Travesía a las islas Australes Océano Pacífico – febrero/marzo 2023

El viaje a las Australes no sucedió para nada como podía esperar.
Desde el punto de vista del barco estoy más que conforme, el Clinamen se comportó en toda circunstancia por lo alto, sacando lo mejor del poco viento en la ida y aguantando con estoicismo los momentos más duros en el fondeo de Tubuai. El motor me dio sobresaltos como para mantenerme en vigilia y sin exceso de confianza, pero al conocerle sus mañas, somos como esa vieja pareja que por la intensidad de la pelea se da cuenta que no es tan grave disentir. Todo es cuestión de tolerarse y encontrarse la vuelta. Si fuera por mí, navegaría exclusivamente a vela, prescindiendo del uso del motor.
Las condiciones de navegación tampoco fueron ideales. No hubo un solo día realmente favorable. La paciencia se impuso por falta, o por exceso de viento. 
El tiempo para pensar en uno, en su vida y en todo lo que la recorre, desde el pasado hasta el presente y los frustrados futuros, se hizo dueño de las horas y conversó con las olas y su aliado, el horizonte eterno.

La relación de los mares con sus olas características es curiosa y para destacar. Para mí son el alma de cada mar. Existen las largas y gigantescas del Atlántico, las cortas y nerviosas del Mediterráneo, las breves pero parejas del Caribe o las cruzadas y confusas del Pacífico. 
Estas últimas merecen una atención particular porque no se dejan definir, desde el momento en que el europeo le puso el equívoco mote Pacífico. Este vasto mar sabe que esa denominación no le corresponde ni de hecho ni en apariencia. Parece que su oleaje buscara rebelarse al nombre que no considera apropiado.
Lo vivimos, el Clinamen y yo en esta travesía, pasando de un símil lago quieto e infinito, al interminable infierno del temporal, y eso que sólo nos tocó su coletazo, el centro de la perturbación se situaba a 1.400 kilómetros.
En el instante en que escribo, se ha vestido de sus formas más agradables, imitando en algo a su hermano Atlántico, con sus bellas ondas largas y majestuosas. El viento es suave y hace que las condiciones sean excepcionalmente agradables. No tengo ningún apuro ni razón para llegar un día antes o después a destino. El cambio de programa me deja un margen para disfrutar esta apacible marcha, en forma consistente, porque avanzamos, pero sin ritmo esforzado. Probablemente la velocidad de 4 nudos sean a la vela lo que los 80 km/h en coche por una carretera mítica como la 66 o su prima la RN40 patagónica.
Puro placer, sin tensiones excesivas ni inmovilidad. Disfrutar sin apurarse.

Nací enfrente al estuario del Plata, que en rigor, más que Río es parte del Atlántico y toda la historia aprendida de niño tenía relación con esta Mar Océana. La playa, los veranos, el salitre y el yodo, todo tenía olor y vida atlántica. Los Atlantes y los expedicionarios españoles y portugueses, que se embarcaban a cruzarlo casi a ciegas, reemplazaron en mi espíritu a los dioses griegos y a su rica mitología. Si hubiera sido europeo, probablemente esos héroes y semidioses helénicos y mediterráneos hubieran llenado mi imaginario, pero siendo americano y mirando al Este, el Atlántico fue siempre el horizonte sobre el cual me permitía soñar.

Cuando hace dos años realicé el cruce del Pacífico, descubriendo en el trayecto las fabulosas e intrigantes islas Galápagos, este Mar de los Mares, me atrapó, con mucha probabilidad, en forma definitiva.
Hoy, el almirante Colón y su nuevo horizonte para la humanidad, va dejando un lugar en el podio, junto al Corto Maltés, a un personaje con el que me identifico en múltiples facetas, el corsario franco argentino Hipólito Bouchard. Me entusiasma seguir su ruta de exploración y de aventura, emprendida con los medios limitados de su época, y una gran capacidad para motivar a su tropa, que lo seguía en aventuras osadas y en ciertos casos disparatadas, pero siempre enarbolando la bandera celeste y blanca, la de la Libertad, ya consagrada en el Río de la Plata.
Había obtenido la primera patente de corsario, después de haberse ganado la confianza de las autoridades como parte del primer regimiento de Granaderos sanmartinianos. Allí entabló una relación especial con su jefe, que lo solicitó secretamente, así como al almirante Guillermo Brown, para organizar el traslado del ejército libertador desde las costas chilenas hasta el fuertísimo puerto del Callao. Si lograban la sorpresa de llegar al corazón del imperio en su vastedad sudamericana, asestarían un golpe magistral, como en efecto, la historia nos enseña que sucedió.
San Martín se quedó gobernando el Perú, intentando fundar una estabilidad criolla y americana, mientras que nuestro Bouchard solicitó la autorización para seguir hostigando los puertos y fortalezas reales en toda la costa pacífica.
Así fue como ayudó a la liberación de los pueblos centroamericanos y les transmitió el amor por los colores celeste y blanco que incorporaron en sus banderas, las de Nicaragua, El Salvador, Honduras y Guatemala.
Tal fue la hazaña de este gran marino y líder fenomenal que llegó a tomar las plazas californianas de Los Ángeles y San Francisco.
Cruzó el océano y trabó amistad y alianza con los pueblos polinesios de Hawaï. Dirigió sus hostilidades hasta la plaza fuerte de las Filipinas, siempre representando a las Provincias Unidas del Río de la Plata. Llevaba la palabra de la Libertad y el hostigamiento contra las autoridades imperiales hispánicas como estandartes de su buque corsario.

Pero no hay registro de que hubiera pasado por las islas Australes. Éstas habían sido visitadas por primera vez por el británico Cook. Posteriormente los franceses se interesaron en extender su influencia desde Tahití y establecieron un protectorado previo a la anexión cerca de 1890.

El dialecto polinesio que se habla es diferente al tahitiano y hay quienes sostienen que tiene más en común con el maorí neozelandés.

Son remotas, su nombre nos las hace situar mentalmente lejos de todo. 
Sin embargo, no más llegar a Rurutu me sentí en confianza. El fondeo excelente y sin problemas, lo que predispone de la mejor forma.
Fondeé en el centro de la dársena protectora, ya que Rurutu no tiene arrecife de coral que la proteja. Su morfología es muy particular, ya que es una isla formada por la elevación de la costra terrestre, lo que dio lugar a grandes y curiosas grutas y acantilados correspondientes a los antiguos arrecifes coralinos sobreelevados.
La mirada y acogida de los primeros habitantes con los que me crucé en tierra me agradó, por su sonrisa amplia y un espontáneo Ia Ora Na. Apenas unas pocas palabras intercambiadas y el contacto se hace familiar y ameno. De las 5 islas, Rurutu es la más poblada con 2400 habitantes, lo que da una idea de la poca densidad. Es también donde murió la última dinastía real que permitió la protección y anexión a Francia.

Toda la costa está caracterizada por hileras de casuarinas cuyas raíces retienen la tierra o arena contra la erosión en mejor medida que los cocos.
La isla tiene una localidad más importante, Moerai, donde se encuentran el muelle, los servicios de todo tipo y los comercios. Una carretera costera permite dar la vuelta, pero la parte sur es de difícil recorrido y está deshabitada.
En el medio, existe la ruta traversera que permite ir del oeste al este de la isla, de Moerai a Avera, la segunda localidad, una aldea con poca cosa aparte de la mejor playa, donde aproveché para echarme una siesta en total soledad. En mitad de esta ruta que atraviesa el corazón de la isla sale el sendero por el que se puede subir a pie hasta el monte Manureva, el punto culminante que permite admirar a 360 º la morfología maravillosa de esta joya austral.
Otra particularidad de esta isla son sus grutas, como la llamada Mitterrand, en homenaje a su visita en 1990. Son grutas conformadas de estalactitas y estalagmitas, curiosas pero a mí no me impresionan ni agradan en particular.

La historia de la población de Tubuai es bastante curiosa y reciente, porque parece haber sido de las últimas islas pobladas por los polinesios, unos pocos años antes de la llegada de los europeos. Sin embargo debían haberse encontrado bien a gusto para no dejarse invadir ni por Cook ni por los famosos amotinados del Bounty, que dejaron como supuesto vestigio de su intento de refugiarse un ridículo paraje llamado Fort George, donde se supone que se fortificaron los pocos meses que pasaron en Tubuai intentando instalarse hasta ser expulsados por los locales.
A raíz de esta leyenda está creciendo en mí la idea de una nueva ficción que ya veremos si germina como buen fruto de esta visita.

Es de destacar que aparte del excelente snack frente al muelle, pero que sólo está abierto al mediodía, hay una pizzería de excelente calidad y mejor servicio y simpatía, que abre sólo a la noche. Se llama Chez Vincenzo y fue creada por un italiano que llegó con la legión y finalmente se enamoró de una vahiné local y se quedó creando este negocio y otros.
Después de su muerte, Hiva, su yerno, tomó la gestión y trabaja junto con el pizzaiolo Johann, originario de Narbona, pero ya aquerenciado con la vida suave de esta isla.
También es de señalar que es la única de las Australes que dispone al día de hoy de internet 4G, lo que fue bienvenido para poder trabajar todos los asuntos profesionales en retraso. Hasta me dio la posibilidad de favorecerme con una entrevista de la televisión argentina, curiosa por mostrar el derrotero de un argentino por los confines del mundo.
En la temporada de las ballenas, como Rurutu no tiene barrera de coral, las enormes criaturas se acercan mucho de la costa y para poder observarlas, encontramos dispuestos en varios sitios claves de la ruta costera, miradores con mesas y bancos para esparcimiento de la gente y admiración del espectáculo.

Una especialidad de la gente de la isla es el trabajo artesanal a base de hojas de pandanus. No conseguí el sombrero que hubiera deseado, pero en cambio me compré una matera excepcional. Muy lindo trabajo artesanal con unas simples tiritas que permite llevarla de mochila en los paseos “de mateo por el monte”. También compré una sábana o manta muy colorida, pintada a mano. Todo esto se puede ver por la mañana en el mercadito al lado del muelle donde vienen las mujeres con sus cosas para vender, artesanías o frutas y verduras. La bondad y generosidad de esta gente es tal que como no podía conseguir quién me alquilara una bici para visitar la isla, una joven me ofreció prestarme su bicicleta medio destartalada con la que pude ir hasta Hauti, la tercera localidad, una aldea al sur, sobre la costa oeste. Para poder agradecer esta clase de gesto siempre llevo varios frascos del Dulce de Leche que fabrico en Francia. Al regresarle la bici, le regalé uno para su niña que estaba encantada.

