Olas de Libertad #04 – LA MARQUESA DEL MAR

Se llamaba Marjorie. Marjo, en mi memoria. En el recuerdo de un encuentro fugaz, de esos encuentros que no son tales, que esperan su momento propicio para ser, para existir con entidad propia.

Mientras no es, Marjo es tan sólo como una imagen de la conciencia, una imaginación. Su identidad es más ficticia que real. Más producto del sueño, del deseo, de la idealización, que de lo real y vívido. Es lo que queremos que sea, hasta que la realidad, si existiera, la llenaría de detalles e imperfecciones.

Mujer independiente, fuerte, bella y con carácter. También alegre, de fácil sonreír y ocurrente. Edad media, recién cumplidos los cuarenta, no supo asentar ningún pretendiente que le llegara a sus tobillos. No encontró alma, mente, ni cuerpo que estuviera “a su altura”, a lo que ella, con debida legitimidad aspiraba. Desde hace tiempo asumió que era mejor estar sola que mal o mediocremente acompañada. No es que le faltaran amantes, pero el amor siempre se le escurrió entre decepciones y algo de mala fortuna. Algunas rupturas inesperadas la forzaron a reflexionar sobre las oportunidades en la vida. Sobre cómo se presentan, cómo se desvanecen, cómo dejamos pasar algunas y luego nos arrepentimos, o no, de otras.

A los 12 años, cuando su cuerpo despertaba sus primeros ardores, cayó perdidamente enamorada de un chico, un vecino bastante mayor que ella, pero que representaba todo lo que su imaginario infantil femenino le indicaba como ideal. Se encontraban en la parada del autobús cuando compartían parte del trayecto a la escuela. Él debía tener 17 años y parecía ya mayor para la joven aspirante a un primer beso apasionado. Se saludaban discretamente a diario y a veces hasta intercambiaban unas pocas palabras. Pero nunca ese contacto pasaba más allá. El chico parecía de buena familia, serio y responsable, además de apuesto y deportista. Él debía estar preparando el examen del bachillerato. En cuanto ambos subían al transporte, él se ubicaba en un asiento, sin mirar dónde iba ella. El se concentraba en sus libros, mientras ella le regalaba sus más amables sonrisas intentando atraer su atención unos instantes. Cuando Marjo lograba que él la mirara, el resto de su día se iluminaba de buen humor y todo le salía. Ella era feliz con muy poco. No conocía ni el nombre del chico ni por dónde vivía. Como ella bajaba antes, tampoco sabía hasta dónde viajaba él en ese trayecto diario.

Por la noche, Marjo se acostaba pensando en cómo lo abordaría al día siguiente o cómo haría para atraer su mirada y conseguir que él se interesase por ella. El final del año escolar se aproximaba y Marjo no había conseguido ningún avance fuera de esas esporádicas sonrisas devueltas. Cuanto más difícil se le hacía, más se le empecinaban sus ganas de conocer y sentir de cerca esos labios ansiados. Por su hermano mayor, había averiguado que la semana entrante eran los exámenes finales y se acortaban sus posibilidades de abordarlo.

Esa mañana se vistió con lo más atractivo que tenía en un guardarropa que por su edad todavía tenía mucho de niña. Esperó que su madre se fuera al trabajo y se metió en su tocador para buscar un lápiz de labios que le gustaba mucho. Era de un color bastante suave para no llamar demasiado la atención, pero suficientemente brilloso para resaltar sus finos labios, llenos de deseo. Tomó además una bola de algodón para poder limpiarse la cara antes de ingresar a la escuela. Salió contenta y decidida. Hoy ella le hablaría con descaro, tenía que jugársela porque no le quedaban muchas más oportunidades antes de las vacaciones estivales.

Estaba nerviosa, caminaba ansiosa con la mezcla de decisión y miedo por echar a perder su única ocasión. Llegó a la parada y él ya estaba ahí, leyendo un libro, pero no de estudios, sino que parecía una novela. Lo saludó y con todo arrojo le preguntó cómo le había ido con sus exámenes, si los había terminado. Él se sorprendió y agradado por su interés, le respondió que todavía estaba en ello, que le faltaba pasar los últimos ese mismo día, y que para relajar los nervios estaba leyendo una novela en lugar de repasar los últimos apuntes. Con naturalidad y cortesía, prosiguió la conversación preguntándole sobre la vida de ella.

Marjo sentía su alegría desbordar, pero aún no sabía cómo se llamaba ese chico. Llegó el autobús y él, muy galante y educado, la dejó pasar primero. Cuando él estaba abordando el autobús, un amigo suyo lo interpeló gritándole “Robert, ven aquí, cuéntame cómo te fue ayer en Math…”

Marjo se tuvo que consolar con haber aprendido sólo su nombre. A partir del día siguiente, el joven dejó de asistir a clases. Había concluido su año lectivo y nunca más se cruzaron. Después del verano, él cambió de ciudad para continuar sus estudios universitarios.

Los hermosos labios de Marjo, brillosos, quedaron esperando durante unas semanas su primer beso. Se lo termino regalando a otro chico que conoció durante una fiesta, en el lugar de veraneo en el que fue con sus padres.

Marjo creció como una chica feliz, amoríos no le faltaban, su encanto y hermosura no dejaban de ser popular, más bien se acrecentaban cada fin de enero cuando cumplía años. Su personalidad se afirmaba con una madurez que no dejaba de complementarse con su alegría de vivir. 

Ella adoraba el mar y la montaña, y al terminar el liceo, aun indecisa sobre qué estudios continuar fue a trabajar a una estación de ski, en los Alpes. Allí conoció su primera pareja que sentía seria, con quien querría apostar a algo más que pasar un buen rato, con la que compartiría un pequeño apartamento y empezaría a hacer planes. Él era monitor de ski en invierno y de surf en verano, en la costa del país vasco, en Saint Jean de Luz. Tenía 26 años, unos cuantos más que Marjo y a ella le parecía, sin decírselo a él para no asustarlo, un excelente candidato para organizar una vida común y tal vez tener un niño cuando viniera el momento. No era un tema que se comentara ni entre ellos ni entre amigos, pero Marjo de vez en cuando no podía impedir mirarlo de reojo. Proyectaba su vida y se preguntába cómo sería formar una familia con Jean Luc y cuánto cambiarían sus vidas. No se sentía apurada, para nada, pero la proyección, sobre todo en los momentos más felices, era inevitable.

Terminó la temporada de invierno, empacaron sus cosas y salieron de viaje, a recorrer Marruecos en un Renault 4, con una carpa, bolsas de dormir y ganas de conocer otro continente, por carreteras de polvo y aventuras.

Llevaban dos meses recorriendo y disfrutando lo rústico y variado de ese viaje en un coche propio, por caminos de pueblos esparcidos y caseríos perdidos. Cuando llegaron a Marrakesh decidieron regalarse un descanso e ir a un hotel de tipo club, con todas las comodidades. Era el cumpleaños de Jean Luc y habían ahorrado lo suficiente en los Alpes como para darse un respiro y ciertos lujos. Ella guardaba algo que no había podido decirle. Por las circunstancias del viaje, las incomodidades regulares y la falta de higiene satisfactoria cotidiana, el período ya se le había retrasado el mes anterior en más de una semana. Ahora iba a cumplir 6 días de un nuevo retraso, y ella pensó que relajada, al borde de una piscina y con un buen descanso, todo entraría en orden. Si después de 3 días no le venía aún, en la ciudad encontraría una farmacia para hacerse el test, sólo para chequear, pensaba ella.

