CAPÍTULO #1
Realidad o Sueño –
Rangiroa, 31 de Julio 2023

La vi llegar en la oscuridad. Se acercó de forma sigilosa, suave, como con timidez. Parecía no conocer a nadie o no querer molestarnos.
Éramos un grupo de “latinos del mar”, como me gustaba autodenominarnos. Varios navegantes, otros Trota-Mundos que habían llegado a la Polinesia por distintos medios y motivaciones múltiples. De nacionalidades diversas, españoles, argentinos, colombianos, brasileños, chilenos e incluso una dominicana y un cubano. Estábamos reunidos alrededor de una fogata, una guitarra, un ukelele y una caja de percusión. Festejábamos un cumpleaños en la playita de Ta’ahiamanu, la hermosa cinta blanca coronada de cocoteros a la entrada de la Bahía de Opunohu. Un lugar preferido por casi todos nosotros. Un destino seguro para reencontrarse. Una bahía naturalmente acogedora, que conmueve por sus atardeceres y reserva amaneceres no menos optimistas. Es la puerta por excelencia de Moorea para los veleristas de la zona.
Se sentó con delicadeza, buscando un hueco que no incomodara a los que ya estábamos allí dispuestos en un círculo imperfecto.
Desde que sentí su presencia, lo que me impactó fue su elegancia. Se ubicó a media ronda de mí. Eso me permitía observarla con discreción, sin que ella sintiera mi mirada firme y el interés que había despertado en mí.
No había más luz que las estrellas, las diminutas brasas de algunos cigarrillos encendidos y el fuego central alimentado por cáscaras de cocos y hojas de palmera, que chisporroteaba de vez en cuando. En un instante la vi conversar animadamente con su vecina, sonreír francamente. Las chispas la rodearon como en un efecto mágico de iluminación. Fue un flash visual que penetró en mi espíritu. Me sonreí pensando en que había sido como un flechazo. Ni siquiera la había visto a buena luz y ya me había subyugado, como embrujado. El pícaro de Cupido, pensé.
No parecía conocer a nadie del grupo, pero la noté a gusto e integrada muy rápidamente, lo que denotaba su inteligencia emocional y buena capacidad para relacionarse. No sé de dónde será, me dije, pero seguro que no es francesa o europea. Es casi seguro latina, pero su tipo físico y su actitud me resultan no tan descifrable. Descartaba que fuera argentina o chilena. Me inclinaba por uruguaya, brasileña o venezolana. Su aire me gustó de golpe.
Marcelo, el chileno con el que había estado hablando momentos antes de su llegada, me tocó el brazo para pasarme un porro, pero yo lo tomé y sin dar pitada, lo pasé a la persona más cercana que ni me di cuenta quién era.
-Hey, compadre, ¿hoy no fumas o es que ya estás volado? – Me preguntó Marcelo, que intrigado miró en la dirección en que yo estaba enfocado.
-¿La conocés, Marce? – le pregunté.
-Ni idea, weón. Pero por lo que se ve, es ella la que te hace volar. Debe haber llegado hoy. Nunca la he visto por estos lados.
-¿Sabés si está en algún barco o en tierra? – Le insistí, ignorando lo que me acababa de responder.
-¡Que no, pó! Ya te dije que nunca la había visto antes. Una belleza así no te olvidas de haberla cruzado, aún de lejos.
Esa respuesta me trajo a la realidad y me di cuenta que el grupo cantaba una canción del flaco Spinetta. Después de concentrarme un rato en honrar el coro de unas cuantas canciones populares de nuestras fogatas juveniles, volví la mirada hacia mi intrigante objeto de embrujo.
Ella se estaba levantando y se mostraba en todo su esplendor. Sentí un escalofrío. Hacía años que no me sentía tan súbitamente atraído por todo lo que una persona puede emanar. No era ni flaca, ni alta, ni correspondía a cánones de belleza modelada, artificial o a un estándar. Pensé en la belleza de tipo helénico, que envuelve el Todo. Un cuerpo proporcionado y bien llevado, una cabeza bien erguida, sin vehemencia, pero como portando un carácter templado y firme. Y esa sonrisa medida, suave y tentadora. No develaba alegría, sino todo lo contrario, y sin embargo era generosa con su interlocutor, como brindando lo mejor de sí.
