El viaje a las Australes no sucedió para nada como podía esperar.
Desde el punto de vista del barco estoy más que conforme, el Clinamen se comportó en toda circunstancia por lo alto, sacando lo mejor del poco viento en la ida y aguantando con estoicismo los momentos más duros en el fondeo de Tubuai. El motor me dio sobresaltos como para mantenerme en vigilia y sin exceso de confianza, pero al conocerle sus mañas, somos como esa vieja pareja que por la intensidad de la pelea se da cuenta que no es tan grave disentir. Todo es cuestión de tolerarse y encontrarse la vuelta. Si fuera por mí, navegaría exclusivamente a vela, prescindiendo del uso del motor.
Las condiciones de navegación tampoco fueron ideales. No hubo un solo día realmente favorable. La paciencia se impuso por falta, o por exceso de viento.
El tiempo para pensar en uno, en su vida y en todo lo que la recorre, desde el pasado hasta el presente y los frustrados futuros, se hizo dueño de las horas y conversó con las olas y su aliado, el horizonte eterno.
La relación de los mares con sus olas características es curiosa y para destacar. Para mí son el alma de cada mar. Existen las largas y gigantescas del Atlántico, las cortas y nerviosas del Mediterráneo, las breves pero parejas del Caribe o las cruzadas y confusas del Pacífico.
Estas últimas merecen una atención particular porque no se dejan definir, desde el momento en que el europeo le puso el equívoco mote Pacífico. Este vasto mar sabe que esa denominación no le corresponde ni de hecho ni en apariencia. Parece que su oleaje buscara rebelarse al nombre que no considera apropiado.
Lo vivimos, el Clinamen y yo en esta travesía, pasando de un símil lago quieto e infinito, al interminable infierno del temporal, y eso que sólo nos tocó su coletazo, el centro de la perturbación se situaba a 1.400 kilómetros.
En el instante en que escribo, se ha vestido de sus formas más agradables, imitando en algo a su hermano Atlántico, con sus bellas ondas largas y majestuosas. El viento es suave y hace que las condiciones sean excepcionalmente agradables. No tengo ningún apuro ni razón para llegar un día antes o después a destino. El cambio de programa me deja un margen para disfrutar esta apacible marcha, en forma consistente, porque avanzamos, pero sin ritmo esforzado. Probablemente la velocidad de 4 nudos sean a la vela lo que los 80 km/h en coche por una carretera mítica como la 66 o su prima la RN40 patagónica.
Puro placer, sin tensiones excesivas ni inmovilidad. Disfrutar sin apurarse.
Nací enfrente al estuario del Plata, que en rigor, más que Río es parte del Atlántico y toda la historia aprendida de niño tenía relación con esta Mar Océana. La playa, los veranos, el salitre y el yodo, todo tenía olor y vida atlántica. Los Atlantes y los expedicionarios españoles y portugueses, que se embarcaban a cruzarlo casi a ciegas, reemplazaron en mi espíritu a los dioses griegos y a su rica mitología. Si hubiera sido europeo, probablemente esos héroes y semidioses helénicos y mediterráneos hubieran llenado mi imaginario, pero siendo americano y mirando al Este, el Atlántico fue siempre el horizonte sobre el cual me permitía soñar.
Cuando hace dos años realicé el cruce del Pacífico, descubriendo en el trayecto las fabulosas e intrigantes islas Galápagos, este Mar de los Mares, me atrapó, con mucha probabilidad, en forma definitiva.
Hoy, el almirante Colón y su nuevo horizonte para la humanidad, va dejando un lugar en el podio, junto al Corto Maltés, a un personaje con el que me identifico en múltiples facetas, el corsario franco argentino Hipólito Bouchard. Me entusiasma seguir su ruta de exploración y de aventura, emprendida con los medios limitados de su época, y una gran capacidad para motivar a su tropa, que lo seguía en aventuras osadas y en ciertos casos disparatadas, pero siempre enarbolando la bandera celeste y blanca, la de la Libertad, ya consagrada en el Río de la Plata.