Habían pasado 3 de los 5 días de su estadía y encontraba a Jean Luc muy evasivo y hasta tenso. No encontraba el momento para hablarle de su preocupación que se acrecentaba. Como ella se encontraba a gusto, descansando sin las prisas del constante movimiento, dejó que su compañero fuera a recorrer la ciudad con la encargada de relaciones públicas del complejo, con la que habían simpatizado. Véronique, la joven ejecutiva, estaba esperando que le confirmaran un puesto importante en el Club Med de Agadir y Jean Luc le había preguntado si ahí tenían actividad de surf, explorando la posibilidad de trabajar como monitor.

Al regresar del paseo, la gerente le comentó que le habían llamado pidiéndole que fuera en los próximos 3 días a visitar el Club y tener una entrevista definitiva con vistas a su incorporación inmediata, para preparar la temporada de verano. Véronique preguntó por el desarrollo del surf y los deportes náuticos en el Club de Agadir y les dijo que si les interesaba, conocía un monitor de surf, disponible y en la zona. Le respondieron que podía interesarles, que les presentara su candidatura o viniera directamente con ella. 

Muy atentamente, la encargada le propuso a Jean Luc que la acompañara y durante esos días Marjo podría quedarse en el hotel descansando. Mientras ellos iban a Agadir a la entrevista de empleo, que podía cambiar la perspectiva de los próximos planes, si ellos excedían de uno o dos días la reserva de la semana original, Véronique arreglaría todo para que fuera sin ningún gasto.

Ingenuamente, Marjo aceptó sin entrar en detalles ni suspicacias, influenciada quizás por el cansancio y la preocupación que aún no se atrevía a desvelar.

A la mañana siguiente, en cuanto Jean Luc se hubo ido, pidió en la recepción que le llamaran un taxi y fue a la farmacia a buscar un test de embarazo. Dos horas después, antes de que a varios kilómetros de allí, la 4L entrara en el Club Med de Agadir, Marjo tuvo la sorpresa que no se esperaba, aunque la sospecha había estado creciendo día a día.

Aguardó hasta la noche, suponiendo que Jean Luc la llamaría para darle noticias, pero el teléfono nunca sonó y su angustia se acrecentó. Pasó una noche espantosa. En este momento más que nunca hubiera querido tener a su pareja a su lado y pensar de a dos sobre el camino a seguir. Al mediodía siguiente, todavía sin noticias, se decidió a llamar al Club Med para ver de hablar o dejarle un mensaje.

La recepcionista, muy amable, la hizo esperar en línea, pero sin cortar su auricular, así es como Marjo pudo escuchar el diálogo indiscreto que se desarrolló sobre la otra línea. La empleada llamó a la habitación de Madame Fretin y le dijo que Monsieur Jean Luc Rives tenía un llamado. La mujer le respondió que estaban saliendo de la ducha, y si podían llamarlo en 5 minutos.

Marjo entendió la escena y se quedó helada. Cortó antes de que la gentil recepcionista le devolviera el mensaje y le pidiera su nombre. No esperó el regreso de su ya ex compañero. Hizo su equipaje y sacó un billete a París para el día siguiente.

El viaje en avión de regreso a Francia fue muy angustiante. No regresaba a la casa que había compartido con Jean Luc, sino a la de sus padres. No volvía feliz con miles de recuerdos de sus aventuras en tierras fantásticas que contaria durante horas a sus amigos y familiares. Regresaba destrozada de su primer gran amor y con una terrible decepción. Pero si solo fuera una desaventura amorosa, sería algo llevadero con el tiempo, lloraría unos días y después el calor humano y el reencuentro con los afectos, curaría ese sentimiento de injusticia y desazón. 

Sin embargo, debía reflexionar sobre qué hacer con esa novedad que llevaba en el vientre. Estaba ansiosa de llegar y poder confiarse a su madre, con quién siempre había sido muy compinche y confidente. Contaba también con dos buenas amigas, pero para esto que le sucedía, no las sentía lo suficientemente maduras para apoyarse en sus consejos.

¿Qué le diría a su padre, cómo reaccionaría éste? No le infundía miedo, pero temía decepcionarlo y generar un rechazo en él, que la hiciera sufrir más aún.

Marjo era hija única, no tenía una hermana o incluso un hermano en el que confiar su corazón abierto y desgarrado. Las horas de charlas con su madre fueron muy importante para consolarse, para saberse amada y protegida, cualquier cosa que le sucediera, sin embargo, no encontraba, probablemente debido a la diferencia generacional, la misma sintonía emocional e incluso visión de lo que un aborto le movilizaba. Tampoco la perspectiva de la aceptación de ser madre soltera a tan joven edad la podía compartir realmente con su madre. Contaba con su apoyo incondicional y eso ya era mucho más de lo que muchas jóvenes podían beneficiarse en esa época en la que abortar no estaba aún visto como un derecho socialmente normalizado.

Su miedo principal residía en que desde chica se había visto proyectada como una madre de 3, quizás incluso 4 hijos. No quería repetir lo de sus padres de educar una hija única. Ahora, frente a esta situación de tal magnitud, sentía con justeza la necesidad de los hermanos en el seno de una familia. Hacía un tiempo había leído un artículo sobre las mala praxis que existían aún en las interrupciones involuntarias del embarazo. Una de las consecuencias más habituales era la de dejar a la mujer con la imposibilidad de procrear posterior a una mala intervención. Esa sola idea la llenaba de pavor y la hacía dudar de todo. Un día se despertaba decidida a no condicionar su vida futura por un error que no era solamente culpa suya y en otra oportunidad se imaginaba a Jean Luc regresando a buscarla y ofreciéndole de instalarse definitivamente juntos y asumir lo que viniera delante en sus aún jóvenes vidas.

Se informó cuántos días o semanas podía esperar para tomar la decisión definitiva. En el fondo estaba buscando darse esa oportunidad de que algo mágico sucediera para iluminar su decisión que al final siempre sería íntimamente suya.

Los días pasaron y Jean Luc ni siquiera intentó ubicarla para saber por qué se había ido tan súbitamente del hotel y sin dejar ninguna explicación. El debía haber pasado a otra cosa. Se imaginaba ella que él habría conseguido su empleo como monitor de surf en Agadir y estaría instalado con la joven y bella Verónica y nada lo haría regresar a Europa y menos para asumir una realidad de vida al extremo opuesto de lo que estaba deseando.

Marjo estaba sola, se sentía acompañada principalmente por su madre, cobijada por sus padres, pero nadie podía disponer de su decisión ni valorar todo lo que eso implicaba como temores e incertidumbres profundas, íntimas, irremediables.

Marjorie pasó unos meses en el seno de la familia. La intervención resultó más simple y segura que lo que temía y los padres la rodearon de todo el cariño y la comprensión que necesitaba.

Cuando ya se sentía emocionalmente contenida y equilibrada, dejó de pensar a diario en la traición sufrida. Se sintió con ánimos para volver a volar con sus propias alas. De alguna manera, dejar la casa familiar era volver a afrontar su futuro con mayor seguridad de cuando había llegado meses antes. Volver a creer en ella y su capacidad de reinventarse.

