Sueño, Luego Existo #2 EL CAMINO SOÑADO

La Ciudadela de Machu Picchu

Me desperté temprano y de muy buen humor. Amanecía y el sol se colaba entre las copas de los cocoteros. Elegí un mango y dos pequeños maracuyás maduros y una pequeña papaya que estaba a punto de pasarse. No podía imaginarme un desayuno mejor, exquisitos frutos maduros y no muy caros.

Salí a la cubierta del barco y mientras me preparaba para disfrutar del manjar, el sol iba calentando progresivamente… empezaba a recordar el sueño de la noche anterior con la mayor alegría. Salía del sueño vespertino hacia la realidad diurna y los comparaba con una sonrisa benévola.

En lugar de aparecérseme la imagen de la sirena con la que me había quedado dormido la noche anterior, me encontré recordando otra noche, la de mi vigésimo primer cumpleaños en el Cusco, riendo a carcajadas con Isa, una amiga suya, Francisca y mi compañero de viaje, el Negro José, de La Serena, Chile. Nos conocimos los cuatro esperando a subir al tren que iba de Puno, en la orilla del Lago Titicaca, hasta Cusco, la Ciudad Imperial, el Ombligo del Mundo, la capital inca.

Isa era menuda, de pelo castaño oscuro, pero piel clara y una sonrisa amplia, transparente, que transmitía felicidad y buen carácter. Como sucede con los niños, en quiénes la sonrisa devuelve una sonrisa por mimetismo, apenas la vi, le regalé mi mejor sonrisa. Fue tan evidente que incluso vi a Francisca golpearle el codo a su amiga como preguntándole “¿te diste cuenta?”

Por supuesto que nos habíamos mutuamente dado cuenta y no sólo había sido un acto reflejo. Habíamos conectado a primera vista. El Negro, que también percibió la escena y era muy rápido para los lances, se adelantó y le preguntó a la amiga si sabían si los asientos eran numerados o si cada uno se sentaba en el vagón y asiento que le venía bien. Fue tan evidente, pero a la vez simpático, que Francisca le respondió que eran asientos libres y que si nosotros nos queríamos sentar junto a ellas, le parecía bien, a condición de que ellas eligieran dónde. José me miró y encogió sus hombros como buscando mi asentimiento y unas felicitaciones cómplices por el fácil logro.

Las dos amigas se sentaron en las ventanillas dejándonos la posibilidad de sentarnos cada uno al lado de ellas. José me dejó elegir y me senté obviamente al lado de Isa. Nos presentamos.

-Yo soy Francisca

-Yo soy María Isabella, pero me llaman Isa. Como mi amiga, soy brasileña, pero del sur, de Porto Alegre, gaúcha.

– ¿Si sos de Porto Alegre te llaman porteña entonces? – le pregunté.

-Claro – me respondió, dándome pie para mostrarle la coincidencia conmigo, porteño de Buenos Aires y gaucho, como todo argentino. Nos reímos todos.

El tren se puso en marcha pocos minutos después de que subimos. Isa me contó, en diálogo más personal, que se dedicaba al periodismo. Me mostré muy interesado en conocer más sobre sus estudios y me sorprendió contándome que ya se había recibido, por lo que deduje que era algo mayor que yo, que recién había terminado el segundo año de universidad. Yo también había pensado en estudiar periodismo, pero finalmente me había decidido por estudiar filosofía. Sin embargo, le acoté que en el viaje que emprendía me había propuesto escribir crónicas de tipo políticas sobre la realidad convulsa de ese momento en Latinoamérica. Ante mi insistencia, me precisó que no se dedicaba mucho a escribir sino más bien a la presentación y animación de entrevistas o debates. Trabajaba en O Globo, la cadena líder de la televisión brasileña. Justamente ese viaje lo hacían para festejar que la habían promocionado y a partir de marzo trabajaría en la central de San Pablo. Iba a ser una de las presentadoras de los informativos del mediodía.

En realidad, por su aspecto menudo aparentaba ser más joven de lo que realmente era y al hablar se notaba la diferencia por su madurez. Tenía 28 años y era un paso importantísimo para su carrera que la hubieran descubierto tan temprano.

El viaje en tren duró casi 12 horas y a mí se me pasó tan rápido, por lo entretenido, que cuando llegamos, podría decir que me decepcioné. Hubiera seguido viajando varias horas más al lado de la sorprendente Isa.