La distancia entre Rurutu y Tubuai es de solamente 120 Nm (millas náuticas), lo que representa una jornada de navegación con un promedio razonable de 5 knts (nudos, milla por hora).

Llegué a Tubuai corrido por la depresión venida del huracán que hacía unos días había azotado las islas Vanuatu.  Nomás me fondeé, el horizonte gris se volvió negro y minutos después se descargó la cola de ese temporal que aunque su corazón estaba a 1400 kms, la fuerza periférica fue bestial.
Me obligó a permanecer “encerrado” en el barco desde el sábado a la noche hasta el martes en que pude descender a tierra.

Cuando al fin pude hacerlo, Tubuai, como Rurutu, me maravilló. Hé decidido regresar a las Australes en agosto próximo. Aunque la temperatura baje un poco (hasta 12-15ºC), la temporada de ballenas y la oportunidad de conocer el invierno de este archipiélago, lo justifican ampliamente.

La visita de Tubuai me terminó de abrir la comprensión sobre las enormes posibilidades de un desarrollo sustentable y deseable para estas islas. Poseen muy buenas perspectivas económicas provenientes del turismo y de su suelo riquísimo para el desarrollo agrícola con buenas prácticas. No tienen exceso de población sino por el contrario, baja densidad y poca conflictividad. Solamente necesitan resolver dos ecuaciones que requerirían de un apoyo público. La cuestión energética, así como el recurso del agua y el transporte de cargas y personas, que todavía es muy poco y caro por la lejanía al centro de la Polinesia (600 km de Tahití).
Es indispensable, para un desarrollo sustentable, que las islas sean autónomas desde el punto de vista de la energía habitual. Para ello se benefician de 2 de las principales fuentes energéticas naturales, el sol y el viento en abundancia y regularmente. La base del desarrollo pasa por instalar suficientes unidades de generación de la energía solar y eólica. Al recurso del agua, como y’a lo señalé en mi visita a las islas Marquesas, bastaría con la instalación de una buena central de desalinización para proveer en cantidad y a bajo coste el recurso esencial del agua potable. Como también tienen temporadas de lluvia, al construirse pozos o lagunas de captación, se podría almacenar lo suficiente para no necesitar acarrear las contaminantes botellas de plástico y educar a la población a beber más jugos de frutas sanos que las gaseosas se endulzadas, responsables por buena parte de la obesidad de la población.
Estaciones de desalinización, los israelíes han sabido desarrollar con la mejor tecnología y a costos razonables para convertir un desierto en un vergel. ¿Por qué no se podría requerir esta clase de ayuda estructural de parte de la metrópolis europea, en lugar de que mucho presupuesto se vaya en subvenciones corrientes para hacer venir desde tan lejos los productos necesarios para alimentar a la población? Hoy se subvenciona la carne roja envasada al vacío que viene de Nueva Zelanda o congelada que viene incluso de Sudamérica pasando por Jamaica. Los circuitos de aprovisionamiento en materia de alimentación son totalmente repensables desde una óptica de desarrollo autónomo y sustentable, en beneficio de la población, de la economía polinesia e incluso de los fondos europeos que se destinan. Sería conveniente y factible de negociar que por cada euro de subvención actual al consumo, se destinen un euro y medio pero para desarrollar los bienes en el propio Fenua, como se dice al Terroir, en lengua local. Lejos de descabellado, sería un desafío más que abordable y deseable para las autoridades locales y para las europeas, que verían un desarrollo a largo plazo y estratégico, al ver alejarse el peligro de que la influencia económica china en el Pacífico termine haciendo lo que la actual ceguera europea le impide realizar.

No llegué a estas sólidas conclusiones simplemente admirando el paisaje como un vulgar turista, sino recorriendo y conversando con los lugareños.
En Tubuai pude alquilar una bici eléctrica, a la señora Dalyda, que encontré en el ayuntamiento, en la preparación de las festividades por el día Mundial de la Mujer. Pude dar la vuelta a la isla y pasar en ambos sentidos por la ruta traversera que va de norte a sur de esta pequeña isla ovalada.

La naturaleza fue particularmente bondadosa con Tubuai. Desde el magnífico lagón que la protege por medio del arrecife de coral y que forma algunos motus paradisíacos, muy frecuentados por los locales en sus fines de semana y en vacaciones. Pasando por el interior de la isla ligeramente montañoso, fértil y accesible, en donde se pueden producir suficientes alimentos como para alimentar a toda la polinesia junto con lo que se produce en las Marquesas y en Tahití.
Donde no es tierra productiva, se pueden desarrollar actividades turísticas, pero queda muy claro que generar un bienestar sustentable para las 2300 personas que habitan este maravilloso lugar no es imposible sino que quizá todavía no se haya propuesto seriamente, coordinando los diferentes estamentos de decisión.

Quiero destacar el maravilloso encuentro y amistad que surgió al conocer a Huri y su padre Joseph, que me invitaron a compartir con ellos la cena de Sashimi fresco y el despiece de un pescado enorme, el Salmón de Dios, que nunca había visto más que en filete servido en un plato o en el supermercado. La generosidad y apertura franca de esta familia es a la imagen del espíritu local, no son una excepción. Volví a encontrar la misma reacción exuberante y abierta con el joven Ramón (así le llamé porque su nombre así sonaba, pero me resultaba impronunciable) de la estación de servicio donde dejaba amarrado mi Dinghy. Todos estaban felices cuando les transmitía lo mucho que me agradaba su isla y que tenía intenciones de regresar en agosto. De más está decir que para ambos tenía frascos de Raffolé para obsequiarles y hacerles sentir tan bien conmigo como yo me sentía con ellos.

En agosto es la temporada de ballenas australes, que vienen a reproducirse, como sucede en la Patagonia, antes de descender luego para el verano antártico. Por esa razón, aprovecharé la ocasión para venir a navegar nuevamente por este archipiélago maravilloso y conocer las otras islas que me quedaron pendientes de visitar. Hará más baja temperatura pero estoy seguro que será totalmente compensado con vivencias únicas por las que vale la pena navegar.

Una noche en Anse Cochon Anécdotas del Caribe, Pacífico, el 31 de enero de 2021

Esta historia comienza en las postrimerías de nuestro período caribeño. Coincidiendo con una gran crisis interna en mi empresa, todo esa rica y extensa etapa fue silenciada por mi falta de disposición mental y de tiempo. Durante esos años, no pude volver a conectar con mi ansiada pasión por escribir y relatar en crónicas los acontecimientos a mi alrededor. Fue un via crucis con final feliz, porque aquí estoy, zamarreado a las dos de la mañana, de guardia insómnica, vertiendo algunos recuerdos de esas épocas.

Antes que nada, aclaro que voy a retomar por uno de los últimos artículos que había publicado en 2017, pero que justamente me había quedado inconcluso, con el formato simple de notas de a bordo.
Una vez reescrita esta crónica sobre esos momentos, suprimiré la publicación precedente que queda así obsoleta.

Una puesta en situación se hace necesaria para justificar lo anteriormente expuesto. Me van  autorizar que ocupe unas líneas del espacio físico del blog y tiempo de vuestra lectura para hacerlo.
Al regresar à Europa después de la triunfante travesía oceánica, (había cruzado el Atlántico, papáaaa!), mi entusiasmo no conocía límites.
Estaba eufórico por doquier.
Orgulloso conmigo mismo, cómo podía ocultarlo, y recargado de energía vital. Tenía el mundo por delante con esa suficiencia interna que sólo da la juventud y la dicha enorme de cumplir una vieja hazaña postergada, un anhelo juvenil que al verse cumplido nos llena con un poco de esa fabulosa carga energética.

La participación de la mayoría de mis compañeros de trabajo, sosteniéndome a través de notitas, comentarios en el Facebook, mensajeros privados, más discretos o simples likes para los más tímidos, me hacía sentir de una manera jubilatoriamente agradecida.
Organicé una rápida convocatoria en la sala de descanso en la fábrica para exponer mi emoción ante todo eso y no fui el único en terminar sollozando. Fue un momento de comunión colectiva único, que difícilmente puede prepararse y es muy complicado medir sus consecuencias.
Esa travesía no me había simplemente cambiado sino mutado, transformado. 
Volvía a muchas de mis raíces profundas de la emoción y no veía razones para ocultarlo.
Tenía planes de reconducir, con la mirada cristalina y fresca sobre nuestro futuro, las orientaciones básicas de nuestro proyecto llamado La Franco Argentina.
Pero también conservaba mi anhelo intacto, que se había despertado nuevamente al trazar las crónicas del viaje, de dedicarle parte de mi espacio tiempo a la escritura, y por ende a la lectura que siempre va de la mano.
Todo esto sucedía sin contar, sin apercibirme de un movimiento sísmico que se cocinaba en las entrañas del equipo.
Un pequeño grupo de gente, que creía de mi total lealtad, dos de los directores, pero sobre todo, parte de mis socios fundadores, se estaban entendiendo a mis espaldas para apartarme y buscar un nuevo designio para la empresa, designio oculto a todo el resto de colaboradores, que sospechaban me podían ser fieles. No habían pasado 6 meses desde mi regreso a tierra, que mi navío personal se estrellaba contra una roca que no figuraba en ninguna carta ni GPS. Un motín que como almirante encerrado en sus cuadras, no había sabido prever ni olfatear.
Esta situación larvada que avanzaba enmascarada, destapándose progresivamente, llegó a su punto culminante cuando enfrentadas las dos visiones, Tuve que elegir entre retirarme y vender mis acciones, sin más que un Gracias por los 27 años dedicados por entero a este proyecto, o bien comprar todas sus participaciones y volver a endeudarme para ello, por muchos años por delante.
Las consecuencias no fueron más que proporcionales a la enorme decepción moral de sentir en el propio seno la traición y el desprecio contenido por el inconmensurable sentimiento de inferioridad de los que perpetraron esta ignominia con total desfachatez.
Salí airoso, como siempre en esos trances en los que la ventura me exige más de lo mejor de mí mismo, pero no salí menos herido.
Eran tiempos de reconstruir un proyecto desde una visión más humana. Mi principal conclusión fue que mi mayor capital no era el financiero, sino el apoyo con el que conté de todos los colaboradores de nuestra empresa. Empecé a cambiar el Yo por el Nosotros y trocar un management piramidal que no garantiza ningún éxito, en una conducción en la que prevaleciera el compromiso y la libertad de estar, de formar parte del equipo y de realizar su tarea porque es bueno para todos, para el conjunto.
Ellos me habían dado la fuerza de vencer el sueño del Atlántico y luego de mantener el rumbo fundacional en el proyecto colectivo. No les podía dedicar menos que la totalidad de mis energías para poner en pie las nuevas bases.
¿Dónde quedaban mi Clinamen y mis planes de disponer de tiempo para escribir, leer y hacer algo de deportes?