Tenía ganas de inscribirse en la universidad o en una escuela de arte o de arquitectura. Comenzó a frecuentar galerías y a relacionarse con algunos jóvenes artistas. Jóvenes pintores, escultores, músicos, y otros que presumían de escritores, aunque sólo adornaban las reuniones vespertinas como poetas declamadores cuando se habían fumado dos porros y bebido 3 cervezas, o se habían bajado una botella de vodka.

La natural simpatía de Marjo no dejaba a nadie indiferente y rápidamente ella se convirtió en uno de los personajes centrales del grupo. Estudió arte, diseño, aprendió algo de música de manera informal con los amigos músicos, y acumuló conquistas pasajeras, algunas amistades con privilegios o complicidades íntimas.

Era una mujer libre a la que muchos hombres incluso temían declararse por miedo al rechazo o a la indiferencia. Marjorie ya no buscaba la vida de pareja, prisionera de su cotidianeidad. La traición sufrida de muy joven con la consecuente pérdida de la inocencia, marcaría su relación con la necesidad o imperativo social por formar una familia y tener hijos. No pensaba en el mañana como la mayoría de sus amigas, sino en ser feliz tan simplemente como le fuera posible, en disfrutar el tiempo presente y no desaprovecharlo. El pasado le retrotraía imágenes de las oportunidades frustradas. 

Al cumplir 30 años se propuso cumplir un viejo sueño. Desde que se había iniciado al yoga y había encontrado cierta armonía interior mediante la meditación diaria, soñaba con visitar Oriente. Se imaginaba con su mochila y con tantas ganas de descubrir el Continente Indio y el Himalaya. Allí podría caminar como a ella tanto le gusta, descalza y liviana. Podría apreciar los variados arroces y platos especiados que tanto le gustan, pero sobre todo saciarse de frutas maduras, llenas de aromas y de gusto pronunciado, verdadero.

Renunció a su trabajo en la galería de arte y se fue sin planear cuándo regresaría. Consiguió un vuelo a Nueva Delhi y con regreso desde Katmandú. En el aeropuerto, en la cola de la cafetería de la zona de embarque, cruzó la mirada y una sonrisa con un hombre de unos 35-40 años. El hombre era apuesto y parecía ir hacia un destino similar, por su forma de vestir y su aire entre montañista, explorador y místico moderno. Al rato se encontraron en la fila de embarque hacia el vuelo a Nueva Delhi y ahí entablaron conversación. 

El tipo era muy simpático y en efecto, resultó ser un montañista y algo místico. El hombre iba cada año a la India y a Nepal para hacer un viaje espiritual, visitar una serie de templos y comunidades y hacer la ascensión de uno de los picos de la cordillera Himalaya.

Al subir al avión se encontraron separados sólo por 4 asientos y esperaron que terminara el embarque para reunirse en la misma fila y compartir así todo el vuelo.

Marjo estaba feliz porque el viaje comenzaba bajo los mejores auspicios. El tipo le caía súper bien, era buen mozo y conocedor de todo lo que a ella le interesaba. En los primeros 10 minutos, él ya se había ofrecido para hacerle de guía, al menos durante el tiempo que durara su periplo en India. La parte de la ascensión no la podrían compartir porque era muy técnica y él se uniría a un grupo internacional con el que hacían este tipo de desafío cada año. No era para amateurs.

Durante el mes que viajaron juntos, él le mostró los principales sitios espirituales del norte de India. También llegaron hasta Bangladesh para apreciar la diferencia notable con la cultura bengalí. Marjorie no podía haber soñado con un mejor acompañante y un amante más atento. Era además un guía ideal, tan instruido en todos los temas que le interesaban a ambos. Nada podía ser más perfecto que este momento presente que ella disfrutaba con el corazón y el alma. Se sentía verdaderamente feliz y no recordaba otro momento de mayor plenitud. Todas sus expectativas estaban colmadas, incluso más de lo que había fantaseado, aún cuando evitaba proyectarse en el futuro. Al organizar el viaje, no había podido evitar pensar y temer ciertos aspectos llenos de incertidumbres. Él la protegía y le daba la seguridad de estar bien acompañada.

Cuando él le toma sus manos, ella se siente estremecer, las manos son la parte más sensible de su cuerpo. Es con ellas que siente cuando da y cuando recibe, cuando el saludo y la bienvenida son generosos, reales. Las manos ayudan y consuelan, son el centro de sus sentidos.

Llegaron a Katmandú al comenzar el segundo mes, que él tenía dispuesto para la ascensión. Ella recorrería Nepal y se reencontrarían en el Campamento Base en 3 semanas, cuando la expedición estuviera de regreso.

Recorrió durante esos días un sinnúmero de aldeas nepalíes en las que encontró tanta alegría en la cara de la población, tanta sinceridad en la mirada de los niños y sus madres, que aún sin poder comunicarse en una lengua común, los gestos le permitían recibir la alegría de vivir.

En un valle profundo encontró una aldea que parecía construida alrededor de un templo o monasterio. Se acercó para visitarlo e intentar ver si podía meditar un rato en tan bello sitio, antes de continuar su paseo. Había llegado en un momento especial durante una ceremonia en la que sólo había jóvenes monjes en un ritual que incluía cánticos, música y ciertos rituales. No podía asistir a esa ceremonia ni tampoco entrar al templo, pero fue acogida por un hombre de cierta edad que hablando algo de inglés le indicó un rincón donde podía disponerse para meditar o hacer sus oraciones o ejercicios espirituales.

Ella aceptó de buen grado y lo siguió, se ubico en un sitio algo retirado, pero en el que se sintió muy cómoda e íntima. Trascendía un ambiente de paz y armonía en el lugar, que sobrepasaba el aspecto puramente religioso o espiritual. Después de 30 minutos, ella sintió una presencia, pero visualmente no se percató de nada, ni tampoco escuchó nada, estaba en perfecto silencio, lo único que podía apreciar era el sonido de los pájaros y de un arroyuelo o fuente cercana. Cuando se puso de pie para retirarse, a menos de 2 metros detrás de ella estaba sentado un anciano.

Sorprendida dio un pequeño salto hacia atrás y le pidió disculpas por no haberlo visto. El hombre, sin duda un venerable, con excelente inglés, entabló una amable conversación. Le preguntó adónde viajaba, por qué había venido hasta ese santuario y qué esperaba de la vida allí.

Marjorie, emocionada por el encuentro con el viejo, le contó lo feliz que estaba, que todo lo que vivía desde el comienzo del viaje no era más que maravilloso y que luego esperaba reencontrarse con su amigo expedicionario.

El sabio le pidió que se sentara enfrente suyo, y le dijo que tenía un mensaje importante para ella. Le explicó que mientras ella meditaba, el había estado sentado detrás de ella y había percibido su aura. Le dijo que ella era una persona con un alma muy buena y generosa pero sufrida, y que necesitaba advertirle que ese sufrimiento no cesaría. Le indico que cada incidente importante en su vida era una prueba para su capacidad de aceptación y para ver si ella podía mantener el estado de lo que llamamos felicidad. El viejo le recordó que el estado de felicidad no se alcanza sólo porque todo lo que nos sucede parece perfecto y en armonía, sino porque nosotros ponemos el alma en armonía con lo que nos sucede.

Marjorie no terminaba de entender cuál era el mensaje o la advertencia que el monje le estaba intentando comunicar.

Antes de marcharse, el venerable anciano le dijo que un gran sufrimiento la esperaba en la montaña y que si ella había llegado al templo era para poder recibir ese mensaje y poder preparar su alma para dicho acontecimiento.