Las dos amigas tenían una habitación reservada en una pensión pequeña a unas cuadras de la plaza principal, la impresionante Plaza de Armas. El Negro y yo no teníamos más que la dirección de un hotel que nos habían recomendado, que creíamos que era también vecino de la plaza. Se llamaba Casa Suecia y más que hotel era un albergue juvenil, lo que ahora llaman hostel. Tenía habitaciones para mochileros, con camas superpuestas, baño compartido y no tomaban reservas. Era lo más adecuado para un presupuesto que debía estirarse todo un año.

En la minúscula oficina de información de la terminal de trenes nos dieron un mapa de la ciudad de Cusco y ahí pudimos comprobar que los alojamientos estaban bastante cercanos, así que naturalmente seguimos el camino juntos sin plantearnos nada diferente, sin intención de separarnos.

Casa Suecia quedaba antes del hotel de las dos amigas. Cuando llegamos a la puerta les pedimos que nos esperaran a que preguntáramos si había lugar para nosotros por si tuviéramos que cambiar de planes. En esa época sin teléfonos móviles, separarse y no volver a verse era mucho más fácil que encontrarse nuevamente. Por la aceptación de las chicas, corroboramos que les habíamos atraído o simpatizado, al menos. Febrero es temporada baja para el turismo de esta zona, así que el hostel no estaba completo. Nos dieron alojamiento y quedamos en encontrarnos con las chicas en la plaza para cenar algo después de que ellas se hubieren instalado.

Cuando nos quedamos solos, ya ubicados en la habitación compartida con otros 2 mochileros, lo primero que me dijo el Negro José fue que le debía un agradecimiento porque a él no le gustaba Francisca, pero que si a mí me gustaba mucho su amiga, me bancaría, me haría el aguante.

Nos encontramos con ellas media hora después, como habíamos previsto. Nosotros ya habíamos ubicado un lindísimo lugar con comida tradicional y un balcón sobre la plaza. En febrero, todos los lugares públicos estaban muy animados con gente por los festejos de carnaval.

La cena fue tanto o más entretenida que el viaje en tren. Francisca no era tan linda como Isa, pero igual de simpática y agradable. José no estaba aburrido ni se sentía muy obligado. Los cuatro la pasamos igualmente bien.

Después de la cena dimos una vuelta caminando a pasos perdidos por el centro histórico hasta que el cansancio del largo viaje se hizo sentir. Ya no dábamos más de fatiga, pero por lo menos a mí, solo me interesaba pasar cada minuto con la increíble Isabella.

José y Francisca se adelantaron unos 20 metros dejándonos más espacio para posibilitar mayor cercanía. Con tacto, pero sin miedo, tomé suavemente la mano de Isa y ella me devolvió el gesto con la misma sonrisa de cuando nos vimos en el andén de Puno.

Mis ojos empezaban a picarme de agotamiento, sin embargo, mis oídos estaban dispuestos a escuchar el acento tan suave y lleno de ternura con el que se expresaba en un casi perfecto español. Hubiera querido detener el paso de la noche hasta que llegara el inevitable momento de soltar esa mano.

Acompañamos a las chicas hasta su hotel y como iba a ser evidente que nos encontraríamos los 4 en la puerta, durante los últimos 100 metros, mi mente no dejaba de dar vueltas sobre la idea de cuándo y cómo darle un beso. A 50 metros antes de llegar, cuando era inminente que los 2 amigos adelantados ya estarían frente a la puerta y se voltearían a mirarnos, sentí una presión en mi mano, casi imperceptible pero verdadera, existente, indicadora del deseo mutuo. No era una simple ilusión mía, ella me estaba enviando una señal, quizá inconsciente, pero yo no podía no escucharla. A veces el tacto grita más que unas palabras que no logran salir de la boca. Nos paramos, nos dimos vuelta uno hacia el otro, nos miramos unos instantes muy breves y nos besamos con toda naturalidad y pasión.

La abracé con fuerza y emoción. ¡Qué día largo y excepcional había sido este 5 de febrero!

Alcanzamos a los 2 compinches que nos esperaban con unas sonrisas casi sarcásticas, pero sobre todo solidarias y compañeras. Ambos se habían dado cuenta desde el primer momento, que el encuentro había sido sobre todo el de la conexión instantánea entre Isa y yo y ellos nos acompañaron hasta concretarla.

