Olas de Libertad #07 – EL MILAGRO DE LA VIDA

Océano Pacífico

“El verdadero milagro de la vida no es encontrarse con uno mismo, que después de todo no es más que una paradoja de quinta… Lo importante es encontrarse con alguien.

Esos efímeros puentes que, dentro de este mundo de islas, algunos suelen tender; efímeros porque duran muy poco y hechos, quizás de la misma materia de la que están hechos los sueños.”

“Sólo una vez, en la vida de un hombre, pasa un centímetro cúbico de suerte y sólo la pescará el que esté todo el tiempo atento.

Nos toca sólo un cachito de suerte en la vida y el peor de los pecados es dejarla pasar. Hay que estar atento a las señales, atento a las citas, que se cumplen, pero son muy pocas, atento a los sueños que se dan, pero son muy pocos…”

Algo así decía en una locución radial el locutor, escritor y comediante, Alejandro Dolina.

Hice recolección de unas cuantas frutas maduras, algo de tomates, casi silvestres, de aspecto descuidados, pero llenos de sabor, unos pepinos, alguna berenjena y logré rescatar algunas papas, que se escondían entre las matas. Seguramente ya habrían sido cosechadas y éstas que quedaban en el suelo eran de las que afloran posteriormente, como queriendo salir a la superficie.

Escogí un pequeño régimen de bananas, como se le dice al madejo entero de esa fruta, que se corta verde para que madure una vez arrancado.

Volví al Clinamen pensando en que la aún mínima posibilidad de encontrar a Xin Ping se habría definitivamente desvanecido. Ya no me quedaba otra alternativa y debía dirigirme a Nuku Hiva para inscribir mi ingreso en el Territorio de la Polinesia Francesa.

Con la angustia manifestada por la población local a flor de piel, si no lo hacía en breve, corría el riesgo de que me denunciaran y que se me complicara la estadía posterior.

Las condiciones de navegación no eran malas, tampoco muy favorables, pero sentía la felicidad profunda por la satisfacción íntima de haber concluido el cruce oceánico. Sólo pensar en la suerte que debía haber corrido Xin Ping, le ponía sombras grises al sentimiento de cierta plenitud.

Ochenta y cinco millas náuticas separan la isla de Tahuata de la isla mayor, llamada Nuku Hiva. Había calculado que, a una media de 6 nudos, tardaría unas 14 horas, por lo que salir demasiado temprano no era la mejor solución. Esa opción me significaba arribar con el sol ya puesto y bien entrada la noche. Preferí entonces esperar a la tarde, saliendo cerca de las 16 para, según aquellos cálculos, llegar al alba.

Aproveché el día para descansar profundamente, retomar fuerzas y hacer una última escapada a tierra y echar una mirada a la palmera. No se notaba ningún signo de que una visita hubiere regresado, la nota estaba aún en el tronco de la palmera, intacto.

Nadé un poco por la tarde y al regresar a cubierta, me pareció ver pasar un tiburón, de punta negra, no muy grande, pero el pensamiento siempre desvaría hacia lo que hubiera podido pasar si era otra clase de tiburón…

Secándome al sol me puse a meditar sobre la situación de los últimos días. El encuentro fortuito o imprevisto, con el tan especial joven amigo chino me había dejado pensando en esos puentes frágiles, tenues y efímeros de los que hablaba Dolina. La amistad, el amor, la vida misma muchas veces dependen de un instante, de un hilo más dispuesto a romperse, a tensarse y soltarse, que a consolidarse.

Cuán inconscientes sobre el sentido de la vida somos mientras estamos bien, en seguridad o simplemente distraídos. El llamado confort es de lo más atontador, mediocre y falto de interés. Solamente una pérdida de un ser querido, o un accidente aterrador, nos hace presente esa condición tan débil sobre la que se fundan la mayoría de los fracasos o desencantos.

¿No deberíamos proponernos de vivir una vida de excepción y que los momentos efímeros fueran los de reposo? ¿Que el confort no fuera la regla, de la que soñamos salirnos en breves momentos, sino la excepción, como el sosiego lo es para el guerrero?

La vida es inseguridad, incertidumbre, descubrimiento, exploración, búsqueda, novedades, sorpresas y oportunidades, peligros y alivios, reencuentros y desencuentros.

Somos todos islas que tememos al mar como una amenaza de desaparición. Preferimos la estabilidad de la roca que parecería que es inamovible y milenaria. El horizonte amplio nos da terror, porque nos obliga a soñar con la lejanía del infinito, el más allá de dónde sale y adónde se acuesta el sol. Los valles con sus paisajes reducidos y conocibles, controlables, permanentes, funcionan también como islas, encerrándonos. ¿para qué unos pobladores de un valle irían a visitar a los habitantes del valle vecino? Quedarse en casa, sentirse seguro, al abrigo de cualquier sorpresa o intemperie es el sueño de los sin esperanza, sin aliento, sin pulso vital.

