los veraneantes que me acompañaban pero debía privilegiar la seguridad.
Nos llevó todo el día siguiente reparar los dos incidentes, la transmisión del timón y los desperfectos eléctricos. A la tarde estaba todo terminado. Cenamos en el Kokoarum y pasamos la noche aún en el amarre de Carenantilles para poder descansar bien y al día siguiente realizar el nuevo programa:
Santa Lucía – isla Mustique – Petit Saint Vincent – Union Island (Chatham Bay) – Saint Vincent (Walilabou y su Rockside Café) – Santa Lucía (Anse Cochon) y regreso a Martinica. No habría Barbados, y digo afortunadamente, porque no nos hubiera dado tiempo para conocer todo. Posteriormente realicé un viaje a las solas Barbados que me encantó y que agradezco haberlo hecho en forma aislada porque hay mucho allí por recorrer.
El resto del viaje por este fantástico arco Antillano se desarrolló con excelente disposición de los dos amigos, muy buena camaradería y como quedó plasmado en el anecdotario, “nos dejamos nuestro corazón en Mustique”.
Pero también nos regocijamos nadando con tortugas en los Tobago Cays, disfrutando de los atardeceres en las cálidas aguas y arenas de Petit Saint Vincent y Chatham Bay y riéndonos en Walilabou en el Rockside café y toda el decorado heredado de los Piratas en el Caribe.
¿Cómo podíamos redondear nuestras aventuras sin la oportunidad de la noche de jazz en Le Zest? No nos daba tiempo para llegar un día antes a Fort de France. Llegaríamos con el tiempo justo.
La Anse Cochon me figuraba en la carta como una excelente opción para fondear y zarpar al alba hacia nuestro rumbo final. Parecía un fondeadero pequeño con una playita indicada con buen fondo de arena.
Llegamos idealmente al final de la tarde, justo para echar el ancla, con luz suficiente para bucear y chequear su posición y buen agarre. Intento siempre fondear por 4-5 metros, por si llegado el caso de tener que reposicionarla. No soy muy bueno en apnée.
Estábamos degustando nuestras últimas pastas regadas con un buen Malbec cuando empezaron a aparecer las luces de las construcciones sobre la colina lindante. A media falda se notaba una suerte de balcón bien iluminado. Tenía toda la apariencia de un hotel con su consiguiente bar…
No resistimos a la tentación del desembarco para explorar el potencial de nuestra última velada caribeña. Al otro día a la misma hora estaríamos frente a una bandeja plástica con comida recalentada en microondas minutos antes de emprender el vuelo de regreso a la Métropole.
Debo aclarar un punto de trascendente importancia para la anécdota que sigue. Clinamen disponía por esos días, de una embarcación auxiliar, como pomposamente se le llamaba al diminuto dinghy con capacidad para persona y media. Resulta que los dos amigos no eran de corpulencia media o reducida sino de fuerte para algo más. Y conmigo éramos tres personas…
A carcajada limpia logramos llegar con éxito hasta el embarcadero pero lo más difícil fue desembarcar porque estaba concebido para lanchas y yates de mayor tamaño y había una altura entre el borde del muelle y la superficie del agua que necesitaba una trepada de más de un metro y medio. Ya convertidos en diestros marineros, mis amigos y yo logramos bajar a tierra firme y apuntar escaleras arriba a nuestra Meca, el Bar, para nuestra despedida y festejo, por unas travesuras que comenzaron con malos augurios pero se estaban acabando de la mejor manera.
El balcón imaginado no tenía nada que envidiar a nuestra imaginación desde abajo, de la cubierta del barco. Era un suntuoso hall vidriado, colgante, con las mesas dispuestas al borde, con la mejor vista. La entrada era libre para consumir, cómo no iba a ser si éramos los únicos clientes.
Los precios de las bebidas bastante razonables y la atracción por la presentación de los cócteles maison que nos hizo la amable morena era proporcional a la propia atracción de la mesera, vendedora, cajera, encargada, y única presencia aparentemente de esta parte del establecimiento.
Las preparaciones, todas con rones locales, eran muy ingeniosas y vistosas. Confiamos en la chica para los sucesivos dos, tres y hasta el cuarto trago tropical. A partir de allí, ella nos recompensó con una excelente degustación de un ron viejo de 30 años, puro, con su color Ámbar y su densidad llena de aromas a barriles y especias, a calidez y sudor suave, del rico, del que huele a tarde reposada meciéndose en una hamaca.
Agradeciendo su simpatía y la buena elección musical, saqué a bailar a la joven y nos divertimos un buen rato por lo que cuentan las fotos, porque mi memoria empieza a flaquear después del tercer reggae apretado y el sexto cóctel con dos adicionales de ron puro del mejor.
De la improvisada pista de baile, saltamos al otro día a hora temprana, con el llamado de mi abogado, que tenía que comentarme algún asunto de índole profesional. No estaba en condiciones de hilar los conceptos de lo que escuchaba así que le prometí que devolvería la llamada.
Cuanta fue mi sorpresa cuando vi que los dos amigos estaban respectivamente dormidos, en sus cuchetas, a bordo, con toda tranquilidad y sin signos de inquietud. Inmediatamente me alerté por el dinghy, pensé cómo diablos habremos llegado sanos y salvos a subirnos los tres borrachos y acertado a alcanzar el barco. El dinghy estaba yaciendo como lo habíamos dejado, bien atado a su cornamusa.
Me volví hacia los amigos que empezaban a estirarse y les pregunté si sabían cómo habíamos llegado! ¡Nadie recordaba nada de lo sucedido después de los bailes y los ene tragos perfectamente bien preparados por Sam, mi amorosa bailarina de la sorprendente Anse Cochon, en Saint Lucia.
Unos cafés, una maniobra acertada para salir del fondeo y estábamos en pocos minutos navegando sin el menor rastro de dolor de cabeza o secuelas de mal alcohol. Desde ese entonces, el buen ron fue adoptado como mi espirituoso preferido.