Pasé una noche literalmente de ensueño. Estaba sumamente cansado y sin embargo no podía dormirme. Daba vueltas y vueltas en la cama y sólo podía pensar en todo lo que había sucedido en este día tan largo. Habíamos salido a las 6 de la mañana del alojamiento en Puno, media hora después estábamos subiendo a un tren, al final de la tarde llegábamos al mítico Cusco y una velada encantadora cerraba la noche. “¡Este día lo he de recordar siempre!” pensé. Partí de Buenos Aires solo, conocí al Negro en Sucre y empezamos a viajar juntos. ¡Hoy tenía la sensación, por no decir convicción, que ya no seguiríamos dos sino cuatro!

Finalmente me dormí, con una sonrisa que me debe haber durado toda la noche porque cuando José me despertó lo primero que me dijo fue « ¡Despierta, weón! Que si quieres volver a ver a la Dulcinea de tu sonrisa, tenemos que apurarnos a desayunar. ¡Los Incas nos esperan! »

Obviamente me levanté raudamente y después de una refrescada rápida, por la poca agua que salía de la ducha y su temperatura poco amigable, lo encontré al compañero ya listo e impecable, en la cafetería, untando su palta en un pedazo de pan casero.

José y yo nos entendimos desde el primer instante. Ingeniero, de una buena familia de La Serena, diplomado el año anterior de la Universidad de Stanford, adonde se dirigía para la entrega de diplomas en mayo próximo. Estaba haciendo su viaje de graduado antes de meterse a lleno en búsqueda de una carrera profesional. Era claro en su pensamiento, franco y honesto para expresarse y muy fácil para entenderse como compañero de viaje. Debatíamos un par de minutos sobre los planes de cada uno, si podíamos compatibilizar, arrancábamos juntos al instante y si no, nos dábamos la hora y el lugar de reencuentro y cada uno hacía lo suyo. No había intenciones de influir o convencer al otro sobre qué actividades eran mejores que otras. Respetábamos el centro de interés de cada uno y el estado de ánimo del compañero. Independientemente de que hubiéremos pasado el día juntos o no, las cenas eran momentos de risas a carcajadas, de contarnos anécdotas de todo tipo y de exageraciones graciosas, pero nunca agrandándose o siendo pretensiosos.

Fue como si nos hubiéramos medido muy bien desde el principio y no teníamos necesidad de jugar o simular ser otro distinto. Al cabo de 15 días viajando juntos, parecíamos amigos de toda la vida.

Desayunamos rápidamente, no tenía tanto hambre como ganas de reencontrarme con la bella Isa. Habíamos quedado en vernos a las 8 de la mañana en la puerta de la oficina de turismo donde averiguaríamos las opciones para realizar el Camino del Inca y en función de ello, armar el resto del programa.

Cuando José y yo llegamos, las chicas ya estaban esperando. Nos saludamos e Isa intentó excusarse de haber llegado antes pero trabajando en la tele se había acostumbrado a estar siempre unos minutos antes de lo establecido. Le respondí que eso era normal, que no había nada que disculpar, mientras no se convirtiera en una manía… todos reímos con ganas, pero sobre todo mi amigo y yo, porque ambos éramos bastante impuntuales.

Era temprano y había aún poca gente. Nos atendió una joven muy eficiente que trabajaba por la mañana en ese empleo y por la tarde cursaba estudios de turismo en la Universidad de Cusco. Tendría nuestra misma edad y por eso fue súper simpática y eficiente en sus respuestas y sugerencias. De entrada entendió como se presentaba la situación. En realidad no éramos un grupo consolidado de 4 queriendo hacer lo mismo en los mismos tiempos ni por idénticos motivos. Fue paciente con nuestras preguntas, pequeñas discusiones e intercambios entre nosotros y más repreguntas, muchas de las cuales volvían a alguna ya planteada anteriormente. La felicitamos y le auguramos una buena carrera entendiendo y guiando a los afortunados turistas que visitarían Cusco con ella.

Salimos con un par de mapas, algún folleto útil y bastantes anotaciones de horarios y precios. Nos propusimos sentarnos a comentar toda esa información en el mismo lugar en que habíamos cenado la noche anterior, que a esa hora servía café y desayunos.

Rápidamente llegamos a la conclusión de que los 4 teníamos situaciones muy distintas de viaje. Isa, que tenía ya un trabajo bastante bien remunerado no corría con restricciones, lo que le interesaba era poder aprovechar lo mejor posible los 10 días que tenía previsto quedarse en la región andina. José estaba haciendo un viaje procurando no malgastar sus ahorros, pero contaba con la seguridad de que rápidamente encontraría un trabajo bien remunerado, así que no necesitaba privarse  tampoco. Francisca dijo que ella como estudiante tenía que priorizar sus gastos y había cosas que no se podía permitir. Yo contaba con exactamente 882 dólares ahorrados y tenía que hacerlos durar un año o hasta llegar a California donde calculaba que podría trabajar y empezar a ahorrar nuevamente para seguir mi viaje que no tenía una duración prevista. Dicho de otro modo, estaba en plan economía y con restricciones al máximo.