Conmovida, perturbada, Marjorie no terminaba de entender por qué el monje había creado tal disturbio en su vida, sobre todo en un momento tan armónico para ella. 

Faltaban 5 días para la fecha fijada del encuentro en el Campamento Base. El anciano había hablado de sufrimiento en la montaña. Saliendo de la aldea ella pensó que quizás, para apaciguar la creciente inquietud, podía ir unos días antes y esperar la llegada de la expedición en el campamento. Recordaba que le habían recomendado pasar más días a media altura para aclimatarse mejor a la altitud.

Al llegar, el campamento estaba revuelto, mucha gente corría en todas las direcciones, y habían helicópteros, médicos y ambulancias. A medida que ella iba entrando, su corazón se iba helando, deducía que se había producido un accidente. Las palabras que había escuchado en el templo le resonaban como campanas cada vez más ruidosas.

Se dirigió a lo que parecía el Headquarters – el cuartel de la organización. Preguntó por su amigo y si todo el revuelo tenía algo que ver con la expedición internacional.

Le preguntaron si era su mujer, la señora Vriand, a la que habían informado ayer sobre el accidente. Primero, no entendió exactamente lo que le decían y contestó que sí era su pareja, pero ante la insistencia del oficial de si era la señora Vriand, ella le contestó que no, porque no estaban casados. Poco a poco comenzó a entender que el hombre con el que había pasado un mes extraordinario, los dos olvidados del mundo cotidiano y del entorno familiar, tenía un pasado y un presente que ella desconocía. Ella casi no le había hecho preguntas sobre cómo era su vida antes de conocerse. Había tantos temas de qué hablar que apenas le había quedado tiempo para preguntar por su pasado o si había tenido hijos, si había estado casado o algo más. ¡Había dado todo por sentado! Si él no le contaba sobre su vida en París, es que no le interesaba más que la vida que estaban viviendo juntos, recorriendo y el hecho que estaban aprendiendo a conocerse.

Se sintió desconcertada, pero no se resignaba a irse sin verlo e intentar aclarar la situación, si es que el aún estaba con vida y se podían comunicar. Decidió quedarse en el campamento porque ya se hacía tarde para bajar y además quizás al día siguiente pudiera pasar a verlo con el cambio de personal. Diría que sí, que era su mujer y tal vez lograría pasar. Probablemente estaba separado y por formalismos tenían anotado su contacto, pero nadie vendría por él desde Francia.

¡Cuál fue su nueva sorpresa al llegar al Puesto Médico, presentarse como la señora Vriand y que le dijeran que era imposible porque ya había una persona que se había presentado con ese nombre y estaba con el rescatado!

En ese preciso momento sintió el peso de la mentira, de la traición a los sentimientos, y el derrumbe de las expectativas que nos hacemos cuando conocemos a alguien y nos entregamos de lleno a la otra persona.

Con los ojos llenos de lagrimas y un intenso nudo en la garganta, metió todo en su maleta y se marchó, no volvería a saber nada más de su amigo y no quería seguir en la montaña, vagó durante dos meses más entre diversos lugares del sur de la India, con más o menos interés. La melancolía no le permitía apreciar todo lo que descubría, la llenaba más de tristezas que de alegrías.

Un día estaba sentada en una playa, meditando frente al mar, cuando se le acercó un anciano muy fino, con larga barba y cierta elegancia natural, todo vestido de blanco, con ropas de lino rústico. No la interrumpió, se sentó suave y silenciosamente a su lado. Esperó a que ella le dirigiera la palabra, que terminara su meditación.

Marjo, ante la presencia imprevista, le preguntó si necesitaba algo, si ella podía ayudarle en algo. El anciano le dijo que escucharlo era toda la ayuda que ella podía darle. La había seguido porque al pasar a su lado había percibido su aura, algo no común y por eso había esperado en silencio, para hablarle. El podía percibir en ella un alma excepcional y generosa, llena de alegría y ganas de vivir, y tenía un mensaje para transmitirle. Le dijo que su elemento de paz interior era el Mar, que él debía incitarla a buscar su playa, su lugar en el Mar dónde ella sería feliz y encontraría su armonía para siempre. Que ese lugar no era en la India, sino bien lejos, en otro continente, habitado por mucha menos gente y donde la vida era más acorde con la naturaleza.

Terminó, le ofreció las manos para saludarla con gran suavidad y respeto. Dio un paso hacia atrás, se dio vuelta y desapareció caminando lento por la arena.

Marjo quedó absorta y pensativa. Pensó en el Mar y en todo lo que este le ofrecía: paz interior, dialogo interno, profunda meditación, abstraerse sintiendo los olores, el perfume a iodo, el incesante ruido de las olas y el espectacular vuelo de las gaviotas y los cormoranes. El azul profundo del mar le moviliza sus pensamientos y sus sentimientos. Es, junto al verde esperanza, su color favorito, trascendente, movilizador.

Se levantó y al día siguiente emprendió su regreso a Europa con la misión íntima de encontrar esa playa, esa isla, ese rincón junto al mar donde pudiera finalmente encontrar lo que siempre había buscado.

Transcurrieron dos años en los que intentó ahorrar algo de dinero para volver a viajar y explorar nuevos lugares. En el fondo, buscaba percibir dónde podría situarse aquel rincón del que le habló aquél sabio indio en la arena. Como había aprendido algo de español en la escuela, finalmente se decidió por explorar América Latina. Ese basto continente en donde casi todos los países poseen mar y con playas muy poco pobladas. La mayor parte de la población, en esos países, vive en las grandes ciudades. 

Empezó por lo más al sur, Argentina y quizás luego seguir por Chile. Llegó a Buenos Aires en un vuelo sin escalas y se sorprendió, como le sucede a la mayoría de los franceses, con la cultura y la vida artística y nocturna que había en una ciudad tan en el culo del mundo y sin embargo tan europea.

Le encantó la ciudad, conoció gente maravillosa, el carácter argentino y precisamente porteño es muy alegre y simpático, muy abierto sociable. Conoció el dulce de leche, bebió litros de mate y aprendió a cantar mil canciones. Pero frente a Buenos Aires no hay mar, sino el extenso y ancho Río de la Plata. Para sentir el iodo y el ruido de las olas, sentarse en la arena y ver el atardecer o amanecer, le decían que había que ir hacia el sur, allí donde hay muchas playas extensas y desérticas, formadas por grandes dunas. 

Un amigo le consiguió un viejo Renault 4L que se parecía al que había tenido en el viaje a Marruecos. Iniciaría el viaje con una amiga que tenía previsto quedarse en la costa, en la casa de verano de sus padres.

Ella seguiría luego hacia el sur, quería conocer las playas patagónicas y sobre todo pasar a la Península Valdéz donde emigran cada año las ballenas francas australes y tantos otros animales marinos.

Llegó en el momento más impactante, en septiembre, cuando la población de ballenas está en su climax. Se pueden ver y escuchar desde la costa, pero a los turistas se los lleva en botes, lanchas o inflables tipo zodiac. En Puerto Madryn, la primera persona a la que le preguntó por Puerto Pirámides se ofreció a llevarla hasta allí. Resultó ser un encargado de una embarcación que realiza avistajes y otras actividades. En lo que duró el trayecto, el hombre le ofreció a Marjo que se encargara de la gran cantidad de turistas franceses. Nadie hablaba francés en la zona y él lanzaría una publicidad para atraerlos. 