Sólo pude extraerme en pequeños períodos para cortas incursiones caribeñas, beneficiando de las excelentes tarifas de vuelos que hay desde París hacia las Antillas francesas y algo más de tiempo para las etapas estivales.
Lo que no pude volver a retomar fue la épica de la aventura del Clinamen, aún cuando en ese espacio, muchas travesuras y desventuras se sucedieron dignas de nuevas notas que verteré bajo la licencia del recuerdo. Ni tampoco consagrar energía y tiempo a volver a escribir.
Fueron años duros, en contraste con el optimismo y la energía con la que regresé de la gran travesía atlántica. Por esa razón es que quedaron arrumbados hasta ahora en apuntes, careciendo de tiempo, energía y ánimo para ponerlos en forma, editarlos y publicarlos. 
Para un navegante y su barco, este largo período inesperado fue como nuestra travesía del desierto.
Pero aquí estamos hoy, en la segunda gran etapa, sintiéndonos mucho mejor que en la primera y habiendo superado todos esos escollos y rocasidades de la vida, nos sentimos definitivamente mejores y más maduros.

Esta historia, decía en un comienzo, se desarrolla en uno de los primeros periplos cortos, con programa denso y ajustado. El plan era compartir unos diez días con dos amigos recientemente desventurados en el amor y muy entusiastas de alejarse de la fría Paname. Corría el mes de enero, más exactamente el 29, nos dimos cita en Orly para volar juntos hacia Fort de France, en la isla de Martinica donde había dejado al famoso Clinamen al finalizar el verano 2016. Programa de navegación, las islas Barbados, Granadinas y regresar por Saint Lucia nuevamente a Fort de France.

La primera sorpresa fue a nuestra llegada, encontrarnos con las baterías totalmente descargadas. Nada de nada. El cargador tampoco reaccionaba, parecía estar en corto. Fuimos a cenar en la ciudad, ya que la luz cayó muy rápido, e igualmente no podíamos prever a qué hora zarpar al otro día, sin reparar previamente el desperfecto eléctrico. La sorna dedicada al Capitán y su falta de mantenimiento y preparación de la embarcación, dominaron la velada, que tampoco se desarrolló como había previsto. El bar Le Zest en la calle siguiente a la de la iglesia, estaba cerrado, quizás por ser domingo. Buscamos dónde cenar y fue otro relativo fracaso debido a que no había ningún lugar típico y razonablemente bueno para un primer festín Creole. Nos tuvimos que contentar con el Black Pearl y sus hamburguesas. La mía la elegí de salmón y fue bastante malita, muy seca, sin mucho gusto. Pero nos divertimos mucho en la cena y eso era prácticamente lo único que importaba. El jazz y jam sessions de Le Zest quedarían para el regreso.
Al día siguiente tuvimos que cambiar las tres baterías por unas nuevas y disponer el zarpe antes del final del día, para aprovechar la luz para izar las velas, sobre todo que la nueva marina de Étang Z’Abricots se encuentra bien adentro de la ensenada de Fort de France y la salida, en zigzag por culpa de los bancos de arena que se forman por lo bajo del fondo, no es tarea sencilla y muy poco recomendable durante la noche. Al salir a mar abierto contaba con navegar al menos una hora con buena visibilidad. Luego cruzaríamos el canal de Santa Lucía durante la noche para llegar a Barbados de día, el 31.
Transcurridas 12 millas, desde la partida, pasada ya la Punta del Diamante, el cable de transmisión de la rueda del timón se cortó en seco. Eran las 17:15 h y ya nos adentrábamos en el canal con una orientación del viento razonable, aunque un poco de SE, lo que nos hacía ir bastante más de ceñida de lo que me esperaba inicialmente, según la previsión meteorológica consultada en puerto.
Primera decisión por tomar, dar media vuelta y regresar a puerto, guiados con el auto piloto o seguir navegando hasta destino, confiando en el piloto automático y arreglando una barra de fortuna para llevar el timón como barra franca. 
El problema de los programas demasiado ajustados de navegación y con visitas, es que el tiempo de vacaciones no incluye el tiempo de los percances y viceversa, los incidentes técnicos hacen caso omiso de la estrechez de los regresos aéreos y con agenda cerrada.
Al anochecer quise encender las luces de navegación y no funcionaban. Chequée la VHF y tampoco estaba encendida, sin embargo el piloto y el GPS no mostraban incoherencias. Encendí la luz de bañera y no prendió. Testé con el multímetro en El armario eléctrico y las lecturas daban demasiadas irregularidades. Por esa razón, abandonamos nuestra derrota hacia las Barbados y cambiamos rumbo al puerto de Le Marin para reparar. Era una decisión pesada por los veraneantes que me acompañaban pero debía privilegiar la seguridad. 
Nos llevó todo el día siguiente reparar los dos incidentes, la transmisión del timón y los desperfectos eléctricos. A la tarde estaba todo terminado. Cenamos en el Kokoarum y pasamos la noche aún en el amarre de Carenantilles para poder descansar bien y al día siguiente realizar el nuevo programa:
Santa Lucía – isla Mustique – Petit Saint Vincent – Union Island (Chatham Bay) – Saint Vincent (Walilabou y su Rockside Café) – Santa Lucía (Anse Cochon) y regreso a Martinica. No habría Barbados, y digo afortunadamente, porque no nos hubiera dado tiempo para conocer todo. Posteriormente realicé un viaje a las solas Barbados que me encantó y que agradezco haberlo hecho en forma aislada porque hay mucho allí por recorrer.

El resto del viaje por este fantástico arco Antillano se desarrolló con excelente disposición de los dos amigos, muy buena camaradería y como quedó plasmado en el anecdotario, “nos dejamos nuestro corazón en Mustique”. 
Pero también nos regocijamos nadando con tortugas en los Tobago Cays, disfrutando de los atardeceres en las cálidas aguas y arenas de Petit Saint Vincent y Chatham Bay y riéndonos en Walilabou en el Rockside café y toda el decorado heredado de los Piratas en el Caribe.
¿Cómo podíamos redondear nuestras aventuras sin la oportunidad de la noche de jazz en Le Zest? No nos daba tiempo para llegar un día antes a Fort de France. Llegaríamos con el tiempo justo.
La Anse Cochon me figuraba en la carta como una excelente opción para fondear y zarpar al alba hacia nuestro rumbo final. Parecía un fondeadero pequeño con una playita indicada con buen fondo de arena.
Llegamos idealmente al final de la tarde, justo para echar el ancla, con luz suficiente para bucear y chequear su posición y buen agarre. Intento siempre fondear por 4-5 metros, por si llegado el caso de tener que reposicionarla. No soy muy bueno en apnée. 

Estábamos degustando nuestras últimas pastas regadas con un buen Malbec cuando empezaron a aparecer las luces de las construcciones sobre la colina lindante. A media falda se notaba una suerte de balcón bien iluminado. Tenía toda la apariencia de un hotel con su consiguiente bar…
No resistimos a la tentación del desembarco para explorar el potencial de nuestra última velada caribeña. Al otro día a la misma hora estaríamos frente a una bandeja plástica con comida recalentada en microondas minutos antes de emprender el vuelo de regreso a la Métropole.
Debo aclarar un punto de trascendente importancia para la anécdota que sigue. Clinamen disponía por esos días, de una embarcación auxiliar, como pomposamente se le llamaba al diminuto dinghy con capacidad para persona y media. Resulta que los dos amigos no eran de corpulencia media o reducida sino de fuerte para algo más. Y conmigo éramos tres personas…
A carcajada limpia logramos llegar con éxito hasta el embarcadero pero lo más difícil fue desembarcar porque estaba concebido para lanchas y yates de mayor tamaño y había una altura entre el borde del muelle y la superficie del agua que necesitaba una trepada de más de un metro y medio. Ya convertidos en diestros marineros, mis amigos y yo logramos bajar a tierra firme y apuntar escaleras arriba a nuestra Meca, el Bar, para nuestra despedida y festejo, por unas travesuras que comenzaron con malos augurios pero se estaban acabando de la mejor manera.
El balcón imaginado no tenía nada que envidiar a nuestra imaginación desde abajo, de la cubierta del barco. Era un suntuoso hall vidriado, colgante, con las mesas dispuestas al borde, con la mejor vista. La entrada era libre para consumir, cómo no iba a ser si éramos los únicos clientes.
Los precios de las bebidas bastante razonables y la atracción por la presentación de los cócteles maison que nos hizo la amable morena era proporcional a la propia atracción de la mesera, vendedora, cajera, encargada, y única presencia aparentemente de esta parte del establecimiento.
Las preparaciones, todas con rones locales, eran muy ingeniosas y vistosas. Confiamos en la chica para los sucesivos dos, tres y hasta el cuarto trago tropical. A partir de allí, ella nos recompensó con una excelente degustación de un ron viejo de 30 años, puro, con su color Ámbar y su densidad llena de aromas a barriles y especias, a calidez y sudor suave, del rico, del que huele a tarde reposada meciéndose en una hamaca.
Agradeciendo su simpatía y la buena elección musical, saqué a bailar a la joven y nos divertimos un buen rato por lo que cuentan las fotos, porque mi memoria empieza a flaquear después del tercer reggae apretado y el sexto cóctel con dos adicionales de ron puro del mejor.
De la improvisada pista de baile, saltamos al otro día a hora temprana, con el llamado de mi abogado, que tenía que comentarme algún asunto de índole profesional. No estaba en condiciones de hilar los conceptos de lo que escuchaba así que le prometí que devolvería la llamada.
Cuanta fue mi sorpresa cuando vi que los dos amigos estaban respectivamente dormidos, en sus cuchetas, a bordo, con toda tranquilidad y sin signos de inquietud. Inmediatamente me alerté por el dinghy, pensé cómo diablos habremos llegado sanos y salvos a subirnos los tres borrachos y acertado a alcanzar el barco. El dinghy estaba yaciendo como lo habíamos dejado, bien atado a su cornamusa. 
Me volví hacia los amigos que empezaban a estirarse y les pregunté si sabían cómo habíamos llegado! ¡Nadie recordaba nada de lo sucedido después de los bailes y los ene tragos perfectamente bien preparados por Sam, mi amorosa bailarina de la sorprendente Anse Cochon, en Saint Lucia.

Unos cafés, una maniobra acertada para salir del fondeo y estábamos en pocos minutos navegando sin el menor rastro de dolor de cabeza o secuelas de mal alcohol. Desde ese entonces, el buen ron fue adoptado como mi espirituoso preferido.