Había obtenido la primera patente de corsario, después de haberse ganado la confianza de las autoridades como parte del primer regimiento de Granaderos sanmartinianos. Allí entabló una relación especial con su jefe, que lo solicitó secretamente, así como al almirante Guillermo Brown, para organizar el traslado del ejército libertador desde las costas chilenas hasta el fuertísimo puerto del Callao. Si lograban la sorpresa de llegar al corazón del imperio en su vastedad sudamericana, asestarían un golpe magistral, como en efecto, la historia nos enseña que sucedió.
San Martín se quedó gobernando el Perú, intentando fundar una estabilidad criolla y americana, mientras que nuestro Bouchard solicitó la autorización para seguir hostigando los puertos y fortalezas reales en toda la costa pacífica.
Así fue como ayudó a la liberación de los pueblos centroamericanos y les transmitió el amor por los colores celeste y blanco que incorporaron en sus banderas, las de Nicaragua, El Salvador, Honduras y Guatemala.
Tal fue la hazaña de este gran marino y líder fenomenal que llegó a tomar las plazas californianas de Los Ángeles y San Francisco.
Cruzó el océano y trabó amistad y alianza con los pueblos polinesios de Hawaï. Dirigió sus hostilidades hasta la plaza fuerte de las Filipinas, siempre representando a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Llevaba la palabra de la Libertad y el hostigamiento contra las autoridades imperiales hispánicas como estandartes de su buque corsario.
Pero no hay registro de que hubiera pasado por las islas Australes. Éstas habían sido visitadas por primera vez por el británico Cook. Posteriormente los franceses se interesaron en extender su influencia desde Tahití y establecieron un protectorado previo a la anexión cerca de 1890.
El dialecto polinesio que se habla es diferente al tahitiano y hay quienes sostienen que tiene más en común con el maorí neozelandés.
Son remotas, su nombre nos las hace situar mentalmente lejos de todo.
Sin embargo, no más llegar a Rurutu me sentí en confianza. El fondeo excelente y sin problemas, lo que predispone de la mejor forma.
Fondeé en el centro de la dársena protectora, ya que Rurutu no tiene arrecife de coral que la proteja. Su morfología es muy particular, ya que es una isla formada por la elevación de la costra terrestre, lo que dio lugar a grandes y curiosas grutas y acantilados correspondientes a los antiguos arrecifes coralinos sobreelevados.
La mirada y acogida de los primeros habitantes con los que me crucé en tierra me agradó, por su sonrisa amplia y un espontáneo Ia Ora Na. Apenas unas pocas palabras intercambiadas y el contacto se hace familiar y ameno. De las 5 islas, Rurutu es la más poblada con 2400 habitantes, lo que da una idea de la poca densidad. Es también donde murió la última dinastía real que permitió la protección y anexión a Francia.
Toda la costa está caracterizada por hileras de casuarinas cuyas raíces retienen la tierra o arena contra la erosión en mejor medida que los cocos.
La isla tiene una localidad más importante, Moerai, donde se encuentran el muelle, los servicios de todo tipo y los comercios. Una carretera costera permite dar la vuelta, pero la parte sur es de difícil recorrido y está deshabitada.
En el medio, existe la ruta traversera que permite ir del oeste al este de la isla, de Moerai a Avera, la segunda localidad, una aldea con poca cosa aparte de la mejor playa, donde aproveché para echarme una siesta en total soledad. En mitad de esta ruta que atraviesa el corazón de la isla sale el sendero por el que se puede subir a pie hasta el monte Manureva, el punto culminante que permite admirar a 360 º la morfología maravillosa de esta joya austral.
Otra particularidad de esta isla son sus grutas, como la llamada Mitterrand, en homenaje a su visita en 1990. Son grutas conformadas de estalactitas y estalagmitas, curiosas pero a mí no me impresionan ni agradan en particular.
La historia de la población de Tubuai es bastante curiosa y reciente, porque parece haber sido de las últimas islas pobladas por los polinesios, unos pocos años antes de la llegada de los europeos. Sin embargo debían haberse encontrado bien a gusto para no dejarse invadir ni por Cook ni por los famosos amotinados del Bounty, que dejaron como supuesto vestigio de su intento de refugiarse un ridículo paraje llamado Fort George, donde se supone que se fortificaron los pocos meses que pasaron en Tubuai intentando instalarse hasta ser expulsados por los locales.