Marjo se quedó hasta el fin del verano. En la pequeña población de Puerto Pirámides, no vive mucha gente en forma permanente, pero Marjo pudo hacerse amigos rápidamente entre los otros pobladores de la región, de las estancias y empresas que ofrecen servicios turísticos y también muchos de Trelew, Rawson o Puerto Madryn que tienen relación con la actividad turística. 

Se hizo un grupo de amigos muy agradable, eran muy cálidos y cariñosos, como saben ser los argentinos, sobretodo los de la Patagonia. Los mejores momentos eran cuando se armaban rondas de guitarra frente a un fuego central en la playa.

Al terminar el verano, el clima se hizo rápidamente más frío y como no habría trabajo hasta septiembre próximo, Marjo decidió seguir la ruta hacia el sur, antes de que llegara el invierno, solamente para conocer Ushuaia y el glaciar Perito Moreno, de los que tanto le habían hablado. 

Al llegar al Canal de Beagle quedó subyugada por dos veleros que se encontraban en la bahía y enarbolaban pabellón francés. Intentó conocer a los tripulantes y obtener información sobre motivo del viaje a un lugar tan al sur. Los armadores y capitanes no estaban a bordo porque habían regresado a Europa. Sólo pudo conversar con dos marineros jóvenes que habían venido con uno de ellos, la goleta Marie-Claire. Habían viajado desde la Polinesia Francesa, pasado por la isla de Pascuas y dado vuelta al Cabo de Hornos.

Marjo los escuchó atentamente durante dos días y dos noches, ya soñando en que ese plan le gustaba más que encontrar un simple trabajo en tal o cuál lugar al borde del mar. Quizás incluso llegaría un día a tener su propio barco y lo fondearía enfrente a su playa en alguna isla que aún no conocía.

El problema era que el invierno austral estaba llegando y las actividades decaerían a lo mínimo, salvo en las estaciones de ski.

Uno de los jóvenes debía quedarse para cuidar los barcos en el fondeadero, pero al otro, Marjorie le propuso ir subiendo por la ruta 40 con el 4L hasta Mendoza. Debían pasar por el Calafate, el Chaltén, el Bolsón, Bariloche y la ruta de los 7 Lagos antes de que cayeran las nieves. No les fue mal, con solamente tres averías mecánicas y dos pinchaduras de neumáticos. Llegaron a mediados de junio a San Martín de los Andes donde recibieron la primera nevada copiosa. Por suerte, dos días después la ruta estaba despejada y no tardaron en llegar a San Rafael y Mendoza. En Mendoza se separaron y Marjo condujo la 4L hasta Buenos Aires. Ese, en realidad era el plan, pero en San Luis recogió un simpático rosarino que hacía dedo y se dejó convencer para llevarlo a Rosario y conocer esa ciudad y su onda musical.

Apenas llegaron a Rosario, el coche pareció decir basta y que ya había recorrido suficiente Argentina. El arreglo de la tapa de cilindros era demasiado costoso y Marjo decidió venderlo por el vil precio que el mecánico le ofreció.

La famosa “movida rosarina del mochilero” no terminó de gustarle, probablemente por un par de tipos que corrían detrás de ella en forma medio pesada y en cambio, inició una amistad con una chica que soñaba con viajar a Búzios y decidieron partir juntas, buscando el calor de la costa brasilera.

Brasil, país gigante de extraordinarias playas prometía ser quizás el El Dorado que Marjo estaba buscando, con vista al mar, buen clima para vivir con lo más simple y sin tener mayores lujos. Atravesaron Uruguay y el sur de Brasil en autobuses y a veces a dedo. Llegaron a Búzios después de dos semanas, y de atravesado rápidamente Río de Janeiro, pero Marjo no se hallaba bien. Sentía que las grandes movidas urbanas o las ciudades turísticas no eran lo que ella buscaba. Quería que su paraje fuese un refugio espiritual para posarse un tiempo.

En una reunión en la playa, con un grupo grande de gente venida de todos los horizontes conoció a un suizo que tenía un barco en Angra dos Reis y tenía pensado subir hasta el Caribe. Viajaba solo, pero aceptó llevarla de tripulante hasta la Guyana dónde se detendría un par de meses, ya que debía regresar a Europa por unos asuntos profesionales.

Ese era el plan ideal para Marjo. Podría aprender a navegar en ese trayecto y empezar a probar si el mar era realmente su medio, como le había vaticinado el sabio indio.

La única aprensión que tenía era cómo se daría la relación entre dos desconocidos una vez que estuvieran en alta mar y sin ninguna alternativa de irse a otra parte. Se sentía preparada para desarmar cualquier avance desubicado, pero nada de eso fue necesario, ya que Ralph, desde el primer día le hizo saber que entre las razones de su regreso también era el que extrañaba a su amigo, con el que se había peleado una semana antes de cruzar el Atlántico y desde entonces no se habían visto.

Todo anduvo muy bien desde todo punto de vista. El barco estaba cuidado como una relojería suiza, nada fuera de lugar y todo en funcionamiento perfecto con su debida lubricación. El tipo resultó muy amable y cortés, una delicia de conviviente en tan exiguo espacio, algo que era ajeno para Marjo. La navegación de alta mar le resultó sin inconvenientes y le permitió testear sus temores y capacidades. Aún cuando fueran costeando se alejaron bastante de toda orilla y durante varios días, por lo que fue un excelente ejercicio y examen para Marjo.

Como había ido todo tan bien entre ellos, Ralph le propuso a Marjo de quedarse en el barco mientras él se ausentaba a Europa por sus asuntos. A ella le encantó la idea con el acuerdo de que durante un par de semanas, ella también aprovecharía para ir a visitar el Amazonas y de ser posible llegar hasta Manaos.

El reencuentro después de los dos meses fue muy satisfactorio para ambos. Marjo había tenido un viaje de expedición a la selva, pero en el que había tenido la oportunidad de conocer las poblaciones ribereñas e incluso la Guyana. Aunque ese territorio no le había resultado especialmente lindo, le había terminado pareciendo agradable, aunque no se quedaría a vivir en un lugar tan húmedo. Ralph también regresó muy contento de su periplo obligado y estaba mucho más relajado que cuando se había ido.

La navegación hasta las Antillas no tuvo sorpresas, salvo la de los hermosos parajes de las Grenadinas, que aunque siendo idílicos, le resultaron demasiado turísticos para quedarse un tiempo prolongado. Le hubiera gustado conocer la isla de Barbados, pero como esta más alejada del arco antillano, Ralph no tenía previsto pasar por allí, por el momento.

Llegaron al puerto de Le Marin, en la punta sur de la Martinica donde habían previsto separarse. Ralph iba a esperar a su amigo que viajaría desde París y pasarían juntos el mes de sus vacaciones.

Ya con experiencia de navegación y dispuesta a seguir, apenas llegó, Marjo colocó pequeños anuncios en la capitanía, en los bares y terrazas y en los comercios habituales de los navegantes. Idealmente buscaba quién fuera hacia el Pacífico, que era su meta desde que había conocido a los jóvenes en Ushuaia.