Las Olas como la Vida

¡Ay, qué me faltarían puntos de exclamación para describir el intenso momento de felicidad que acabo de sentir! Como una revelación, de una intensidad que sólo en esta clase de trance puede uno vivir.

Trataré de describirla, aunque la emoción me da la impresión que me dificultará la expresión justa. Las emociones nunca fueron la mejor compañía de la prosa, de la poesía quizás sí, pero la prosa intensa tiene peligros que intentaré sortear.

Estaba plácidamente acostado en el suelo de la bañera, desnudo, con bronceador y la excelente biografía de Colón de Salvador de Madariaga como excusa para disfrutar a ras del mar del bamboleo incesante causado por las olas.

De fondo, había puesto un CD del mejor jazz, creo que sonaba en ese momento Ella Fitzgerald cantando «How High the Moon». Me gustó la coincidencia porque anoche había tomado una foto de la luna llena, alta, plantada por popa iluminando esas estelas en la mar que ya forman parte del pasado reciente, de las aguas que quedan detrás.

Tomé el iPhone para volver a ver la foto y me percato que había recibido nuevo mail del amigo parisino que ya me había sorprendido con Roland Barthes hace unos días.

Esta vez su mail, a parte de la ingeniosidad habitual, me aportaba una inmensa profundidad a las emociones que estaba sintiendo en esas últimas horas. Me cita a Hegel en una de las frases que más comparto con el filósofo alemán: «La Libertad no nos viene dada, se conquista.»

¡Ay, mi Manulito! Si tú supieras que a mis 18 años salí de mi casa familiar repitiéndome esa misma frase de Hegel, al que recién había conocido, para conquistar esa libertad que desde entonces no puedo escribir más que con mayúscula.

El amigo, me escribe también que somos siempre responsables de nuestra propia vida. Pero lo más sorprendente es cuando me dice que debo estar reconociendo la inocencia de la infancia al extasiarme delante de las cosas simples como ver volar a los peces o zambullirse a los pájaros en el mar. ¡Así es, Amigo! Ayer mismo, al atardecer me sobrevolaron tres golondrinas, que siguieron mi estela durante un buen rato, sin mayor sentido que el de acompañarme. Luego tuve el espectáculo mudo del ballet de peces voladores, unos saltando por babor, otros respondiendo por estribor, grandes saltos, vuelos bajos, cortas apariciones, largos recorridos impresionantes. Una fiesta de la naturaleza que precedía a un atardecer anaranjado. Mi reflexión, por la noche, al recibir el regalo de la luna fue que la vida es maravillosa, pero que uno debe ir a buscarla para encontrarla, no viene sola.
Compadezco a quiénes la vida les ha regalado todo, a quiénes sin esfuerzo todo les cayó ofrecido y en el mejor de los casos logran sostener con relativo mérito la herencia que les fue obsequiada por el beneficio de la cuna. Yo, estoy aquí porque me la he currado, pienso para mis adentros.
Y con esos pensamientos volando por mi mente me fui a dormir anoche, zarandeado por las olas después de haber trimado de la forma más equilibrada al fiel Clinamen.

Después de leer el mensaje del amigo, esta mañana, me digo que la reflexión de hoy no puede ser otra que sobre la Amistad. Ayer tuve regalos de la Naturaleza, hoy toca que me regocije con la felicidad de sentir a través de algo simple como unas palabras justas, la buena visión que a la distancia solo puede tener un amigo. Gracias a la Vida, canturreo en un instante a Violeta Parra, interrumpiendo el fondo de jazz ambiente. Dejo el teléfono a buen resguardo para disfrutar unos minutos de no hacer nada más que contemplar el entorno magnífico que me rodea y gozar de este momento de comunión espiritual.

En ese instante, las olas, que por la mañana creía que se habían allanado un poco (tan solo medían metro y medio incluso muchas de ellas tan sólo un metro), de repente me parecen más blancas y vigorosas. Me yergo pensando que debe ser la sensación dada por estar acostado en el fondo de la bañera.

En ese preciso momento, diviso a una ola que viene detrás de otra, más espumosa que lo habitual, imponente. El Clinamen parece ponerse ligeramente de costado por acción de la primera y la segunda, fabulosa, amenaza desde su impresionante altura de 3 metros medidos desde el valle de la ondulación. Me mantengo confiado en mi cabalgadura y concentrado en el espectáculo. La terrible masa perseguidora ya es todo burbujeo blanco, acercándose más veloz que nuestros 8 nudos. Siento el terrible impacto contra un costado del casco. La otra mitad de la ola nos sobrepasa e inunda por el otro. El maravilloso Clinamen aguanta el cimbronazo por la aleta de estribor cuando la otra parte de la onda parece querer invadir su babor arremetiendo cientos de litros en una trepada incesante. El navío, sale indemne del trance, orgulloso. Siento que me observa desde su magnífica rueda de metro y medio en la que yo veo dibujado su rostro feliz. Estoy nuevamente en estado de éxtasis emocional. ¡Qué maravilla, me faltan palabras para describir mejor el instante de vida!

Retomando la calma de las siguientes ondulaciones de apenas dos metros, ya un clásico al que nos hemos habituado, mis reflexiones son de puro agradecimiento. Las olas son como la vida, pienso. Hay pequeñas, grandes, cortas, largas, de todos los colores, pero sobre todo las hay suaves, que nos acarician y nos mecen en los momentos agradables, de disfrute, como las hermosas olas que me habían dado tanto placer al acompañarme en alguna playa, mientras hacía el amor con mi Sirena. Otras, en cambio, te azotan con tanta violencia que parecería que han surgido del fondo del océano exclusivamente para golpearte.

La gran ola ha pasado y puedo volver a sentir la tranquila ondulación a la que el trimado obedientemente venía acostumbrándonos. En la pantalla del iPhone, el mensaje aún iluminado, apenas unas gotas de salpicado, gracias a que instantes antes lo había puesto a salvo. Mi corazón está lleno. ¡Me siento Vivo! ¡Para eso estoy aquí! repito como cuando me emocionaron los delfines en forma tan ingenua e infantil. ¡Para eso es que vivimos! Sentir la proximidad de la muerte nos hace más fuertes y prudentes. También más amantes, más sensibles y comprensivos. Más humanos, más cerca de la Naturaleza.

Hace unas noches, en el momento que describiría como de mayor bajón emocional de esta travesía, las olas eran cortas, insistentes, desagradables. Salí a cubierta a gritarles. Las increpé a ellas directamente  ¿Por qué tenían tal grado de rencor conmigo, por qué ese ensañamiento?  Había llegado hasta aquí sin haberle robado nada a nadie y jugándome mi piel, no la de ningún otro individuo!

Recordé ese enojo y volví a acongojarme con el espectáculo de la mole matinal, viniendo por detrás, amenazante y yo confiado, que nada pasaría, que estaba en el lugar que me correspondía. Sentí nuevamente la violencia del golpe y pensé en lo corta que es la vida cuando de un golpe de ola se nos termina, cuando queremos pensar que no nos ha llegado el momento, que no nos lo merecemos. Últimamente varios episodios de ictus ocurridos a personas que me rodean, me han hecho pensar lo mucho que me conmovió la muerte temprana de quién fue mi primer «mejor amigo» de la infancia. Ocurrió súbitamente, como no puede ser de otra manera cuando uno apenas ha despegado de los 40 años. Dejó detrás de él un amor no resuelto, sufrimiento en sus seres queridos y enojos en los que otrora fueron sus amigos y que no habían llegado a hacer las paces con él. Pero le llegó su ola, su muro persiguiéndolo y no tuvo cabalgadura suficiente para proteger su cerebro.
Hace un par de días, durante esa jornada negra, yo mismo tuve la advertencia de otra ola que, sorpresivamente, golpeó el barco, cambió el rumbo y, al obligar a la botavara a trasluchar, me encontró indefenso. Justo en ese preciso instante me había sacado el arnés de seguridad para ponerme crema bronceadora. Salí despedido por los aires y apenas pude atraparme de los cables periféricos, quedando colgado con los pies ya en el agua. Todo mi instinto de vida me permitió regresarme a bordo bajo estado de shock, pero a salvo. Los nervios a flor de piel y mi cabeza concentrada en temas tristes, habían sido los culpables de no haber sentido el movimiento de balanceo previsor. Siempre siento cuando el barco va a cambiar de dirección, esta vez mi mente me tenía anestesiado, me jugó una mala pasada que podría haber sido mortal. Y lancé otro grito de los que este mar que me rodea se está acostumbrando a escuchar. ¡Coño, pero si vengo respetando todas las consignas de seguridad, en el segundo que me distraigo y que hago una operación no atado casi me tiras al agua! Todo esto no podía terminar en forma tan estúpida.

El mismo pensamiento me vuelve una y otra vez: las olas son como la vida, nos muestran que en un instante todo puede cambiar de forma, de sentido, de vigor. De allanadas pueden convertirse en monstruos, y, en un instante único de violencia e injusticia, llevarnos con ellas sin ninguna explicación.

Espero grabar en mi mente todas estas emociones que mi corazón está sintiendo, que no me lo olvide cuando, ya de regreso en tierra, tenga que lidiar contra lo cotidiano, lo desagradable y contra los nefastos seres que nos corrompen el espíritu a veces encubiertos, otras veces violentamente opuestos.

Recupero estado consciente y Ella Fitzgerald se está haciendo acompañar por el inolvidable Louis Amstrong: They Can’t Take That Away From Me. OH. NO!! THEY CAN’T!

Termino de escribir la frase y lloro. Lloro de la alegría y de la emoción que me procura poder escribir todo esto. Nunca lloré tanto como en esta travesía. Nunca me sentí tan vivo, tan feliz de estar viviendo lo que vivo, con sus momentos altos y bajos. Esta capacidad de llorar y emocionarme  sin límites es lo mejor que me está ofreciendo este Viaje. El mejor aprendizaje posible.  Gonzalo se habrá encontrado con Gonzalo, pero lo ha hecho para poder regresar mucho más que el Gonzalo que se fue.

Necesidad de Mar

Quiero hoy pensar sobre el Mar, el mar que desde hace ya muchos días, semanas, me rodea, me envuelve, zarandea, pero también transporta, protege, me acoge en su seno, me da aire y libertad y un sentido a mi vida renovado.

Me gustaría reflexionar profundo en su profundidad, pero cómo hacerlo sin evocar el más bello poema que de él se haya escrito, al menos en nuestra lengua castellana. Cedo el honor al poeta para iniciar estas reflexiones. Mi osadía será hablar después del genial chileno.