La primera decisión que no fue difícil de tomar fue respecto al Camino del Inca. Las chicas tenían menos tiempo disponible que nosotros para hacer el camino largo (que normalmente está programado en 4 días), así que comenzarían a mitad del recorrido, mientras que nosotros haríamos la versión que comienza en la parada del km 82, en el paraje Piskakucho.

En aquélla época el ingreso al Camino era gratuito y libre. Habían pocos servicios de trenes, uno por la mañana temprano, para los turistas y otro por la tarde que era justamente el que nosotros queríamos tomar, el destinado a la población local. Se trataba de un tren muy pintoresco por lo sencillo, austero y porque cabían más animales vivos como gallinas, ovejas y cabras, acompañando a sus dueños, que gente ocupando debidamente sus asientos.

Con el Negro decidimos tomar el tren del martes al mediodía que nos depositaría en la parada del km 82 a las 2 de la tarde. Tendríamos 3 horas de buena luz para hacer el recorrido estimado de 6 horas hasta el primer campamento. Las chicas tomarían la opción del camino corto que duraba 2 días, partiendo el miércoles por la mañana y llegando el jueves a la tarde al sitio de Machu Picchu. Dormirían en Aguas Calientes y nos encontraríamos el viernes en las ruinas, para luego regresar juntos, pero no por tren sino por la carretera, visitando el Valle Sagrado.

Nos quedamos 2 horas hablando, disfrutando de estar ahí. Yo miraba a Isa y pensaba que era una etapa del viaje soñada. Me causaba una gran emoción estar al fin en el Cusco, el Ombligo del Mundo, el centro del Tawantinsuyo, el Imperio Inca. Había planeado cumplir mis 21 años en ese preciso lugar. Lo que no había imaginado, y ahora crecía, era esa combinación de emociones de concretar un sueño y sentir la ilusión de quién estaba empezando a enamorarse.

Aprovechamos el resto de la mañana visitando el museo de Arte Precolombino, la Catedral, el muro con la Piedra de los 12 ángulos. No era todavía el mediodía pero estábamos tan cansados y hambrientos que decidimos pasar por el Mercado Central para buscarnos algún puesto de comida típica. La cocinaban delante de los clientes que la degustaban en bancos y mesas rudimentarias hechas con tablones. Era, sin duda el mejor lugar para comer tamales, choclo con queso y tomar chicha, la cerveza de los incas.

Era obvio que estábamos disfrutando de aquello a lo que todos habíamos venido, conocer y visitar el extraordinario sitio de esa ciudad llena de maravillas e historias. Sin embargo, Isa y yo sentíamos el deseo de apartarnos un poco de los dos buenos amigos que seguían entusiastas a nuestro lado en todo momento.

Antes de que anocheciera Isa acusó tener dolor en un tobillo y propuso que ella regresaría al hotel y nos volveríamos a ver para cenar. Me ofrecí acompañarla (como era evidente), al mismo tiempo que le indicaba a José que fuera a dar una vuelta por las colinas con Francisca. La mirada cómplice del Negro no fue más que confirmación, pero tuvo que tomar el brazo de la otra amiga para que cayera en la cuenta de que queríamos estar solos.

Al llegar a la esquina, Isa y yo nos dimos vuelta al mismo tiempo para asegurarnos que los otros dos se habían ido en la dirección opuesta, y  nos empezamos a reír de buena gana. La tomé de ambas mejillas suavemente y traje sus finos labios hacia los míos que estaban deseosos de este desenlace desde hacía tantas horas.

Caminamos un poco más rápido y no le noté ninguna molestia por lo que le pregunté si de verdad le dolía el tobillo y estallamos en una nueva carcajada. Los últimos 50 metros antes de llegar a la pensión los terminamos corriendo y sentimos el efecto del altitud. Llegamos agitados a la pensión y aprovechamos que no había nadie en la recepción para pasar sigilosamente hacia el pasillo que llevaba a su habitación.

Estábamos agitados por la altura y por la corrida pero nos sirvió de excusa para acercarnos lentamente, con suavidad nos tomamos el tiempo para descubrirnos.