Tuvo mucha suerte porque no tardó más de diez días en conocer a una chica italiana que estaba en una tripulación proveniente de Francia y que hacían escala en Le Marin pero seguían hasta Raiatea, en la Polinesia Francesa. Estaban en un gran catamarán, flamantemente nuevo que debían entregar a una empresa de alquiler de barcos que lo había adquirido al astillero. Como una de las personas de la tripulación probablemente desembarcaría en ese punto porque no se había adaptado a la gran travesía, si ella se postulaba de inmediato podía tener la oportunidad de ser aceptada. Tres días más tarde, Marjo estaba zarpando con destino a Panamá y luego del cruce del Canal, la Polinesia.

La travesía no tuvo mayores inconvenientes. El capitán era un muchacho muy joven, de apenas 25 años, pero que llevaba cinco haciendo estos traslados de catamaranes vendidos en la Metrópolis por el astillero a las empresas de turismo de Polinesia. Ya su padre se había dedicado en sus últimos diez años de actividad a esa tarea tan específica. El muchacho había nacido en Papeete y había vivido toda su vida en el Pacífico, a la excepción de los años de liceo, que los padres, en proceso de divorcio, prefirieron enviarlo con sus abuelos a Francia. De la vela, había aprendido todo de su padre ya que desde chico había hecho dos vueltas al mundo y en cuanto regresó con su bachillerato en el bolsillo, se inscribió como simple tripulante en los traslados paternos. Conocía perfectamente los barcos que le confiaban, la ruta más segura y los riesgos que podía correr o mejor evitar. Así es como sin siquiera tener 21 años había sacado el carnet de Capitán de Yate que lo habilitaba para ir de segundo de su padre. En los primeros viajes y al poco tiempo, su padre invirtió los roles, poniéndolo a él como primer oficial y él quedándose de segundo. 

Era un muchacho muy apuesto y muy serio. Estaba compenetrado con su responsabilidad y rara vez reía a carcajadas con el resto del equipo. Sonreía, bebía un trago y era como si tragara las ganas de sacar esa risa profunda. Nunca bebía más de una cerveza o una copa. Sobriedad, seriedad, responsabilidad, en un muchacho de 25 años con la imagen de un surfer triste.

Marjo estudió todas sus decisiones y aprendió rápidamente con las ansias de quién tiene un plan detrás, en la cabeza, una idea subyacente. El resto de la tripulación, a ejemplo de su capitán, eran bastante sobrios y tranquilos, tanto los chicos como las chicas. Se sentía el respeto que infundía el joven capitán al equipo en donde todos eran bastante mayores que él. Nadie tenía su experiencia, aplomo y temple.

Cuando daba una orden, nunca era gritando, siempre parecía que suavemente sugería lo que nadie discutiría ni dudaría en realizar al segundo de haber acabado la frase.

La llegada a destino fue en los tiempos acordados, sin nada que notificar aparte del arribo. Marjo se entendió muy bien con una de las compañeras que ya había estado en Raiatea y que conocía algunos puntos para recomendarle.

A pocos días de llegar, ambas habían encontrado trabajo en un hotel, pero lo que Marjo buscaba era conocer más sobre barcos, así que siguió buscando. En el astillero de Raiatea empezó a hacer tareas de limpieza, mantenimiento, carenado y pulido de embarcaciones. Quería aprender todo sobre barcos antes de animarse a comprar el suyo. ¿Cual seria mejor? ¿De polyester, aluminio, o acero? Sin duda, entendió rápidamente que, para aventurarse a los mares del sur, el aluminio era el tipo de barco más recomendable, al menos la mayoría de los navegantes que pasaban hacia el Cabo de Hornos tenían ese tipo de barcos. 

Sin embargo, después de haber trabajado en una goleta clásica, le había quedado el amor por la estética marina. Quizás trabajando en este medio, un día encontraría esa rara avis que buscaba, un velero de no más de 12 metros, de madera, viejo y barato, sin demasiados achaques fundamentales.

Se hizo conocida en el sector de la náutica alrededor de Tahití y las islas de la Sociedad. Una rubia, con conocimiento, coraje, fuerza y sin miedo para las tareas duras, a la par de cualquier hombre. 

Sin embargo, después de dos años trabajando duro, Marjo no tenía mucho tiempo libre para recorrer las islas y buscar su playa. Empezaba a olvidar que esa había sido su primera motivación en llegar hasta aquí, en echarse a surcar los mares.

Un día un joven más o menos de su edad trajo al astillero un velero de madera, bastante en mal estado, que había heredado de su abuelo, fallecido hacía un mes. Él vivía en la Metropole, como le llaman a Francia continental, y quería restaurar el barco para venderlo o si conseguía cambiar de trabajo, quizás quedárselo y aprovecharlo en sus vacaciones. No tenía los planes totalmente definidos. De alguna manera, necesitaba los presupuestos para después evaluar lo que haría.

El dueño del astillero le confió la tarea de presupuestar ese trabajo a Marjo, quien se había especializado en restaurar y recuperar viejas embarcaciones devolviéndoles el brillo de antaño. Ella fue trabajando rubro por rubro, en detalle, lo que costaría repararlo a conciencia y para hacer revivir el lustre que supo tener, seguramente en los años mozos del abuelo fallecido.

Al presentarle el presupuesto al joven cliente, ella notaba que él la miraba en forma especial, no sólo escuchaba las explicaciones técnicas. El monto era bastante elevado, pero por supuesto que podía hacerse en diversas etapas. Cuando hubo terminado de explicar todo lo que había por hacer, él le preguntó si ella haría esta restauración si el velero fuera suyo. La pregunta la sorprendió, pero ella durante la elaboración del presupuesto había reflexionado sobre esa decisión. Obviamente que ella no tenía el dinero suficiente para la compra y reparación, pero si lo tuviera, claro que lo haría, poco a poco.

Patrick, el joven heredero del barco, le hizo una propuesta a Marjo, que escondía cierto interés por tejer algo con ella. Si ella lo restauraba se haría dueña de la mitad de la propiedad del elegante barco. Él cubriría los gastos de estadía en el astillero y compraría los repuestos y material que fuera necesario, pero ella no cobraría nada por su mano de obra, que era obviamente la parte más importante y aleatoria en la suma de tiempo que finalmente incurriría tamaña tarea. Se sabe cuándo se empieza, pero no cuando se termina, dice el dicho.

Marjorie le dijo que necesitaba un par de días para pensar. La idea le gustaba, algo de intención había percibido en el muchacho, pero en el fondo a ella no le disgustaba el encuentro y la perspectiva de poder conocerse a través de ese proyecto no le resultaba desagradable.

Le respondió que aceptaba, pero puso dos condiciones. Primero, que no podía dejar de trabajar en el astillero, ya que debía seguir ganando algo de dinero mensualmente para subsistir y segundo que, si algún día decidían separar la propiedad y si era ella la que quería separase por cualquier razón que fuera, él debía abonarle el dinero del presupuesto, como monto de recompra. Eso no se aplicaría en el primer año, sino después del decimo tercer mes. Si en cambio, era él quién decidiera separarse, o que no le interesara más disfrutar del barco, ella se lo compraría por el costo de lo gastado en material y repuestos, pero le daría una facilidad financiera para que ella pudiera adquirírselo.

Cerraron el trato y Marjorie negoció con el astillero las condiciones de su continuidad, de cómo trabajaría después de su horario habitual en su barco, unas tarifas muy accesibles para la estadía y el préstamo de herramientas.