EL MAR, 
Pablo Neruda

Necesito del mar porque me enseña:
no sé si aprendo música o conciencia:
no sé si es ola sola o ser profundo
o sólo ronca voz o deslumbrante
suposición de peces y navíos.
El hecho es que hasta cuando estoy dormido
de algún modo magnético circulo
en la universidad del oleaje.
No son sólo las conchas trituradas
como si algún planeta tembloroso
participara paulatina muerte,
no, del fragmento reconstruyo el día,
de una racha de sal la estalactita
y de una cucharada el dios inmenso.

Lo que antes me enseñó lo guardo! Es aire,
incesante viento, agua y arena.

Parece poco para el hombre joven
que aquí llegó a vivir con sus incendios,
y sin embargo el pulso que subía
y bajaba a su abismo,
el frío del azul que crepitaba,
el desmoronamiento de la estrella,
el tierno desplegarse de la ola
despilfarrando nieve con la espuma,
el poder quieto, allí, determinado
como un trono de piedra en lo profundo,
substituyó el recinto en que crecían
tristeza terca, amontonando olvido,
y cambió bruscamente mi existencia:
di mi adhesión al puro movimiento.

Nací en Buenos Aires, frente al Río de la Plata, que los conquistadores españoles llamaron Mar Dulce, sencillamente porque tiene apariencia de mar, pero es de agua dulce. En mi infancia ése fue mi Mar. Lo veía desde el balcón del apartamento familiar y soñaba con surcarlo algún día. No era el mar, pero era mi puerta hacia él. Cuando de niños estábamos de vacaciones en algún lugar a orillas del mar, no salíamos del agua hasta que los sándwiches de milanesa completa o la reiteración de gritos y urgencias no nos imponían el fin del día de mar.
Pero fue cuando empecé a leer las historias de descubrimientos, de los grandes navegadores, la magnífica historia del Infante Enrique de Portugal, Enrique el Navegante, y más tarde a Dove, la aventura del primer adolescente que se lanzó a dar la vuelta al mundo en solitario con escasos 16 años y un Sloop de apenas 8 metros, que comprendí que si algo en esta tierra me fascinaba era el Mar.
La mía fue una adolescencia más bien intelectual y algo exigente que me alejó de aquellos sueños. Con la familia íbamos cada fin de semana a «la isla». Así era como llamábamos a la casa de fin de semana que tenían mis padres en el Delta del Paraná. “La isla” no era exactamente tal cosa. Era quizás sí una pequeña isla o un pedazo de una isla de un delta. No era el mar, estaba alejada del mar, pero desde esos fines de semana infantiles he sabido que mi vida solo podía ser en una isla, pero en una isla rodeada de mar.
La gente que vive en una isla tiene algo especial. Ya escribí sobre ello en el post dedicado a la gente de Cabo Verde. Los isleños tienen esa apreciación de la felicidad como satisfacción real, no ficticia, del entorno y las circunstancias que los rodean y envuelven. Si la isla es lujuriosa, sus habitantes no son quiénes se construyen las mansiones, que generalmente, si las hay, pertenecen a extranjeros que apenas si disfrutan de ellas. Pura trivialidad la de esas posesiones que contrasta con las pocas necesidades que, por lo general, tienen sus lugareños, que en cambio disfrutan a diario de la belleza y el buen vivir del lugar.
Los isleños suelen ser gente sonriente, musical, orgullosa y reservada.
Cada uno tiene su isla en el mundo, me dijo una vez un simpático rastafri de la isla del Maíz, o Corn Island como le llaman sus verdaderos habitantes, afroamericanos provenientes en su mayoría de las Antillas colonizadas por los británicos. A los 21 años, cuando visité esta isla conocí lo más cercano a la imagen de la Arcadia que uno idílicamente es capaz de configurar en su mente. Esta podría ser mi isla, me dije en ese momento. Pero con tan corta edad, no podía ya abandonarme a una vida paradisíaca sin haber visto al menos otros lugares que pudieran existir de comparables. También necesitaba descubrir la vida en sus otros aspectos y hacer mi camino, como Dante a través del Infierno y todas sus trampas. Hoy esta pequeña isla debe haber cambiado mucho y le he prometido al Clinamen que iríamos juntos a visitarla, quizás lo haga a finales de este año o quién sabe si a principios del próximo. Pocos sitios en este planeta me arde tanto en volver a recorrer.
Al llegar a Francia, me instalé en una zona rural, lejos del mar, cerca de las vacas y las nubes que todo lo cubrían. Fue un período de ostracismo en el que mi refugio fue el trabajo, el proyecto, fundar una familia, ser productivo y útil para la sociedad. A los 10 años mi inquietud de origen intelectual reclamó sus derechos y solicité integrarme en La Sorbonne para retomar los estudios de Filosofía que había comenzado en Buenos Aires, a los 18 años. Sólo un lugar podía acogerme en ese París mundano y desconfiado del extranjero y provinciano que yo era, un advenedizo recién llegado del mundo rural subestimado por los parisinos. Y ese lugar era una isla. Tenía hasta nombre de isla. l’Ile Saint Louis. Una aldea isleña en esa inmensidad urbana que es París. Alquilé un estudio al lado de una librería mágica que también tenía nombre de isla, la Librairie des Iles lointaines, creo que se llamaba. Un lugar entrañable, regentado por una librera encantadora, que personificaba ella sola la vida de esa isla y sus escasos verdaderos habitantes.
Islas de un delta, del mar o de una ciudad, tienen todas en común ese algo que es su aspiración a ser únicas, aisladas, solitarias, libradas a ellas mismas. Todas evocan algo y en mí especialmente evocan el Mar o su aspiración, aunque sea lejana, pese a que se encuentren a kilómetros de una costa marina.
El Mar es la inmensidad, lo inconmensurable. Todo es mar. El arroyo en la montaña está compuesto de gotas de agua que inevitablemente terminarán en el mar. Es el origen de la vida y el fin último.
Nos dicen que provenimos de polvo y que como polvo terminaremos. Pero todo polvo termina en el mar.
Si en nuestro planeta Tierra no hubiera agua, la vida sería imposible. Polvo, minerales, es lo que compone cualquier astro en el Universo, sin embargo sólo la existencia del agua determina que en ellos la vida sea posible. Y el agua primera se llama Mar.
La primera y la última.
Saben aquellos con quiénes he hablado del tema, que muera donde muera, quisiera que mis cenizas se esparzan en el mar, o que sencillamente dejen mi cuerpo en el fondo marino. Si directamente tengo la suerte de morir en el mar o en mi isla cercada de él, le ahorraré esfuerzos a mis herederos y a la naturaleza.
Nuestra vida humana siempre se desarrolla en el medio, entre un origen y un fin. Hace días que vengo reflexionando sobre el sentimiento de estar en medio del mar, de puro mar alrededor. Todo mi mundo no-mar es el espacio de 11 metros de largo por apenas 3 metros de ancho, que constituye mi Clinamen. Tomé medidas y me encuentro a 950 millas de la costa continental más cercana, la de Sudamérica, a casi 1200 millas de mi destino, las Antillas y a 910 millas de Mindelo, de dónde salí hace más de 5 días, en el archipiélago de Cabo Verde. Me encuentro estrictamente en el medio y sin embargo, más que en el sentido geográfico, lo que más me evoca este momento, es el medio de la vida.
No haría falta mencionar que en mi extensa bibliografía atlántica no podía estar ausente la Divina Comedia de Dante Alighieri. Así comienza su Canto Primero de la Obra Magistral: «A mitad del viaje de nuestra vida, me encontré en una selva oscura por haberme apartado del camino recto.» Dante hace referencia al viaje al Infierno que recorrió a sus 35 años, edad que era considerada en su época como la mitad de la vida.
Terminará siendo guiado por Beatriz, su bien amada, por el Paraíso.
La primera parte de mi vida la pasé en tierra, en las labores productivas, ejerciendo todas mis capacidades que como joven podía tener en exceso. Coraje, temeridad, fuerza, capacidad de aprendizaje y también lucidez, aspiración al riesgo, ánimos de éxito y de conquista. Tampoco me faltó desarrollar la pulsión de perpetuarnos por medio de hijos, de dejar una descendencia.
Pero, por increíble que parezca, mis dos aspiraciones mayores: vivir en el mar y desarrollar mi creatividad, quedaron siempre postergadas. Eran vistas por mi espíritu como frutos del Paraíso que no podría acceder si no estaba dispuesto a entregarme enteramente a ello. Y ahora al encontrarme en este absoluto medio del mar, escribiendo y soñando con seguir haciéndolo, no podía dejar de evocar esa conciencia íntima y profunda de encontrarme en el medio de la vida.

Para mayor coincidencia, habiéndome despertado con estos pensamientos en mi cabeza, recibí un mail de un amigo parisino en el que me cita a Barthes cuando hablaba de una etapa en el medio del camino de la vida, que no forzosamente corresponde con lo temporal sino en ese momento que separa nuestra vida en esa sucesión de lo cotidiano y otra en la que aspiramos al camino de la creatividad. No podía haber visto mejor el sentido de este Viaje del Clinamen.
Hoy tengo en mi proa el «otro lado», Ítaca, mi isla en el mar que mi vida se ha merecido. Detrás está todo lo que hice, que no reniego, ni rechazo y que seguiré reivindicando y esperando fructificar. Pero mi espíritu busca la orilla que le espera y que constituye su principal aspiración. Seguiré navegando y escribiendo durante esta segunda mitad de mi viaje, porque sé que es lo esencial de esta mitad que me queda por delante.
En el preciso momento en que escribo estas líneas rodeado de Mar, del infinito a pérdida de vista, pienso que este salto cualitativo es más temerario que el haberme lanzado a navegar el océano y encontrarme hoy en su término medio. Sin otra escapatoria que seguir hacia adelante, con los vientos favorables y confiando en mis capacidades, las de mi Clinamen y la de mi tripulación, los seres queridos que me acompañan.

No tuve la oportunidad o me faltó el coraje de salir a navegar el mundo cuando tenía 20 años. Me dediqué a navegar por tierra, quizás debía recorrer esa clase de caminos antes de aventurarme a no tener más que estelas de mar rodeándome. Igualmente carecí de la firme aspiración de la creación cuando de joven decidí dedicarme a una vida más económica y productiva. No me lo reprocho tampoco porque entiendo que era de la costa de la que procedía, la educación y la historia familiar que condicionan los primeros pasos que damos en su vida.