A raíz de esta leyenda está creciendo en mí la idea de una nueva ficción que ya veremos si germina como buen fruto de esta visita.
Es de destacar que aparte del excelente snack frente al muelle, pero que sólo está abierto al mediodía, hay una pizzería de excelente calidad y mejor servicio y simpatía, que abre sólo a la noche. Se llama Chez Vincenzo y fue creada por un italiano que llegó con la legión y finalmente se enamoró de una vahiné local y se quedó creando este negocio y otros.
Después de su muerte, Hiva, su yerno, tomó la gestión y trabaja junto con el pizzaiolo Johann, originario de Narbona, pero ya aquerenciado con la vida suave de esta isla.
También es de señalar que es la única de las Australes que dispone al día de hoy de internet 4G, lo que fue bienvenido para poder trabajar todos los asuntos profesionales en retraso. Hasta me dio la posibilidad de favorecerme con una entrevista de la televisión argentina, curiosa por mostrar el derrotero de un argentino por los confines del mundo.
En la temporada de las ballenas, como Rurutu no tiene barrera de coral, las enormes criaturas se acercan mucho de la costa y para poder observarlas, encontramos dispuestos en varios sitios claves de la ruta costera, miradores con mesas y bancos para esparcimiento de la gente y admiración del espectáculo.
Una especialidad de la gente de la isla es el trabajo artesanal a base de hojas de pandanus. No conseguí el sombrero que hubiera deseado, pero en cambio me compré una matera excepcional. Muy lindo trabajo artesanal con unas simples tiritas que permite llevarla de mochila en los paseos “de mateo por el monte”. También compré una sábana o manta muy colorida, pintada a mano. Todo esto se puede ver por la mañana en el mercadito al lado del muelle donde vienen las mujeres con sus cosas para vender, artesanías o frutas y verduras. La bondad y generosidad de esta gente es tal que como no podía conseguir quién me alquilara una bici para visitar la isla, una joven me ofreció prestarme su bicicleta medio destartalada con la que pude ir hasta Hauti, la tercera localidad, una aldea al sur, sobre la costa oeste. Para poder agradecer esta clase de gesto siempre llevo varios frascos del Dulce de Leche que fabrico en Francia. Al regresarle la bici, le regalé uno para su niña que estaba encantada.
La distancia entre Rurutu y Tubuai es de solamente 120 Nm (millas náuticas), lo que representa una jornada de navegación con un promedio razonable de 5 knts (nudos, milla por hora).
Llegué a Tubuai corrido por la depresión venida del huracán que hacía unos días había azotado las islas Vanuatu. Nomás me fondeé, el horizonte gris se volvió negro y minutos después se descargó la cola de ese temporal que aunque su corazón estaba a 1400 kms, la fuerza periférica fue bestial.
Me obligó a permanecer “encerrado” en el barco desde el sábado a la noche hasta el martes en que pude descender a tierra.
Cuando al fin pude hacerlo, Tubuai, como Rurutu, me maravilló. Hé decidido regresar a las Australes en agosto próximo. Aunque la temperatura baje un poco (hasta 12-15ºC), la temporada de ballenas y la oportunidad de conocer el invierno de este archipiélago, lo justifican ampliamente.
La visita de Tubuai me terminó de abrir la comprensión sobre las enormes posibilidades de un desarrollo sustentable y deseable para estas islas. Poseen muy buenas perspectivas económicas provenientes del turismo y de su suelo riquísimo para el desarrollo agrícola con buenas prácticas. No tienen exceso de población sino por el contrario, baja densidad y poca conflictividad. Solamente necesitan resolver dos ecuaciones que requerirían de un apoyo público. La cuestión energética, así como el recurso del agua y el transporte de cargas y personas, que todavía es muy poco y caro por la lejanía al centro de la Polinesia (600 km de Tahití).