El cabello castaño, con ciertos claros, seguramente debidos al sol, lo llevaba medio largo, muy femenino, exactamente como me gusta para acompañar al rostro.
Marcelo también se dio cuenta que me encontraba obnubilado, admirándola como quién está frente a una aparición divina y me pegó un codazo. “¡Ánda, weón!” Me gritó en voz baja, pero con firmeza para animarme.
Me levanté como si fuera a servirme algo más de beber y me dirigí hacia donde estaba ella despidiéndose.
Se dio vuelta de repente y casi se chocó conmigo. No podría haber provocado mejor el encuentro fortuito.
-Hola, ¿todo bien? – Le pregunté, en un tono neutro.
-Sí, tudo bien ¿y vos? – Me respondió con un acento indiscutiblemente brasileño.
-Mejor. Mejor que hace un rato. Desde que llegaste… mejor…
Me sonrió con una amplitud y generosidad que me alentó a arrojarme…
-¿Ya te vas?
-Sí, estaba sólo dando una vuelta, y me llamó la atención vuestro grupo y escuchar que cantaban canciones en español. Debo regresar.
-¿Regresar adónde? ¿Estás en un barco?
-No – respondió dejando una breve pausa. – Ya no… acabo de desembarcar de uno, y esta noche estoy durmiendo en una cabaña, aquí cerca.
-¿Te puedo acompañar? Está muy oscuro. Me salió como sugerencia, en un tono algo protector.
-Está acá al lado, pero si gustas, por supuesto. – Me respondió ella con tanta amabilidad como gracia en su acento.
Nos presentamos con las típicas frases de rigor y empezamos a caminar despacio, ninguno de los dos tenía franca prisa.
Me contó que se llamaba Carlota y que no sólo era brasileña como yo pensaba, sino que también era porteña. Porteña de Porto Alegre.
Me encantó la coincidencia y me hizo acordar a un recuerdo juvenil que atesoro con mucho cariño. Una fugaz novia brasileña con la que cumplí mis 21 años, Isa, que también era de Porto Alegre. Pese a que nuestros caminos se separaron a los pocos días de conocernos, en el Cuzco, Perú, sin haber dejado crecer una relación, su recuerdo siempre quedó presente en mi alma. Fue una chispa de amor de esas que siempre nos permiten creer en que todo es posible y que la vida no es lineal. Que la vida se escribe en una hoja en blanco y todos somos escritores, pasivos o activos.
Años después, mi hijo mayor también tuvo una novia brasileña, que conoció mientras ambos estudiaban en Buenos Aires. También se llamaba Isabella. Lo primero que pensé al conocerla fue que se parecía algo a mi Isa y que me daba tanto gusto recordar a esta última. Cuando me la presentó, confirmé la principal característica que guardaba en mi memoria de aquél fugaz amorío juvenil. Que tenía una forma de ser e idiosincrasia muy amable y suave. Recordaba con mucho cariño su dulzura mezclada con firmeza y carácter sólido. Isa era una joven periodista que ya estaba haciendo carrera en O Globo.
Las semejanzas entre las tres imágenes de mujeres me dejaban la impresión de una familiaridad, que se convertía en certeza, en un espacio común, en una realidad conocida. Las coincidencias me convencían de que ese sentimiento de atracción espontánea era algo auténtico, como basado en algo ya vivido, el flechazo me aparecía como bien real.
Caminamos por el borde de la arena, chapuceando el agua y me contó que estaba algo triste de regresar a su casa con sueños frustrados, pero llena de experiencias de vida extraordinarias. La escuché, me dijo que había tomado una decisión muy difícil y complicada, pero que no tenía duda que abandonar este paraíso no era más que pasajero, que ya volvería, en mejores circunstancias.
Su expresión entre melancólica y segura de sí misma me terminó de fascinar. Me moría de ganas de pedirle que no se fuera tan pronto, que nos diera una oportunidad de conocernos. Sentía la adrenalina de una intensa atracción, como cuando uno está por arrojarse al vacío, una emoción tremenda e incomprensible. Estaba simplemente soñando un idilio utópico como tantos que este paraíso presenta a nuestra fantasía, a nuestra ilusión romántica. Tanta belleza nos conmueve hasta las tripas y a veces estamos dispuestos a creer en los milagros terrenales.