La restauración le llevó casi nueve meses, todo un parto, pero Marjo estaba feliz y muy orgullosa de lo que había logrado. Para los rubros técnicos como la electrónica y la mecánica, se apoyó en sus colegas que le dieron una mano a precio de costo. Ella hizo la mayoría de las instalaciones, incluso de lo que no era su especialidad, pero guiada por los técnicos especialistas. Aprendió de esa manera todos los detalles, todos los oficios y a conocer a su barco desde las entrañas hasta todos los órganos vitales. Ella viviría en él una vez terminado y cuando su socio-dueño viniera para sus vacaciones, ella se tomaría las suyas.

Así debía ser en el primer año, pero Patrick, como no era experto navegante y no conocía bien el velero, le propuso que el primer viaje lo hicieran juntos. Lo que debía suceder, sucedió. Casi cinco días se tomó Patrick para declararle su llama a Marjo. 

Hacia mucho que ella no estaba en pareja y sentía que le faltaba algo. Se sentía cada dia mas atraída por Patrick y el tiempo estaba excepcional, un buen indicio.

El resto de las vacaciones fueron idílicas, una temporada de amor, sol y trópico, y de disfrutar del buen trabajo realizado. ¿qué más podía pedir? ¿qué otra cosa mejor podría haber soñado?

Todo lo bueno suele tener un fin. Cuando al final del verano, Patrick debía regresar a su trabajo, la relación se empezó a tensar. Ninguno de los dos había reflexionado sobre cómo sería su vida juntos luego de las vacaciones. Él era contador en una firma de prestigio y estaba en la mitad de su carrera profesional. Ella no se imaginaba regresando bajo ningún concepto a vivir en la ciudad, en la Metropole, en la “civilización”, como le decía ella cuando se molestaba.

Allí se sentía muy bien y libre, todo le resultaba más agradable y equilibrado que en la vida urbana de stress permanente. No había encontrado aún su playa, o su isla, pero viviendo en el barco tenía todo lo que necesitaba, que no era mucho y estaba en el Mar, rodeada de su azul profundo. Se despidieron con cierto ánimo apesadumbrado, no habían encontrado la forma de confrontar sus diferencias, ni la voluntad y capacidad de llegar a un acuerdo satisfactorio sobre sus proyectos de vida.

Él podía, en el mejor de los casos, estudiar qué tipo de opciones podía encontrar en una ciudad como Papeete, pero esa sería una posibilidad de carrera muy exigua, por no decir nula. Significaba abandonar toda ambición profesional y su trabajo, desde que hacía auditorías y algo de consultoría internacional, le gustaba cada vez más.

Pasaron tres meses hablando por teléfono en forma diaria, después fueron espaciando los llamados y en cambio se enviaban un mail o chateaban. Ella lo mantenía siempre al tanto de las noticias del barco y si había hecho alguna mejora.

Marjo había escuchado hablar mucho de las islas Marquesas, pero no había tenido la ocasión aún de visitarlas. ¡Allí partió! Fue un gran descubrimiento. El barco navegó de maravilla, Marjo se sentía en total simbiosis con su obra, sobre la que había vertido tanta energía e ilusiones.

Esperó varios días hasta que la ventana metereológica estuviera bien orientada, que el viento establecido fuera de sudeste para remontar con condiciones favorables.

La primera isla a la que llegó fue Fatu Hiva, pequeña maravilla, con sus dos bahías y aldeas de tamaño humano. Lo primero que le agradó fue la sencillez y cordial distancia en el trato con los habitantes. Si ella no se acercaba a entablar una conversación, la veían pasar y eventualmente intercambiaban el tradicional saludo Kaoha y una amplia sonrisa. Si por cualquier motivo ella se acercaba con una pregunta, el diálogo era simple y agradable. Las mujeres parecían más curiosas de saber qué hacía una mujer paseando y conduciendo un barco sola, y que además ella había casi rehecho. Se interesaban en ella y le contaban en qué consistían sus rutinas, sus quehaceres, sus placeres y sus deseos. La mayoría vivía de realizar trabajos en artesanías, que vendían cuando llegaban los buques con turistas, el Aranui y el Taporo.

El fondeo era más tranquilo en la Bahía de las Vírgenes, donde reposa la aldea de Havanave, por lo que Marjo prefirió quedarse ahí unos días y desde allí realizar largas caminatas, hacia la cruz, pasando por la cascada, pero también hacia la costa este. Rose y su hermana le contaron el verdadero origen del nombre de la bahía y Marjo río a carcajadas. En realidad, pese a que se venere a la virgen con su manantial, el nombre es un derivado del original, Bahía des Verges, que los misioneros decidieron trastocar con doble propósito. Verges, en francés, significa penes y es gráficamente acorde con los promontorios que destacan la bahía y le dan ese carácter tan especial. Es curioso cómo la solemnidad del sexo explícito coincide con la solemnidad religiosa y representativa. 

Después de Fatu Hiva, pasó por Hiva Oa, que la decepcionó bastante comparada con la belleza pura de Fatu. Igualmente, encontró que el agradable trato humano que le habían brindado en la primera isla, no era una excepción. Siguió el periplo con un gran descubrimiento al llegar a la pequeña isla de Tahuata. Bajando por la costa noroeste se suceden varias playas de pequeño tamaño, aisladas y carentes de camino terrestre. La perla es la llamada playa de Hanamoenoa, una hermosa cinta de arena blanca dominada por una basta línea de cocoteros donde se destaca un fenómeno natural de cierta rareza. Una palmera con doble cabeza. Le llamó la atención y creyó ver un cierto símbolo de romanticismo, probablemente producto de la autosugestión, después de tantos encuentros bonitos y una naturaleza encantadora. Todo le fascina desde …que ha llegado a estas islas Marquesas. 

Marjo percibe su espíritu apaciguado y en armonía, se siente como en su casa. Sueña ahora con traer a Patrick aquí y explorar estas islas juntos, pasar un tiempo en su barco sin nada más que deleitarse y amarse. ¿La palmera no sería acaso el símbolo del barco común y sus dos individualidades?

Cuánto más entusiasta ella se siente, más distante se muestra Patrick. Ella empieza a sospechar que él tiene una relación paralela. Tiene todos los signos del hombre ocupado en dos relaciones. Una próxima y otra distante. Ya no le toda su atención, sino esporádicamente. Es evasivo en cuanto a planes futuros y posterga su regreso, tanto como olvida seguido las citas convenidas para comunicarse.

Lo que ignora Marjorie y él no se atreve a comentar, porque la vergüenza lo embarga, es que la sucesión familiar se está llevando a cabo con inconvenientes legales, sin llegar a acuerdos entre las partes. El resto de la familia no acepta el trato que él había cerrado con Marjorie. Quieren recuperar el barco y poder disfrutarlo en forma alternativa, tres meses al año cada uno. No aceptan darle todo el bien a Patrick, pese a que fuera él quien se ocupó de salvarlo. La codicia se apodera de todos los procesos de herencia cuando hay un bien que despierta la apetencia o el deseo de parte de los herederos. Si el barco estuviera en el mismo estado de ruina en el que él lo encontró nadie pondría obstáculos para darle la posesión a Patrick, pero ahora la situación es diferente y nadie conoce a Marjorie ni sus derechos.

No hay nada formal registrado entre Patrick y Marjorie, por lo que la familia ofrece reconocer el acuerdo del costo de la separación, proponiendo pagarle a Marjorie la suma del presupuesto. Patrick no se atreve a transmitirle esas novedades a Marjorie, ni por teléfono ni por mail, prefiere viajar para verla y comunicárselo personalmente.