Confío que Ítaca espere que la descubra, a que regrese a ella, cuando haya encontrado su camino. También espero que Beatriz, bajo la forma de una delfina o Sirena no traicionera, sea mi musa y me guie por el Paraíso de la creación. Esa es la parte del camino de mi vida que me toca transcurrir.
El Mar es la Libertad, que nos rodea infinitamente, que está en el origen y el fin de todos nuestros actos y aspiraciones. Ese Mar es con quién he venido a encontrarme, guiado desde el primer día por los delfines, mis ángeles protectores que han querido traerme hasta este medio del Océano para hacerse discretos y dejarme a solas conmigo y con mis circunstancias.

Miro el mapa con mi posición GPS y me veo retratado en el medio de la vida, feliz de haber llegado, pero aún más feliz por haberlo hecho entero, con todas las fuerzas y capacidades como para afrontar esta segunda etapa que probablemente me depare también momentos difíciles y desafíos que hoy me cuestan imaginar.

Termino con la primera frase del poema de Pablo Neruda con la que empecé este texto: 
“Necesito del mar porque me enseña.”
Necesito del mar porque me enseña.

Cabo Verde, Verde, que te quiero Verde

No me cuesta acostumbrarme al constante azul, al azul-verdoso, al grisáceo que me rodea desde ya un mes. El mar dicen que adquiere el color en función de la profundidad y del plancton. Como el desierto, el mar nunca es el mismo, aunque siempre sea el mismo mar. El que cambia es quién lo navega. Y como el mar, no todos los días lucimos el mismo color.
He salido de la Gomera creyendo no volver a pisar tierra hasta las Antillas. Estaba muy ansioso de ya verme la cara a solas con ese infinito horizonte al que apuntar casi en línea recta hacia el W, el Oeste, enfilar al Poniente y coleccionar atardeceres. Con la Vela Mayor averiada se me plantean pocas opciones. El mapa es escaso en geografía por estas latitudes y yo ni preparado estaba para ir a ninguna otra parte que cruzar.
Consigo remendar la Vela, pero poco duran las alegrías en esta travesía. Se deshacen las tiras plásticas que debían aguantar 2400 millas. Las costuras, como las fronteras, son permeables a la fortuna, que no es ni buena ni mala, sino impredecible;  como las articulaciones de nuestro cuerpo, esas fisuras nos doblan o pretenden doblegarnos. No me queda otra que variar el rumbo. Desde mi base en tierra me envían las coordenadas GPS de la Marina Mindelo en Sao Vicente, Cabo Verde, un lugar al que no pensaba ir. Pero la Serendipia que me acompaña quiere que descubra lo que no voy buscando. El marinero debe adaptarse a una carta de navegación diferente, el destino se escribe con lenguaje propio, lenguaje que debemos acatar.
Los tres días desde mi posición de avería hasta Mindelo, la segunda ciudad más importante del archipiélago de Cabo Verde, capital de la isla de San Vicente y el puerto al que quiero llegar, son de navegación tranquila. Apenas viento hasta acercarme a las islas. El blanco amenazante, el de las nubes sospechosas y la espuma agitada, desaparece. Me da tiempo a pensar, algo que he podido hacer escasamente durante los días anteriores, mientras continuo mi diálogo rumiante conmigo mismo y con los que se quedaron en tierra. Las nuevas tecnologías impiden la soledad absoluta. Pero tampoco es lo que deseo. Decía Marco Aurelio en sus Meditaciones que “Todo lo que escuchamos es una opinión, no un hecho. Todo lo que vemos es una perspectiva, no es la verdad”. Nadie está viendo lo que yo veo, nadie está escuchando lo que yo escucho. Llego a pensar que sólo puedo conversar con mi mismo y con los delfines que me visitan y me invade una desazón que no se corresponde con el día radiante que me acompaña. El mar es absolutamente azul, sin traza de color blanco.
Las islas remotas tienen un magnetismo fuera de lo común. Son pedazos de tierra aislados que fueron imaginados antes que explorados. Hay quién puede pensar en ellas como cárceles y así fueron utilizadas durante siglos. Los penales de ultramar. Como en los Gulag de Siberia, escapar de una isla remota significaba la muerte. Te encierran en su lejanía, en su aislamiento. Son invisibles, y su realidad se evapora en relatos que no necesitan del método científico. Estamos predispuestos a creernos cualquier cosa sobre esas islas. Finalmente siento que estoy feliz del acontecimiento que me obliga a desviarme. Me permitirá explorar mi carta de islas.
Intento pescar, sin éxito. La navegación continua con una tranquilidad plomiza a pesar de los cargueros que se distinguen a ojo y que provocan un concierto de pitidos de la alarma AIS que insiste en recordarme que no estoy solo. Los cargueros me dan a entender que, al menos, estoy en el buen camino, en la ruta directa hacia el sur o el oeste. A medida que me acerco y pienso adonde llegaré, me doy cuenta que no venía preparado para esta parada y por ello no preví ninguna carta, ni programa.
A pocas horas de divisar tierra se me hace de noche cerrada y me encuentro navegando a ciegas. Es la navegación más peligrosa que existe, también la más arcaica y que continúan realizando los pescadores, sobre todo los artesanales. No me acompañan las estrellas, aunque sí el sónar, pero de nada me sirven el resto de parafernalia moderna. La oscuridad en el mar no deja lugar a ningún otro color y debo recobrar la pericia de los viejos navegantes. Agudizar la mirada, diferenciar los contrastes entre los distintos negros y grises. Lo más difícil es controlar la ansiedad de topar con algo que no hubiera divisado más que a último momento o ni siquiera hasta el impacto…
Tampoco es sencillo acertar con Mindelo, sólo tengo unas coordenadas GPS de la marina. Pero ya he comprobado que los puntos GPS no se indican con una precisión exacta como para guiarse a ciegas y esperar no topar con un escollo de magnitudes. Voy haciendo cabotaje hasta encontrarme con un puerto comercial en el que aún no diviso la entrada a la marina o a un puerto deportivo. Busco mástiles, símbolo, el mejor posible, de que barcos de la misma especie se encuentran alojados. Por suerte, la maniobra para bajar la vela desafiante y orgullosa en Kevlar resultó sin mayor inconveniente que el de deber hacer tres veces el largo del espacio amplio frente a la bocana hasta acabar de arriarla. Nadie responde a la radio portátil, al canal 72 ni al teléfono que me habían indicado. Tendré que arreglármelas solo si quiero llegar a descansar esta noche. Con alivio, ya bien adentrado en las instalaciones, una fina aguja sobresale de las sombras. Encaro decidido, aunque siempre guardando la mirada al sónar. Una hora después me acuesto satisfecho en el camarote de proa, ya sin el movimiento constante y pronunciado que es su costumbre. Son las 4 UTC, estoy molido, y a la vez aliviado, no sé dónde habré llegado ni con qué me encontraré por la mañana. Pero he llegado, hemos llegado.
Cabo Verde
¿Qué sé yo de Cabo Verde al despertar? Apenas nada. Cesária Évora. La voz dulce y los pies descalzos, la artista auténtica y torturada. Las baladas criollas, suaves, nostálgicas, esa música que acaricia y te enseña a apreciar la saudade. Poco más. Las letras rítmicas, las palabras que te rasgan el alma. Es dulce morir en el mar, cantaba… mi preferida, por razones que no explicaré.
Es dulce morir en el mar
Las ondas verdes del mar
La noche en que no vino
Fue triste para mí
La barcaza volvió sola
Una noche triste fue para mí
Es dulce morir en el mar
Las ondas verdes del mar
La barcaza navegó, noche era
La madrugada no ha regresado
Marinero hermoso
La sirena del mar se lo llevó
Es dulce morir en el mar
Las ondas verdes del mar
Es dulce morir en el mar
Las ondas verdes del mar
La olas del mar verde miel
Lo primero que me sorprende al llegar a Cabo Verde es la luz, intensa, como lo es siempre en el trópico. Una luz que no admite matices. Los colores aquí están todos en su lugar. Lo áspero del terreno. Volcánico, sí, pero duro. Una tierra que no parece amable. A quien camina sus islas, los pies se le desuellan. Llevaba Cesária Évora las plantas de los pies abiertas, «pisadas», como ella decía tras cincuenta y cinco años caminando descalza, del puerto de Mindelo a otros puertos. Cabo Verde: nueve islas, a 300 millas de tierra firme, océano Atlántico, noroeste de Senegal, un millón cuarenta mil almas, setecientos mil caboverdianos en la emigración, nueve dialectos criollos que quedaron del portugués azotado por los vientos, confundido con el canto de los pájaros. Fue colonia portuguesa, independiente en 1975, país agrario y pesquero, castigado por el tiempo y la sequía.
La voz de Cesária Évora tenía el olor de Cabo Verde en su piel oscura y su sonrisa fácil y amplia.
“Los caboverdianos aprendimos a tener fe en el mar. Mindelo es una bahía grande, llegaban barcos y la gente se echaba a los botes, porque los barcos siempre traían cosas, y negociantes y gentes de comercio: la vida era muy movida». Cesária tenía dieciséis años y un hombre tocaba su violín, ella en un rincón empezó a cantar aquella música, bajito, bajito, y el hombre se quedó mirando y le dijo: «Canta más alto, Cise». El hombre se llamaba Iduardo. Fue así como empezó a cantar en los bares y en los barcos y a llamarse Cise: «A los portugueses les gustaba mucho mi voz, y los marinos me llevaban a los barcos, eran barcos de guerra, pero en las tabernas no había sólo portugueses, había marineros de todas las razas y países. Se sentaban en las mesas a beber y me llamaban para que yo cantase, lo hacía de pie, allí quedaba con mis sentimientos delante de ellos. Luego me daban monedas».
Me sorprenden las personas. Al contrario de la tierra que habitan, las gentes de Mindelo, los caboverdianos, me reconstruyen la imagen de la felicidad. Esa de la que tanto he hablado a mi escudero, mi Clinamen, en nuestras horas de charlas nocturnas. Lejos de todo, lejos de todos, sin prisas, sosegados, esperando poco, porque poco hay que esperar, anhelando poco, porque poco hay que anhelar, ambicionando lo justo. Una buena pesca, un buen lugar bajo el sol, el verde del mar. La felicidad se destila por el desapego, la lejanía. Será que es más fácil ser feliz –o aparentarlo- en medio del Atlántico, que hacerlo en París o Barcelona. Me quedan más de 2100 millas para dilucidarlo. Estas islas que han sido siempre refugio para los marinos, también eran la base en el tráfico de esclavos. El caribe africano, como Haití, rezuma también esa tristeza por el desarraigo. ¿Será que la felicidad tiene que ver con aceptar el destino que toca, con no provocar a los oráculos, con cierta mansedumbre de espíritu? O ¿será que se han liberado de la ansiedad de ser felices a toda costa? No quiero asociar la mansedumbre con la felicidad, tampoco con la resignación. Siento en esta gente un sentido de la dignidad. Quizás sea eso la felicidad.
Decido concederme la oportunidad de caminar la isla, de conocer a sus gentes. Acariciar, si me dejan, una minúscula parte de sus secretos. Como ya hice en La Gomera, pateo las calles y los caminos porque es con los pies que se conoce la tierra. Al otro lado de la isla, camino solo por un sendero al lado del mar. Camino descalzo. Arena y rocas. Diez kilómetros bajo el sol mientras, por mi mente, van pasando hilvanados a su antojo miles de pensamientos. Los elijo al azar: “uno no deja de navegar por pisar tierra; uno no deja de viajar por atracar en un puerto. El infinito viajar es una actitud, no un medio de transporte. Es absorber al “otro”. Siempre he pensado que las historias ajenas son más interesantes que la mía, de ahí que me apasione la literatura y en cambio me sorprendo cuando me incitan a contar mis anécdotas, que es verdad colecciono miles. Para entender el mundo las ciencias son imprescindibles, para comprenderlo, la literatura es esencial. Viajamos mientras leemos, viajamos mientras conocemos al “otro”, mientras nos ponemos en su lugar. El viajar infinito es la compasión infinita, porque todo lo que nos rodea dejará de existir algún día”.
Regreso y me detengo en la lonja de pescado, en el mercado, en la exposición de Cesária Évora. Mientras me reparan la Vela, me dejo seducir por las historias que me cuentan, las voces que me hablan. No pretendía conocer Cabo Verde y hoy me pregunto si Cabo Verde no era la etapa necesaria de este viaje. Agradezco al Dios de las costuras que rompiera mi Vela Mayor, al Dios de las Hilaturas que me impidiese recoser el trapo. A los dioses del mar, a sus sirenas y tritones, les agradezco que me dejaran reposar en este pedazo de tierra. Todo viene del mar, y luego el mar parte las vidas y sólo a veces las devuelve. Trae riqueza y deja saudade. Del mar viene también la música de Cise, la reina de la morna.