Llegamos a la puerta de la modesta cabaña donde había conseguido alojarse por esa noche, como refugio previo antes de partir hacia Papeete en ferry y a la madrugada siguiente tomar el vuelo de vuelta a la realidad de una vida conforme a lo “normal”, a lo que creía haber dejado atrás al embarcarse en ese sueño inconcluso. Sentí en ella una tristeza muy fresca, a la que no debía perturbar ni rozar, una melancolía íntima. Lo único que cabía era acompañar. Era natural que, la ilusión de un cambio tan grande de vida, después de haber disfrutado tanto las maravillas de la naturaleza y los incesantes descubrimientos y aventuras vividos, le produjera un fuerte desarraigo al decidir dejarlo todo para volver a lo que llamaríamos su normalidad. Era más profundo que una simple desilusión, pero no dudaba qué era lo mejor para ella en este momento.
Los minutos que había estado escuchando su historia reciente me parecieron horas de vida en el que compartimos penurias y vicisitudes como si ambos las hubiéramos atravesado. Tenía unas ganas terribles de arrancarla de esa mala experiencia y ansiaba convencerla de que las cosas podían darse de otra manera… pero no podía forzar un destino como un guión de cine.
Me extendió su mejilla para darme un beso y agradecerme que la hubiere acompañado. Toda la realidad de esa noche fulgurante se abatió como un mazazo, un desconsuelo.
La puerta se cerró detrás de ella y yo me quedé parado alucinando lo que había vivido, los instantes de intensidad que no tenían más asidero que un conjunto de sensaciones, de emociones, de un sentido de la utopía, de la vida como quimera.
No había nada de racional, ni mucho que razonar.
Había estado soñando despierto, mientras estaba en presencia de esta criatura que me había encandilado. Su luz natural y su energía sobrepasaban el aspecto físico, terrenal. Sentía haber pasado por una vivencia casi mística. Una experiencia incuestionable que nunca más podría darse ni repetirse. Me costaba describir el estado en que me encontraba.
Volví al fogón y me esperaba el amigo Marcelo, ansioso porque le contara qué había pasado. Ya imaginaba todas las preguntas que se le amontonaban: ¿le diste un beso? ¿qué hace? ¿dónde vive? ¿cómo se llama? ¿cómo llegó aquí? ¿hasta cuándo se queda? ¿la volverás a ver?
En cuanto llegué y empezó a asediarme le contesté: ¡No, Marce! Mañana te cuento, ahora dame una pitada de tu porro y dejame unos minutos hasta que me vaya pegando, que ahí, o te cuento todo de un saque o me quedo definitivamente callado, según cómo me pegue.
Como me imaginé (y por eso es que se lo pedí, para evitar de hablar), le di tres pitadas y me fui encerrando en una burbuja.
Se había ido la mitad de la gente y el fuego estaba en sus últimos ardores. La luna no estaba muy fuerte, era una medialuna velada por momentos por las nubes que pasaban cubriéndola seguido.
La boca se me empezó a poner reseca y pastosa, sin embargo, no tenía ganas de tomar más alcohol. En realidad, sólo deseaba volver a mi barco y acostarme en la hamaca a apreciar ese momento de sueño realidad, con algo de volado gracias a la hierba.
Saludé a todos y me fui, escuchando el grito de Marcelo que me decía, “Mañana me cuentas, ¡weón! ¡¡No te me vas a escapar!!”
Di varios pasos en dirección a la playa y no encontré el dinghy donde creía haberlo dejado. Es que mi mente estaba en otra parte, y tuve que levantar la vista barriendo la orilla para descubrir y recordar que lo había dejado enfrente de las duchas.
Subí, me alejé lo suficiente para bajar el motor al agua y pensé: “más te vale que arranques pronto, sólo quiero llegar a la hamaca, no tengo tiempo para motores, ni para remar ni para ninguna historia de dinghys”. El compañero no falló y tan rápido como pude lo aceleré y en pocos instantes estaba amarrándolo y arrojándome sobre mi deseada hamaca.