Es indispensable, para un desarrollo sustentable, que las islas sean autónomas desde el punto de vista de la energía habitual. Para ello se benefician de 2 de las principales fuentes energéticas naturales, el sol y el viento en abundancia y regularmente. La base del desarrollo pasa por instalar suficientes unidades de generación de la energía solar y eólica. Al recurso del agua, como y’a lo señalé en mi visita a las islas Marquesas, bastaría con la instalación de una buena central de desalinización para proveer en cantidad y a bajo coste el recurso esencial del agua potable. Como también tienen temporadas de lluvia, al construirse pozos o lagunas de captación, se podría almacenar lo suficiente para no necesitar acarrear las contaminantes botellas de plástico y educar a la población a beber más jugos de frutas sanos que las gaseosas se endulzadas, responsables por buena parte de la obesidad de la población.
Estaciones de desalinización, los israelíes han sabido desarrollar con la mejor tecnología y a costos razonables para convertir un desierto en un vergel. ¿Por qué no se podría requerir esta clase de ayuda estructural de parte de la metrópolis europea, en lugar de que mucho presupuesto se vaya en subvenciones corrientes para hacer venir desde tan lejos los productos necesarios para alimentar a la población? Hoy se subvenciona la carne roja envasada al vacío que viene de Nueva Zelanda o congelada que viene incluso de Sudamérica pasando por Jamaica. Los circuitos de aprovisionamiento en materia de alimentación son totalmente repensables desde una óptica de desarrollo autónomo y sustentable, en beneficio de la población, de la economía polinesia e incluso de los fondos europeos que se destinan. Sería conveniente y factible de negociar que por cada euro de subvención actual al consumo, se destinen un euro y medio pero para desarrollar los bienes en el propio Fenua, como se dice al Terroir, en lengua local. Lejos de descabellado, sería un desafío más que abordable y deseable para las autoridades locales y para las europeas, que verían un desarrollo a largo plazo y estratégico, al ver alejarse el peligro de que la influencia económica china en el Pacífico termine haciendo lo que la actual ceguera europea le impide realizar.
No llegué a estas sólidas conclusiones simplemente admirando el paisaje como un vulgar turista, sino recorriendo y conversando con los lugareños.
En Tubuai pude alquilar una bici eléctrica, a la señora Dalyda, que encontré en el ayuntamiento, en la preparación de las festividades por el día Mundial de la Mujer. Pude dar la vuelta a la isla y pasar en ambos sentidos por la ruta traversera que va de norte a sur de esta pequeña isla ovalada.
La naturaleza fue particularmente bondadosa con Tubuai. Desde el magnífico lagón que la protege por medio del arrecife de coral y que forma algunos motus paradisíacos, muy frecuentados por los locales en sus fines de semana y en vacaciones. Pasando por el interior de la isla ligeramente montañoso, fértil y accesible, en donde se pueden producir suficientes alimentos como para alimentar a toda la polinesia junto con lo que se produce en las Marquesas y en Tahití.
Donde no es tierra productiva, se pueden desarrollar actividades turísticas, pero queda muy claro que generar un bienestar sustentable para las 2300 personas que habitan este maravilloso lugar no es imposible sino que quizá todavía no se haya propuesto seriamente, coordinando los diferentes estamentos de decisión.
Quiero destacar el maravilloso encuentro y amistad que surgió al conocer a Huri y su padre Joseph, que me invitaron a compartir con ellos la cena de Sashimi fresco y el despiece de un pescado enorme, el Salmón de Dios, que nunca había visto más que en filete servido en un plato o en el supermercado. La generosidad y apertura franca de esta familia es a la imagen del espíritu local, no son una excepción. Volví a encontrar la misma reacción exuberante y abierta con el joven Ramón (así le llamé porque su nombre así sonaba, pero me resultaba impronunciable) de la estación de servicio donde dejaba amarrado mi Dinghy. Todos estaban felices cuando les transmitía lo mucho que me agradaba su isla y que tenía intenciones de regresar en agosto. De más está decir que para ambos tenía frascos de Raffolé para obsequiarles y hacerles sentir tan bien conmigo como yo me sentía con ellos.
En agosto es la temporada de ballenas australes, que vienen a reproducirse, como sucede en la Patagonia, antes de descender luego para el verano antártico. Por esa razón, aprovecharé la ocasión para venir a navegar nuevamente por este archipiélago maravilloso y conocer las otras islas que me quedaron pendientes de visitar. Hará más baja temperatura pero estoy seguro que será totalmente compensado con vivencias únicas por las que vale la pena navegar.