Llevaré siempre conmigo a Cabo Verde y a sus olas de mar verde miel.   

¿Delfines o ángeles? Atlántico, entre las Islas Canarias y las de Cabo Verde, 12 de marzo de 2016

Dice la mitología cristiana que a Dios lo rodean los ángeles que para todo están a su servicio.
Cuenta Jorge Luis Borges en El libro de las Bestias que, según la mitología de los egipcios, Abtu y Anet son dos peces idénticos y sagrados que van nadando ante la nave Ra, dios del sol, para advertirlo contra cualquier peligro. Durante el día, Ra viaja por el cielo, del naciente al poniente; durante la noche, bajo tierra, en dirección inversa. Esos peces protectores no se dice que eran delfines, pero podemos imaginarlo, o serían sus ancestros.

Recordé esta secuencia mitológica cuando en los días pasados, cada mañana me venía a saludar un delfín, a veces por babor, otras por estribor, pero siempre era uno solo quién daba el saludo. Los primeros días de esta travesía fue habitual encontrarme con dificultades durante la jornada, el clima en la Europa meridional se enrareció justo en los días previos a mi partida. Cada día, cuando el peligro o la dificultad habían pasado, ya no era uno sino dos o más delfines que se mostraban para reconfortarme y debo reconocer que lo hacían íntimamente.
En las dos primeras veces, me halagó la coincidencia porque realmente es un momento fuerte la de encontrarse navegando de forma apacible rodeados por estos maravillosos seres.
Cuando comenzó a tornarse una costumbre, los esperaba en forma casi supersticiosa.
Pero ante mi última gran dificultad, cuando por segunda vez se me rajó la vela por su costura y tuve que cambiarla por la más difícil de Kevlar, y ésta última se me atrancó en la rendija del mástil, pensé que mi esperado viaje se acabaría aquí. Me sentí abatido. Había acumulado no sólo cansancio sino constantes llamados de atención, gritos de disuasión, oído los cantos de sirenas que me intentaban seducir para que abandonara esta aventura liberatoria e incluso sustos reales, con dos caídas que sin la seguridad del arnés me hubieran encontrado a la merced del océano.
Me senté en cubierta desarmado, desalmado, desesperado. No podía creer que mi sueño por el que había luchado tanto se acabara por una tontería así.
De repente, se me ocurrió una solución tan simple como tonto había sido el problema. Como la vela es de Kevlar, al ser una tela contra un metal, lubricándola con un aceite no muy agresivo, podía llegar a bajarla poco a poco y al menos salirme de esta situación de impasse.
El extraordinario aceite de oliva fue mi salvación. Con cuidado de no manchar la vela, puse en la relinga y tratando de que penetrara en la encina del mástil.
Di un primer tirón, la vela ni se movió. Pero algo debo haber sentido para poner toda mi energía y con un grito de guerra tirar con todas mis fuerzas hacia abajo. Ahí el tejido cedió un escaso centímetro. Escaso, pero bienaventurado. Tiré más y más y al primero le siguió otro y luego tres y cinco hasta que la aceituna se convirtió en la fruta del paraíso, liberándome de esta calamidad.
Grité y largué una carcajada al cielo. No lo podía creer, lo había logrado. Él viaje podía continuar.
Pero lo mejor estaba al llegar. Es un sentimiento raro expresarse tan efusivamente cuando uno se sabe solo y que no está demente, o eso aún se cree. Por ello, con una sonrisa de oreja a oreja, con honda satisfacción, miré a mi alrededor como buscando a un cómplice o a un espía que estuviera escuchándome.
¡Cuál fue mi sorpresa cuando vi al instante aparecer a mi delfín matinal, juraría que el mismo de siempre, viniendo a saludarme, a felicitarme! ¡Qué va, no viene a loarme sino a indicarme que él siempre está ahí, protegiéndome, guiándome! Como un niño, embargado de emoción rompí en un llanto desconsolado. No podía dejar de llorar, viéndolo sonreír y zambullirse hacia la proa, mostrándome que estaba en el buen camino y que debía seguir creyendo en mí y en mi nave, en mi Clinamen. Cuando comencé a controlarme, el resto del grupo llegó para que la hazaña se pudiera convertir en fiesta. Clinamen y su Capitán estaban rodeados, escoltados por una tropa de felices y efusivos delfines.

Cuánta emoción me está regalando este viaje hacia el fondo de mis sueños.

Regresé a la cabina, me senté y empecé a escribir.
¿Por qué necesito escribir? Aquí está la cuestión que ya no puedo evitar. Es un asunto que no concierne al mundo, pero que me concierne. Soy mi escritura, sea lo que sea. «Soy mi escritura», la evidencia vulgar para algunos, sorprendente para otros y para mí absoluta. Sin embargo, si analizo mi memoria de los años pasados, entiendo que dar respuesta a esta pregunta forma parte de mi transformación, de mi clinamen personal.

Estoy convencido que este periplo atlántico me es metamórfico, no por que me vaya a transformar en coleóptero, pero sí por la íntima relación con el sueño que se va cumpliendo y lo que estoy viviendo con los delfines. Mis protectores, las únicas almas que me acompañan en el mar. Quizás sean los animales más humanos que existan, y quizás lo sean porque llevan siglos haciendo compañía al navegante, que quizás sea el menos humano de los tipos de humanos que existe. Entre el marino y el mar la frontera es casi inexistente, donde empieza el mar y donde termina un navegante no siempre es evidente. El delfín es el guardián de esa frontera, el símbolo totémico del tránsito, del cambio, de la metamorfosis, del Clinamen. En plena emoción, subyugado, juro que pensé en que quizás me llamaban para irme con ellos. Esa distancia de menos de un metro entre mis pies y su lomo ondulante era todo el precipicio al que una parte de mi alma aspiró por un instante. Asumo el relato milenario y hago de los delfines, a quienes va dedicado este post, mis Abtu y Anet particulares, las criaturas que aparecen para protegerme, para salvarme, para acompañarme. Lo han hecho en cada momento que la travesía se ha vuelto angosta, difícil, desesperante. A cada frustración, allí estaban, nadando a mi lado, brincando entre las olas recitando el mensaje del mar: quédate, no huyas, con su sonrisa perenne parecían decirme: Aguanta. Resiste. Esto es el mar.

La simbología del delfín es arcaica y se retrotrae a la memoria oral de los pueblos del mar. En muchas esculturas griegas, el delfín se asocia con Atargatis, la diosa madre que nutre la vida y recibe a los muertos antes de la reencarnación. En mitos posteriores, sobre todo en la literatura romana, es el delfín quién lleva las almas a las «Islas de los Bienaventurados”. Alrededor del Mar Negro se han encontrado imágenes de delfines en las manos de los muertos, presumiblemente para asegurar la seguridad de su paso a la otra vida. Tomados en su conjunto estas referencias parecen apuntar a una asociación más profunda con los procesos de la vida, la muerte y el renacimiento, tal vez vinculadas a la capacidad del delfín para respirar el aire por la boca, como los humanos y vivir en el asfixiante y aterrador mundo bajo las olas, lugar que podría ser fácilmente identificada con el reino de los muertos. Sea cual sea el simbolismo exacto, es evidente que el delfín está íntimamente involucrado con los fundamentos de la existencia humana. Si el delfín está implicado de alguna manera en la transición entre este mundo y el otro no es sorprendente encontrar que también se asocie con Dionisos, que muere y vuelve a nacer de nuevo cada año en su papel como el dios de la vegetación, y que también era adorado en Delfos, el templo de Apolo, también íntimamente relacionado con los delfines, de ahí la etimología de Delphi. Algunos autores hablan de delfines que desaparecen cada invierno, tal vez esto explica el nombre de la constelación de Delphinus, el delfín, que en Grecia no puede ser vista entre los meses de noviembre y mayo. Aún hoy para muchos griegos, matar a un delfín es un crimen atroz porque los delfines fueron una vez humanos y conservan características humanas tales como el cuidado de sus crías y la sociabilidad. La imagen de los delfines rescatando a los marineros o poniendo seres humanos a salvo se repite una y otra vez en la mitología y el folclore. Según Plutarco, por ejemplo, un nativo de la isla griega de Paros encontró una vez a unos pescadores a punto de matar a algunos delfines que habían capturado, y tuvo que negociar su liberación. Algún tiempo después, mientras navegaba entre Paros y la vecina isla de Naxos, volcó su barco en una tormenta. De la tripulación, sólo él sobrevivió, rescatado por un delfín que lo llevó en su lomo a la costa cercana. 

Estas historias introducen otro de los importantes rasgos mitológicos de los delfines. Están situados por encima de otros animales, no sólo porque son amigables con los seres humanos, sino porque tienen un sentido de la moral y el honor.