Recorrí con la punta de los dedos, sin prisas, su delicada piel, sus hermosas formas menudas y bien proporcionadas. Nuestros labios se encontraban como si nunca hubieran besado otros labios, era reconocerse con la naturalidad con que el deseo se encuentra con el placer. Pero todo gesto, cada roce, el más mínimo aliento estaba lleno de una emoción que sobrepasaba el encuentro puramente físico.

Un día antes estaba cada uno por su cuenta en el Carnaval de Puno sin habernos cruzado entre la multitud. Esa tarde, entrelazados y amantes, todo aquello que habíamos venido a buscar se hallaba desvirtuado, o quizá valga decir sobrepasado, por un encuentro imprevisto que ninguno de los dos quería aún pensar adónde nos llevaría.

Sólo quedaba disfrutar de lo que nos había llegado sin buscar y conforme los días avanzaran veríamos como se desarrollaban las circunstancias, sin forzar ni pensar nada por anticipación. Teníamos 10 días delante nuestro para aprovecharlos de una forma impensada.

Ya era tarde cuando salimos de la habitación, nos miramos con el interrogante de dónde hallaríamos a nuestros amigos.

Convenimos que si el único lugar que conocíamos los 4 era el café del primer piso sobre la Plaza de Armas, seguramente Francisca y José debían estar esperándonos ahí.

No nos falló la intuición ni el razonamiento puro. Cuando los encontramos ya se habían comido 2 empanadas y tomado dos cervezas cada uno, pero no nos reprocharon nada al vernos llegar con los brazos entrelazados y grandes sonrisas que no podían ocultar nada de nuestra felicidad.

Al día siguiente los cuatro recorrimos el Casco Histórico, sus monumentos y rincones e incluso las inmediaciones, subiendo hasta el templo de Sacsayhuamán donde pudimos alquilar unos caballos antes de que se nos acabara la tarde. Le preguntamos al aldeano si podíamos tomarlos hasta que cayera el sol para aprovechar el atardecer y asintió con la gentileza tan típica de la gente del lugar, siempre servicial y bien dispuesta.

El paseo a caballo fue extraordinario. Desde lo alto de la ciudad, no hay manera de perderse, siempre que uno baje por una senda, tiene la ciudad a sus pies. Mientras uno no se adentre demasiado, no hay manera de perderse y no saber volver. Es como cuando uno está cerca del mar y ubica dónde está el sol o la luna. No se necesita más para conservar una buena orientación.

A medida que iba bajando el sol, los colores del cielo se iban tiñendo, primero muy tímidamente, después con los reflejos en los tejados los brillos alternaban con los colores pastel del paisaje. También iba refrescando muy rápidamente y en determinado momento, encontramos un prado ideal para desensillar y sentarnos en unas piedras a ver el ocaso majestuoso sobre el Cusco.

Sentí que Isa tenía temblores de escalofrío y le pasé mi poncho potosino que aún conservo. Para mí, su cuerpo próximo al mío era suficiente calor. Me invadía una mezcla de excitacióny plenitud, esa sensación de cuando uno está enamorado, que pareciera que en cualquier circunstancia, nada pudiera faltar.

En cuanto le pasé el brazo por su hombro, acomodó su cabeza en el mío y nos quedamos así sentados durante al menos media hora sin pronunciar ni una palabra, sintiendo, disfrutando, gozando ese instante como suspendidos. Nuestros amigos se alejaron un poquito para dejarnos el espacio propicio y no interferir con nuestra calma y silencio. No podíamos tener mejores cómplices para este momento especial. Los colores en el horizonte se tornaban rosa, el sol desaparecía y el frío se hacía más agudo. Los escuchamos cuchichear a unos 20 metros de distancia. Los caballos estaban pastando a su lado y en cuanto José me vio darme vuelta, se puso de pie y con su vozarrón de tenor dijo “bueno, mis amores, vámonos para la taberna que unas cervezas o vinitos nos esperan.”

Desde el rancho donde devolvimos los caballos nos indicaron una senda segura para bajar hasta la Plaza de Armas sin perdernos. No debíamos tardarnos mucho puesto que aunque el Perú ya estaba nuevamente en democracia, toda la zona andina estaba asolada por el enfrentamiento del ejército y el Sendero Luminoso, grupo de lucha armada que tenía su centro en la región de Ayacucho, pero era perseguido en toda la Sierra. Los militares, después de la lucha guevarista en la sierra boliviana, desconfiaban que los jóvenes turistas pudieran ser guerrilleros disfrazados. Era mejor no demorarnos en regresar al centro.