Esos efímeros puentes de Dolina… me repetía. Lo excepcional dura poco y está hecho de la misma materia de los sueños, pensaba … asumiendo que acababa de cruzar el segundo océano, el magnífico Pacífico, que encierra aún hoy día tantos misterios. Fueron 3 semanas que pasaron tan rápido que recordarlas durante esta pausa en una playa paradisíaca ya me parecían haber sido soñadas.

¿El amigo Xin Ping, sería real o soñado? Sentía que de una manera u otra había nacido una amistad que se asemeja a un puente tendido desde esa situación improbable, inolvidable.

Seguramente se habrá salvado y un día me contactará, conseguirá dar conmigo y el reencuentro será tan maravilloso como la emoción de los alemanes orientales atravesando la Puerta de Brandenburgo en aquélla revuelta contra el Muro de Berlín.

Nuestra amistad se gestó en los días de liberación para el joven estudiante oriental, pero hoy ya me parecía que había sido una corta anécdota de dos vidas que se encuentran sin quererlo, sin la más mínima intención previa. Sin embargo, para Xin Ping, fue un puente hacia su salvación, aunque ahora quizá estuviera nuevamente frente a nuevos peligros

acechándolo. 

¿En qué momento empezó mi sueño de echarme al mar?

Muchas veces cuento el relato con el punto de partida en la lectura de la historia de Dove y su joven capitán Robert Lee Graham, que con 16 años se convirtió en el primer adolescente en dar la vuelta al mundo en un velerito de 24 pies, apenas 7 metros. Después de 6 años de travesía, logró completar la circunvalación regresando con una joven esposa y una niña.

Pero sentado sobre la cubierta, empujé mi reflexión un poco más allá de ese simple hecho anecdótico. La imagen de las horas de sábado por la tarde asomado al balcón de la casa familiar que daba sobre la avenida Libertador y disponía de una imponente vista al Río de la Plata se me antojó como la verdadera formadora de esos sueños de evasión, de partir lejos, muy lejos, hasta donde la suerte me llevara.

El gigante río color de león no era el mar, o en todo caso sería un Mar Dulce, como le había llamado el expedicionario Juan Díaz de Solís al descubrirlo en 1515. Para algunos, es un estuario, un golfo o mar marginal del océano Atlántico pero desprovisto de salinidad, ya que está formado por las desembocaduras de los ríos Paraná y Uruguay, ambos de grandes caudales.

En más de la mitad de su extensión, tiene muy poca profundidad. Sólo se lo puede navegar respetando los canales dragados artificialmente o cuidando de no embarrancarse en alguno de los bajos formados por la sedimentación del Delta del Paraná que sigue avanzando de entre 50 y 100 metros por año, a razón de 160 millones de toneladas anuales de arcillas, limos y arenas.

Mi imaginación infantil se dejaba llevar hacia horizontes lejanos cuando escuchaba la sirena de ingreso a dársena de uno de los cruceros de la línea “C”. El más frecuente que recalaba por estas latitudes era el Eugenio “C”.

La proximidad de nuestro domicilio al puerto ejercía también en el joven de entonces una fascinación por las historias de inmigrantes, marinos, aventureros y exploradores. En aquella época, en la vecina calle 25 de mayo y en la de la Reconquista, ambas paralelas al bulevar del Bajo, se encontraban los bares y tugurios para marineros. Al principio me intrigaban las luces rojas, señalando sórdidas entradas, así como la nutrida presencia de marineros, en su mayoría extranjeros. Hasta que un día, acompañando a mi padre hacia su oficina céntrica le pregunté por qué esos bares tan bien situados sólo abrían por la tarde y noche y si eran algo especial que reunían tantos marineros. Mi padre, un poco apretado en su explicación, me contó que eran lugares de esparcimiento de los pobres trabajadores de los barcos que venían de tan lejos extrañando a sus familias y sus hogares. Como trabajaban en sus embarcaciones durante el día, por la noche salían a divertirse.

La explicación sencilla no sé si me satisfizo para entender exactamente la naturaleza de esos lugares, pero cuando comenzaron las obras de mejoras de la ciudad de Buenos Aires que debía ser el centro del Mundial de Fútbol 1978, esos locales fueron desalojados por las autoridades municipales. Durante ese evento mundial, la dictadura militar apostaba todo su prestigio de imagen internacional e intentaba disimular la obra de sistemática represión que venía operando desde que el último gobierno peronista había decretado la aniquilación de los “enemigos de la patria”.