Marjo deja el barco en las Marquesas, en Taiohae, en la isla de Nuku Hiva y toma un avión para ir a su encuentro. Ella lo recibe con ilusión y todo su amor acumulado, e intenta conquistarlo para conocer si él sería capaz de mudarse a la Polinesia con ella. No quiere recriminarle su distanciamiento, pero está convencida que la vida en la isla seria la única solución para preservar un futuro a su relación.

Van a pasar la semana a las islas de la Sociedad, Raiatea, Huahine y Bora Bora, pero él no sabe cómo abordar el asunto. Ella le cuenta de su periplo en las Marquesas, lo bien que se siente allí y que le gustaría explorar la idea de instalarse en forma permanente. En esa discusión Patrick le confiesa el propósito del viaje, que era para comunicarle que sus hermanos tenían la intención de comprar su parte y que tendría que entregar el barco en el mes de junio, a más tardar. Ella se siente engañada, está en una cólera profunda, no entiende cómo él pudo llegar a este punto sin haberle anticipado nada a ella. El dolor se propaga por su cuerpo, ese dolor que ya le es familiar. Se despiden de la peor manera, con total incomprensión. Al poco tiempo, Marjo recibe una carta certificada en el domicilio de su madre y en el de la sede del barco, en Raiatea. Si no entregan el barco como fue requerido, le ordenarán su requisición por vía judicial. Patrick le explica que ella podría perder todo, si al final tampoco le reconocieran su pacto.

No tienen mayor opción. Ella termina entregando el barco, recibiendo el dinero y yéndose a vivir a las Marquesas. No quiere saber más nada de Patrick.

Después de seis meses de insistir, Patrick le escribe diciéndole que está dispuesto a dejar los despachos parisinos e irse a vivir con ella. Marjo acepta recibirlo en Nuku Hiva, donde ella se siente bien, ha logrado recrear una cierta estabilidad, y tiene una cantidad de amigos. Él acepta venir hacia ella. Pasan cinco días en los que se reencuentran parcialmente, el barco siempre presente entre ellos, no pueden obviar su ausencia. Ése era el mayor nexo en la relación y ahora no está más. Ella duda que Patrick vaya finalmente a dejar todo por ella, él le promete que sí, que dentro de seis meses. Queda todavía por resolver si una vida en Papeete sería aceptable para ella, aunque él le promete toda la libertad y que podría pasar largas temporadas en sus preferidas islas Marquesas… incluso podrían volver a reencontrarse con el barco durante el período que le corresponde a él. Marjo le pide un tiempo para responderle, pese a que para sus adentros no está convencida de que eso pueda funcionar.

Patrick regresa a París. A la noche siguiente, Marjo va al snack du Petit Quai, un chiringuito en Taiohae, la isla de Nuku Hiva, allí donde llegan los pescadores y dejan sus dinghys los navegantes. Está comiendo con unos amigos, cuando escucha a un navegante, en la mesa de atrás, comentar que le encantó Tahuata y una playa en la que encontró una palmera con doble cabeza. Cuenta que al ver ese espécimen tan especial, sintió que se desprendía de él una gran historia de amor. Dice que la última vez que estuvo allí dejó una nota clavada en su tronco e imaginó que esa misiva pudiera ser encontrada por una mujer excepcional. Continúa explicando que en la siembra de “semillas del azar” – pequeños actos que realizamos para tentar a lo eventual, a lo plausible – damos una chance al azar. Una oportunidad como nos suele dar lo imperceptible, cuando nos salva de situaciones inextricables o en las que nos sentimos perdidos. En vez de una botella al mar, él dejó una canción para honrar al Amor por azar, a esos “amores que matan”. La llamó la canción de la Marquesa del Mar.

Marjo quisiera darse la vuelta para verlo, pero se encuentra como paralizada, prefiere seguir escuchando atentamente. El prosigue diciendo que la magia existe en el corazón de los niños y en el de los enamorados. Que solamente los que vivieron un gran amor pueden confiar y esperar volver a encontrar otro gran amor, el amor de su vida.

En la mesa de Marjo sacan un ukelele y una guitarra y empiezan a tocar y cantar. Finalmente, en un movimiento disimulado ella se da vuelta, pero en la mesa de atrás ya no queda nadie, se han ido todos, pero ella no se había percatado de ello.

Marjo había previsto salir al otro día con una amiga velerista a visitar las islas cercanas, Ua Huka, Ua Pou y ahora ella piensa en esa playa que tanto le había gustado también a ella, en Tahuata, la misma que el viajero había mencionado.

Le cuenta a su amiga lo que escuchó la noche anterior en el Snack y le propone pasar por Tahuata para ver si es cierto que el navegante ha dejado la canción colgada en el tronco de la palmera.

Tardaron diez días en llegar, visitando antes otros rincones encantadores en otras islas. Al penetrar en la bahía, Marjo siente que esa playa tiene algo fuerte, algo que ya sintió cada vez que la había visitado. Este paraje había estado ocupado por un personaje extraño que aparentemente se había marchado o quizás caído enfermo, ya nadie vivía allí. La orientación de la playa es excepcional y el lugar tiene una energía especial. La visitan seguido una manada de delfines, un par de manta rayas y de vez en cuando se ven rémoras y pequeñas crías de tiburones casi transparentes. La bahía está muy cerca de Vatihau, la aldea donde se proveen los servicios mínimos que recibe la pequeña isla. Tampoco está muy lejos de Hiva Oa, lo que la hace un lugar ideal entre relativamente aislado y suficientemente próximo para poder estar en contacto con todo lo necesario e indispensable.

Mientras se acercan con el dinghy a la arena, Marjo recuerda al monje venerable que le había aconsejado encontrar su lugar frente al mar. ¿Y si esta playa fuera ese, su lugar? Le faltan unos escasos metros para llegar adonde se encuentra erguida la palmera tan particular. Al acercarse siente un cosquilleo, y una sonrisa profunda, auténtica, se dibuja en su rostro al observar que en una ranura del tronco rectilíneo hay un papel insertado. Se lo apropia y se precipita a leerlo.

Tiene como título: Canción para la Marquesa del Mar, amada desconocida que el azar ha traído hasta aquí. Una canción de Joaquín Sabina…

“Yo no quiero un Amor civilizado, con recibos, ni escenas de sofá”

“Yo no quiero que viajes al pasado, que vuelvas del mercado con ganas de llorar”

“Yo no quiero vecinas con puchero”

“Yo no quiero sembrar ni compartir”

“Yo no quiero 14 de febrero, ni cumpleaños feliz”

“Yo no quiero cargar con tus maletas” 

“Yo no quiero que elijas mi champú”

“Yo no quiero mudarme a otro planeta, cortarme la coleta, brindar a tu Salud,”

“Yo no quiero domingos por la tarde” 

“Yo no quiero columpio en el jardín,”

“Lo que yo quiero, corazón cobarde, es que mueras por mi.”

“Y morirme contigo si te matas”

“Y matarme contigo si te mueres”

“Porque el Amor cuando no muere, mata”

“Porque Amores que matan, nunca mueren”

Marjorie se sentó en la playa y volvió a creer en el Amor, en el Mar y en que quizás éste fuera su lugar.

Gonzalo – marzo/abril 2021