No tardamos más de 45 minutos en regresar al Centro. Elegimos cambiar de restaurante por uno pequeñito adonde nos atrajo una chica vestida con su atuendo típico lleno de colores, su tez lustrosa y una sonrisa tan grande que mostraba sus generosos dientes blancos.

Nos hicieron probar el Cuy y una sopa de la que no recuerdo su nombre, pero era como un puchero o cocido. Estaba todo sabrosísimo pero nos reímos pensando en que mejor no preguntar lo que lo hacía tan rico. Seguramente el frío andino, el día tan ajetreado y la felicidad que nos embargaba hacía de cualquier cosa lo mejor que podía presentársenos sin necesidad de entrar en detalles.

Al otro día nos separábamos para realizar el Camino del Inca. Esa noche realizamos toda una operación comando para poder entrar sigilosamente en la pensión de las chicas sin que me advirtieran. Sabíamos que a medianoche cerraban el portal con llave y que volvían a abrirlo a las 5 de la mañana. Creíamos, por los hábitos locales, que la dueña estaría con su familia desde las 10 y media y no saldría hasta apagar las luces y poner la llave a la puerta exterior.

Cuando nos encontramos con el Negro en el albergue para desayunar, lo primero que me dijo es que había hecho reservas para tener suficiente energía para el camino que nos esperaba. No le entendí inmediatamente a qué se refería, pero como era buen ingeniero, confiaba que estaría hablando de comida, bebida y todo lo necesario y recomendable. Yo tenía una carpa, un hornillo tipo camping a gas, una cacerolita y una cantimplora. No nos haría falta nada más. Esa mañana en el mercado central yo me había comprado las típicas sandalias de los campesinos, fabricadas con caucho de neumático, pero conservando el tipo de calzado que los pobladores usaban en tiempos de los incas, como se veía en las imágenes antiguas. José se rió mucho con mi “inversión” y me desafió a que hiciera el Camino del Inca con las sandalias. Si las soportaba todo el trayecto, él pagaría el gasto de la pensión. Obviamente, ante tal desafío e imbuído de coraje y de la fuerza del enamorado, acepté con ganas. Las sufriría a 4.200 metros, atravezando un trayecto con piedras y hielo, pero la ilusión de estar haciéndolo en las condiciones de los incas de antaño me permitía aguantar la dificultad. Al fin y al cabo no cargaría con los pesados zapatos de marcha.

En el tren local que nos llevaba hasta la parada del kilómetro 82, los pasajeros nos identificaban como extranjeros, pero al observar mis chancletas típicas de caucho y el poncho colorido, nos sonreían y saludaban muy amablemente. Nos hicieron un lugarcito para sentarnos, apretados entre niños, una cabra y una buena cantidad de bolsones atados que acostumbran llevar en la espalda.

No pudimos observar el recorrido como sí es posible en el tren panorámico destinado a los turistas extranjeros, pero el compartir ese momento previo a la larga caminata, con los verdaderos descendientes de los incas o del pueblo bajo su dominación, nos compensaba con creces. Nos iba poniendo en ambiente.

El apeadero no era más que eso, un minúsculo terraplén en dónde el corto tren se detuvo. Tardamos en reconocer que debíamos bajar y nos hicimos paso por entre los ocupantes del vagón. En cuanto pusimos las mochilas en el suelo y nos dimos vuelta, la locomotora retomó su andar. Una cantidad de manos salieron por las ventanillas y se escucharon algunos gritos agudos de los niños que decían adiós.

Éramos los únicos mochileros que habían bajado del tren y estábamos dispuestos a encarar la tarea tal chasquis imperiales. Nos palmeamos los hombros, ajustamos los bultos en las espaldas y no perdimos más tiempo para encarar la senda. En el inicio del llamado Inca Trail estaba el plano detallado de los puntos en los que estaba autorizado hacer campamento y las horas previsibles de caminata entre un punto y otro. Hasta el primer alto permitido indacaban 6 horas, pero según nuestros cálculos, sólo nos quedaban 3-4 horas de luz. José me miró firme, sacó su pipa y me dijo, “Compañero, vamos a hacerlo en 3-4 horas, tenemos que llegar con la última luz del día. Los chasquis no descansaban en el camino.”