Lo primero a lo que me llevó mi mente fue a buscar la Cruz del Sur, la constelación del hemisferio sur, que siempre me guio desde chico.
Recordé los cielos estrellados del Camino del Inca, yendo a Machu Picchu. Por asociación, obviamente me transporté al Cuzco, al aniversario de mis 21 años y de mi novia brasilera, pasajera fugaz de mi vida, pero que me había dejado tan hermosa y durable huella.
Sin embargo, no era la cara de la joven Isa la que se aparecía delante de mí en este instante. Primero la sentí acostada al lado mío y me extrañó que estuviera desabrigada. Aunque estábamos en verano, en los Andes a la noche igual refresca mucho. Había algo disonante.
Se la veía hermosa, con un top blanco que le ceñía sus hermosos pechos. En la cintura tenía como un pareo turquesa, muy fino y transparente, no estaba vestida para la montaña. Parecía estar recostada en una playa, no en la fría cordillera.
Se paró de repente y con una gran sonrisa, que dejaba ver sus hermosos dientes blancos, me extendió la mano y me preguntó si quería ir al agua.
No era la joven Isa, no estábamos en Cuzco y no era ningún recuerdo de la juventud. La que estaba delante de mí, invitándome, majestuosa y con una apariencia de Sirena de película, era Carlota. Estábamos en Moorea y parecíamos conocernos profundamente.
No podía creer lo que estaba viendo y estaba totalmente confundido, batallando entre regresar a sentirme en la hamaca, solo y volado, o disfrutar de este sueño medio ilusión medio salido de una cierta realidad. En esta proyección totalmente libre y fantasiosa, Carlota estaba bien presente, hermosa y única, delante de mí.
Me sentí un hombre afortunado por haberla conocido y que me ofreciera este momento de felicidad, aunque fuera efímero y en soledad. Deberíamos agradecer más a quiénes nos permiten soñar cosas agradables en la vida. Parece como si sólo se debiera agradecer por algo real y concreto, por hechos, gestos, cosas objetivas. Sin embargo, soñar es parte de nuestra realidad y se puede sentir felicidad al soñar, así como al despertar sentirse feliz por lo que uno ha soñado.
Entonces empecé a recordar y tararear la canción de Pau Donés, de Jarabe de Palo, llamada Realidad o Sueño. ¡Cuánto la escuchaba y cantaba cuando recién empezaba a navegar con el pequeño Papageno, mi primer velero mediterráneo! ¡Cuánto me acompañó y animó en esos momentos en que hacía realidad este sueño de aprender a navegar en los mares del mundo! Esta canción y la cálida voz de Pau me insuflaron siempre la confianza de creer en la posibilidad de hacer realidad esos sueños, porque soñarlos era parte de mi realidad y sólo faltaban las acciones para concretarlos fuera de lo utópico u onírico.
La noche estaba sumamente agradable y viendo el cielo estrellado con la Cruz como guía me dormí cantando ¿son los sueños realidad o sueño?
Deja que te hable de mis sueños
Que tras el tiempo se escondieron
Pero que contigo han vuelto
Deja que te hable de mis sueños
Que con el tiempo se perdieron
Confundidos en el silencio
Sueño con los ojos abiertos
Puede que pienses que estoy loco
Porque me creo lo que sueño
Y si tú quieres te los cuento
Los escribí en un libro abierto
En el lenguaje de los sueños
¿Qué hay de malo en perseguir los sueños?
¿Qué hay de malo en soñar despierto?
Sueño en color, sueño en verso
En historias con argumento
En canciones que al fin resuelvo
Flotan guitarras en el cielo
Veo montañas en el techo
Para los sueños no hay secretos
Creo en los sueños infinitos
Aquellos que tienen los niños
Que se acarician con los dedos
Creo en los sueños verdaderos
Que corren sin rumbo ni dueño
Y a los que nadie puso un precio
¿Son los sueños realidad o sueños?
¿Es la realidad verdad o un sueño?
¿Realidad o sueño?
¿Qué hay de malo en perseguir los sueños?
¿Qué hay de malo en soñar despierto?
…
Letra de Pau Donés, 1998
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