Para ese entonces ya siendo adolescente, había entendido el sentido de esos locales porque al ir caminando o en bicicleta a mi escuela secundaria, el Colegio Nacional de Buenos Aires, debía pasar cada mañana antes de las 7:30 por una de las dos calles que discurren entre la Plaza San Martín y la Plaza de Mayo. A esa temprana hora, más de una vez, me sucedía toparme con opulentas o vistosas mujeres a las que les divertía hacer señas y enviar piropos al niño bicicletero, todo vestido con estricto pantalón gris, camisa celeste y blazer azul. Como poder negar que las primeras erecciones hayan probablemente sido generadas por las suculentas Madames que de vez en cuando se me atravesaban para jugar con mi inocencia y sobre todo prisa por no llegar tarde a la estricta institución escolar.

Unos años después conocí al gran Corto Maltés y la cercanía de su autor Hugo Pratt con la Argentina, me identificó mucho más con la fantasía de sus relatos. Si Hugo Pratt tenía algo de argentino, ya que había vivido su juventud, de los 22 a los 35 años, el Corto, había estado en Buenos Aires buscando justamente una amiga polaca, Louise Brookszowyc, que había conocido en Venecia y suponía víctima de una red de prostitución ligada a las tabernas próximas al puerto. Eran esas calles de mi infancia por donde se desarrollaba la historia de Corto en Buenos Aires. El álbum llamado Tango… y todo a media luz es importante en la historia íntima del Corto porque es ahí dónde en un diálogo con su amiga Esmeralda, prostituta porteña, Corto reconoce por única vez haber estado enamorado. Ni ella ni los lectores sabremos cuándo ni de quién, porque Corto le responde a su amiga insistente que su nombre no le diría nada… Corto nos deja con la intriga sobre su pasado, aunque Pratt no oculta ese lado romántico en el marino solitario y da un paso más allá ocupándose de localizar a la hija de Louise y confiársela a Esmeralda mientras él se lanza a averiguar y ubicar al asesino de su amiga.

Si Corto Maltés tiene una gran influencia en mi navegación solitaria, algunos lo deducirán y quizá tengan algo de razón. Hay algo de la melancolía y de esa mirada lejana a través de los horizontes marinos, en los que me reconozco en pleno océano.

¿Estar todo el tiempo atento, al acecho de las oportunidades que se presentan fugazmente en la vida, lo recordaba de los dichos de Dolina o del personaje del Corto y sus aventuras?

Soñar con partir más lejos de lo que la vista al llano pudiera alcanzar lo empecé a realizar en mi primer viaje a esa Patagonia donde el personaje maltés se había encontrado con Sundance Kid. Estaba próximo a los 17 años, buscaba afirmar mis futuras decisiones y partir de la casa familiar para abrirme a la vida de adulto que me antojaba llena de inquietudes, de exploraciones y de una búsqueda permanente.

Hice ese viaje iniciático durante el verano de mi 17º cumpleaños, de mochilero y a dedo, por la ruta 3, la nacional troncal que desciende por la costa patagónica. Los camioneros me enseñaron a cebar y tomar mate, ya que para eso me hacían el favor de llevarme durante cientos y hasta miles de kilómetros. Cada encuentro era fugaz, en esos tiempos no había Facebook ni internet, las relaciones eran efímeras, pero de una riqueza e intensidad mucho más trascendental de las que uno tiene hoy en día con la mayoría de sus amigos de redes sociales.

En ese viaje leí la gran pequeña obra de Hermann Hesse, Siddharta, que me terminó de abrir hacia la búsqueda de un camino propio y de iluminar de alguna manera mi vida como la de un Camino, pero que como cantaba el Nano Serrat, para mí estaría relacionado con el mar: “Caminante no hay camino, sino estelas en la mar”.

Tomé conciencia de que un detalle cambia una historia, cambia una dirección y que la felicidad no es perseguir una posición conforme a sus méritos, ni el resultado de una vida ordenada, en la que al final todo debe salir “como es debido”.

Rememorando a Dolina, me pareció escuchar a Tito, un camionero que trabajaba para la empresa Transportes Richter de Trelew que con otras palabras más llanas me transmitió la misma idea enunciada por el cronista: “Nos toca sólo un cachito de suerte en la vida y el peor de los pecados es dejarla pasar.”

Tito probablemente me habría dicho: “Aprovechá, pibe que sos joven y que podés salir a descubrir el mundo, porque no es el mundo el que vendrá a descubrirte a vos. No dejes pasar el camión que se para a recogerte, aunque solamente te lleve 50 kilómetros, quizás sea en esa pequeña distancia en la que tu camino cambie más adelante. Disfrutá que vos podés soñar, hacé que tu vida merezca siempre los sueños que te da.”

****