Empezamos a subir de inmediato y en el primer descanso José me sorprendió con una parada. Sacó la bolsita con hojas de coca, eso yo también lo había previsto, y no era mala idea comenzar a masticarla en forma preventiva para la subida. Después encendió su pipa. Le comenté que no era buen momento ni buen hábito el de pararse a fumar al primer descanso, que nos quedaba un buen trayecto con el resto de luz. Me extendió la pipa y respirando profundamente me dio a entender que no era tabaco. Le di 3 ó 4 pitadas y casi instantáneamente sentí a qué se había referido con que había hecho las reservas para el trayecto. Nos reímos de una buena vez y seguimos la ascensión. Al cabo de 5 minutos yo no sentía los pies, parecía que iban solos, me reí para mis adentros pensándome como el dibujo del correcaminos cuando toma carrera y sus patas no son tales sino un remolino de velocidad. Llegamos a la suerte de terraza acondicionada para acampar. Mis ojos ya no distinguían más que sombras, pero todavía no estaba totalmente oscuro. Efectivamente, esta primera etapa nos había llevado 3 horas en lugar de las 6 previstas. Nuestros gritos, risas y alegría manifiesta sorprendieron a la única parejita que estaba ahí ya acampando. El muchacho asomó su cabeza por el cierre de la carpa y nos saludó al mismo tiempo que nos pidió que bajáramos la voz. No sé si nos mintió pero nos dijo que su novia no se sentía muy bien, probablemente por la altura, y al día siguiente debían levantarse temprano. Nos reímos, todavía nos duraba un poco los efectos de la pipa que nos había alegrado en los 3 cortos descansos que hicimos.

Comimos algo rápido y nos quedamos dormidos muy rápidamente. A la mañana siguiente teníamos el desafío de hacer la segunda y tercera jornada en una sola. En el folleto indicaban una caminata de 6 horas en cada una, debido a que habían dos picos que pasar, uno por día. Por lo que habíamos experimentado en la primera etapa, nos dijimos que quizá podríamos acometer cada día en media jornada y si no, al menos llegar hasta el descanso del mediodía del segundo, ganando al menos media jornada más.

Madrugamos y la parejita ya se había marchado sin hacer ruido. Nos hicimos un café instantáneo y comimos la ración de 3 galletitas para atacar el camino y la meta diaria. Una hora después alcanzamos y pasamos a la parejita que llevaba al menos dos horas caminando, se los veía enfadados.

Hicimos una parada para recargar la pipa, yo por la mañana prefería seguir con la forma tradicional, mascando las hojas de coca. La senda parecía tener ribetes mágicos. Todas las dificultades parecían haber sido resueltas o pensadas por los ingeniosos incas.

Llegamos a un arroyo y pudimos distinguir cómo señalaban los lugares para un mejor cruce. En cada recodo del camino, acondicionaban una pequeña superficie para descanso del transeúnte o de su carga y había signos de alguna edificación primaria, como si hubiera habido puestos para repostar o intercambiar hombres o animales.

Era increíble estar haciendo el recorrido por la misma senda y tal cuál lo debían haber hecho los chasquis en la época precolombina. José se reía de mi hazaña con las sandalias y me decía que lo iba lograr sólo porque quería que me pagara la pensión.

Nuestro segundo día cumplió todas las promesas, con el mismo vigor y entusiasmo con el que habíamos empezado la tarde anterior. A la noche, alcanzamos en nuestro segundo campamento, a gente que iba por su tercer día, tercera noche y estaban que no podían más, deseando llegar al final.

Esa noche nos cocinamos un buen plato de pasta, le pusimos una lata de salsa y nos pareció un banquete. Nuevamente el epílogo fue bastante corto. Apenas si nos alcanzó para comentar que seguramente llegaríamos a Machu Picchu casi al mismo tiempo que las chicas y no un día después. Sería una excelente sorpresa y nos daría la posibilidad de compartir con ellas una noche en Aguas Calientes.

La última etapa nos resultó casi un paseo, la parte más sencilla de todo el trayecto, ya que se va bajando hacia el sitio donde está emplazada la ciudad misteriosa de Machu Picchu. Esa zona es mucho más húmeda y con las sandalias de caucho me pegué más de un resbalón entre las piedras mojadas. Para ponerle algo más de dificultad, ese día llovió mucho más que en los anteriores. Lloviznaba durante una hora, paraba diez minutos y caía un chaparrón durante otros diez. Secaba una nueva media hora y volvía el ciclo de llovizna, parada y chaparrón. Normal porque estábamos en épocas de lluvia, por eso se la considera temporada baja.

Llegamos así empapados, a la bendita y prometida Puerta del Sol, el templo de Intipunku. La primera mirada fue decepcionante porque pese a que todavía era temprano, al estar todo nublado, no se veía nada. Nos sentamos igualmente bajo el arco de la Puerta y mientras acabábamos los últimos sorbos de nuestras cantimploras, vimos producirse un fenómeno que sólo suele suceder en una película o en un video acelerado. Las nubes, como tremendos pedazos de algodones, empezaron a elevarse, unas tras otras y al llegar al cielo se disipaban. El fenómeno duró apenas un minuto y de repente, frente a nosotros, con un brillo de un rayo de sol fulgurante, vimos aparecerse la Ciudad Eterna, el Refugio Escondido del último pueblo inca libre. Con José, nos miramos y nos abrazamos como dos niños que habían más que logrado algo, habían vivido juntos una emoción de esas que marcan, de las inolvidables e irrepetibles. Acabábamos de vivir un instante excepcional. A los diez minutos empezaron a llegar otros caminantes o turistas y otros grupos nuevos que venían del sendero corto de dos días, justamente el que nuestras amigas brasileñas debían realizar. Le preguntamos a uno de los guías si habían visto a un par de chicas de Brasil y nos dijo que venían en el grupo siguiente, que no tardarían más que quince minutos en llegar. Nos sentamos aliviados a esperarlas para darles la sorpresa.

Cuando las escuchamos llegar hablando con ese acento tan simpático nos escondimos detrás uno de los pilares de la Puerta y al momento en que ellas estaban en el umbral nos aparecimos de golpe. Fue un festejo emocionante y tan simbólico el de reencontrarnos en este punto místico.

La visita al sitio arqueológico fue muy especial y casi exclusiva porque al ser al final de la tarde, la entrada oficial ya estaba cerrada. Los turistas provenientes de hoteles o de transportes directos se habían retirado. Quedábamos los pocos caminantes que llegábamos por arriba del recinto, por el sagrado Intipunku.

Seguimos el sendero hasta que nos encontramos con el Templo del Sol. Yo tomé la mano de Isa y subimos los peldaños de a dos para llegar a la más enigmática piedra sagrada, la Intihuatana.

Nos dimos un beso apasionado frente a esa pirámide tan simbólica. Era una forma de celebrar todo lo fantástico que nos venía ocurriendo en tan pocos días.

José y Francisca llegaron tras nosotros y como no podía ser de otra manera, frente a tan simbólico monumento, el Negro y yo empezamos a entonar las canciones del recientemente aparecido disco de Los Jaivas llamado Alturas de Machu Picchu. Precisamente en su portada estaba pintada la sagrada Intihuatana.

Nos abrazamos los 4 y con el apretón del amigo José sentí que era una dicha estar compartiendo ese momento tan especial con él.

Hoy en día, siempre que pienso en la tecnología actual, que permite quedar en contacto con la gente con la que uno cruza su camino, lamento no haber sido informado a tiempo del trágico accidente que se llevó la vida del Negro. Me hubiera encantado haber asistido a su adiós y honrar nuestra amistad conociendo a su familia aunque no fuera el mejor momento para ello.

Desde que supe esa triste noticia, cada vez que despido a una persona con la que simpaticé muy particularmente, pienso en José y nuestra amistad, mi adiós conlleva siempre una carga de « quizá sea la última vez que nos veamos, pero estoy feliz de haberte conocido. »

Esa corta pero fructífera etapa del camino compartida con José nutrió con creces mi visión de la vida como un recorrido por un hilo personal de la historia en el que permanentemente nos encontramos ante la disyuntiva de bifurcaciones y de elecciones, algunas definitivas y otras pasajeras. Cuando estoy en tierra, me imagino la vida como los viajes a pie que solían hacerse antes de que existieran los medios de locomoción. El viajero entraba a veces a bosques donde sabía que se podía perder y su vida podía tomar un rumbo muy diferente al de antes de ingresar. Excepcionalmente se podía encontrar una bifurcación con alguna indicación, pero por lo general había que usar la intuición y confiar en el sentido de la orientación, además de mantenter el rumbo que uno quería seguir. A su vez, los encuentros inesperados podían modificar totalmente el curso del camino elegido.

Cuando estoy en el mar, siento la libertad que me procura conocer los vientos, respetar el mar y estar siempre dispuesto a cambiar el rumbo si las condiciones se presentan diferentes a las anticipadas. Elegir aceptar el dominio de la naturaleza es un principio básico en los primeros conceptos desarrollados sobre la Libertad en el nacimiento helénico de la filosofía.

Las fuerzas naturales que conforman el contexto son como el bosque. Nuestra Libertad se desarrolla en su interior, eligiendo cuándo y hacia dónde modificar el derrotero.

Continuar leyendo … Sueño, Luego Existo #3 – EL VALLE SAGRADO

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