Cada cambio requiere su ritual. El mío es la escritura. Inicié este viaje para poder escribir, para poder ser mi escritura. Estos animales míticos que me acompañan me lo recuerdan casi a diario. Son los instrumentos de esa transformación, están ahí para recordarme qué hago yo en medio del Atlántico. Estos delfines quizás sean el alma del mar, los guías de otros mundos. Para mi son el recuerdo constante de que entre el ser humano y la naturaleza no hay frontera. Que un día se es delfín y al otro, navegante solitario. Escribo para recordármelo.
punto de matar a algunos delfines que habían capturado, y tuvo que negociar su liberación. Algún tiempo después, mientras navegaba entre Paros y la vecina isla de Naxos, volcó su barco en una tormenta. De la tripulación, sólo él sobrevivió, rescatado por un delfín que lo llevó en su lomo a la costa cercana. Estas historias introducen otro de los importantes rasgos mitológicos de los delfines. Están situados por encima de otros animales, no sólo porque son amigable con los seres humanos, sino porque tiene un sentido de la moral y el honor. humanos, sino porque tiene un sentido de la moral y el honor.humanos, sino porque tiene un sentido de la moral y el honor.humanos, sino porque tiene un sentido de la moral y el honor.

Mitos y leyendas que se repiten una y otra vez. Delfines, cambio, salvación. Cada metamorfosis requiere su ritual. El mío es la escritura. Inicié este viaje para poder escribir, para poder ser mi escritura. Estos animales míticos que me acompañan me lo recuerdan casi a diario. Son los instrumentos de esa transformación, están ahí para recordarme qué hago yo en medio del Atlántico. Estos delfines quizás sean el alma del mar, los guías de otros mundos. Para mi son el recuerdo constante de que entre el ser humano y la naturaleza no hay frontera. Que un día se es delfín y al otro, navegante solitario. Escribo para recordármelo. Y ya no podré dejar de hacerlo, como tampoco podría acabar este Infinito Viajar si no es acompañado, protegido, por mis ángeles…mis delfines.

Océano al fin…

La mañana fue grisácea, me pregunto cómo toda esta humedad no cae y nutre el desierto del Sáhara vecino. Desayuno liviano con frutas primero y luego tostadas con aceite de oliva del bueno. Ese verde y espeso. Por supuesto, los dos cafés habituales.
A las 18:20 después de un día sin mucha novedad, un típico día gris que me hace esperar ese Sur que voy pacientemente a buscar, hago un cálculo del recorrido de la primera jornada. Hemos hecho 125 Nm desde las 21:30 hs lo que me hace un promedio neto de 6 Knts de velocidad constante. No está mal. Para darse una idea, eso arrojaría un tiempo total del cruce de 18 días.
A las 21:20 llevamos recorridos en estas primeras 24 horas, 142 Nm lo que nos mantiene el promedio de los 6 Knts. Buena marca y es el reflejo de un día con altibajos en la calidad del viento, alternando buenas rachas y otros momentos de calma.
Punteo GPS: 26 N 34.980 y 19 W 10.600 – Rumbo 220 – Viento moderado de 15-20 Knts del NW
Velocidad de 6,5-7 Knts. Sobre la Ruta Lineal quedan 2600 Nm al destino de Point à Pitre, en la isla francesa de Guadalupe.
La cena de la noche fue frugal, unas quesadillas «combinadas» pero con Jamón de Jabugo y un aguacate canario bien maduro. No tengo mucha hambre ni ganas de cargar demasiado la digestión.
Punteo GPS a las 9:20 del Jueves 10 de marzo:
26 N 06.500 y 20 W 20.600 – Rumbo 260 – Viento suave 10-15 Knts NW – Velocidad 6-6,5 Knts. Distancia Lineal restante 2533 Nm
Los sonidos del Clinamen se repiten incansables. El martilleo del mar y del viento. Los crujidos de las costuras, las tensiones en los cabos. El aullido del viento racheado, la sonoridad espesa de la calma. Pablo Neruda, en su libro Residencia en Tierra, tiene un poema dedicado a El Fantasma del buque de carga, que en plena noche me recito: 
“…y un olor y un rumor de buque viejo, 
de podridas maderas y hierros averiados, 
y fatigadas máquinas que aúllan y lloran, 
empujando la proa, pateando los costados,
mascando lamentos, tragando y tragando distancias, 
haciendo un ruido de agrias aguas sobre las agrias aguas,
moviendo el viejo buque sobre las viejas aguas” 

Punteo GPS a las 18:20 del Jueves 10 de marzo:
25 N 48.040 y 20 W 56.292 – Rumbo 250- Viento suave 10-15 Knts N – Velocidad 4,5-5 Knts (con sólo el Génoa)
Distancia Lineal restante 2477 Nm
La Vela Mayor se rajó en una costura. Algo descrito así de simple, es un incidente de envergadura. Me invade una sensación plomiza. Los infortunios que no cesan. Intento una reparación de fortuna, pero con el oleaje me es imposible reparar la Vela en condiciones. En 9 horas hemos hecho apenas 36 Nm, tras una noche en la que habíamos funcionado muy bien ya que en 12 horas desde las 21:20 a las 9:20 le habíamos restado 67 Nm al contador real de destino, que no tiene en cuenta los desvíos por bordos.
El incidente con la Vela Mayor nos va a perjudicar en el andar, pero sobre todo nos enseña el frágil límite entre el buen tiempo y el incidente que lo echa todo a perder. Intentando reparar la Vela con mucho movimiento de la botavara por culpa del oleaje, fui expulsado violentamente y caí muy mal contra el borde del barco, siendo sujetado in extremis por el arnés y el cable periférico de seguridad. Sin esas medidas de precaución hubiera ido al agua sin la menor duda. Este accidente me provoca una cierta desazón y agotamiento. Decido dejar las operaciones de reparación de la vela hasta la mañana siguiente cuando pueda abordarlas con nuevas energías y que tenga la oportunidad de terminar lo que emprendí. Si hubiese desmontado la vela en ese momento, nunca hubiera llegado a terminar el arreglo como para izarla antes de la caída de la noche. Decido que es mejor economizar esfuerzos y energías porque el agotamiento también es fuente de accidentes.
Me echo a leer en el camarote, presa aún de un enorme cansancio físico y la zozobra anímica. Finalmente me quedo dormido con música hasta pasadas las 23 horas.
Punteo GPS a las 0:20 del viernes 11 de marzo:
25 N 37.068 y 21 W 29.108 – Rumbo 255- Viento suave 15-16 Knts NE – Velocidad 4,5-5 Knts (con sólo el Génoa)
Distancia Lineal restante 2467 Nm
Cena simple de Sopa de Pollo con pasta preparada y 2 tortillas mexicanas con Salmón Ahumado. De postre un alfajorcito triple con un café. Hay peores maneras de acabar un día, pienso. Asumo una deshilvanada errancia y el gusto por aceptar el destino sin medir el alcance de sus ocultos designios. Será que el dulce de leche le compensa a uno, cualquier derrota.
Hay peores maneras de acabar un día, pienso. Asumo una deshilvanada errancia y el gusto por aceptar el destino sin medir el alcance de sus ocultos designios. Será que el dulce de leche, le compensa a uno, cualquier derrota.

La Gomera, la última frontera entre la tierra y el mar Atlántico, 9 de marzo de 2016

¿Qué importancia tiene la última escala para el navegante si no es porque es allí donde comienza verdaderamente su travesía? La congoja, el track, el sentimiento de salto al vacío, todo eso se da ya en tierra, pero no se da en cualquier lugar de tierra firme, sino en aquella que le sirve al navegante de último muelle.
Aprovisionar todo lo necesario, preparar bien su nave, ultimar todos los detalles, incluso preparar los ánimos de la tripulación, incluso para un navegante solitario, es una tarea que conlleva su pequeño rito. Santa Cruz de Tenerife, no acababa de reunir las condiciones para ser la última escala. El puerto no es muy acogedor y menos si lo vives con las urgencias y tensiones típicas de las últimas horas en tierra. Me debía a mi mismo una última etapa terrestre diferente, un desenlace distinto para despedirme de la tierra conocida, para ir en busca de lo ignoto. Cualquier navegación en solitario es una exploración. Lo es del mar y lo es de uno mismo.
Llevo leyendo el Diario de a Bordo de Cristóbal Colón desde antes de zarpar. Desde el principio de mi Proyecto Atlántico, me dije que tomaría el rumbo de los vientos, como hizo Colón. ¿Qué mejor homenaje al Almirante que recorrer también sus últimos pasos antes de embarcarse hacia ese Océano Magno? El libro fue el regalo que robé a mi padre en mi último aniversario. Leyéndolo en alta mar reconozco que era preciso que fuera él quién me proporcionara esa lectura.
La última noche en Santa Cruz de Tenerife, mientras aún merodeaba por el puerto, hice uno de esos encuentros típicos de los viajeros en la terraza de la marina. Un personaje belga, del que desconozco su nombre, en una hora de charla, me convenció de que mi última pisada en tierra firme debía darla en la Gomera. La Serendipia es encontrar aquello que no esperas encontrar y yo llevo encontrándome con lo inesperado desde que decidí emprender esta aventura. Así pues, al igual que el Almirante decidió en tres de sus cuatro viajes que su última escala tuviese lugar en la isla de la Gomera, me decido por poner rumbo a la más occidental de las islas canarias.
La travesía entre las dos islas fue nocturna a propósito, para no retrasarme un día más y al mismo tiempo darme la posibilidad de recorrer un poco los alrededores de ese pequeño puerto bien acogedor, según me lo habían descrito. A su vez, esas horas de navegación me permitieron percatarme de los desarreglos aún persistentes para tener la chance final de estar a punto al zarpar definitivamente.
El puerto de San Sebastián de la Gomera cumplió en parte con las expectativas, decepcionándome por el lado del recuerdo de Colón, pero sorprendiéndome muy agradablemente en todo lo demás. La Casa de Colón en definitiva es más simbólica que real, ya que fue construida varios siglos después, en el solar donde hubo otro hospedaje donde el navegante parece ser que habría pernoctado. Sin embargo la Villa, el trato amable de los gomeros y la alta presencia de venezolanos y cubanos, ofrece al visitante un momento más reconciliador que el barullo mundano y turístico santacruceño.
Me interesé primero por la historia y las costumbres del lugar como hago siempre de ley. Comprender el origen de lo que se nos presenta, nos permite apreciar mejor lo que vemos y así poder vivirlo realmente en todo su alcance. ¿Qué sentido tendría pisar y pretender admirar monumentos si desconocemos el por qué, el cómo?
Si en la Gomera, todas las construcciones son relativamente modernas –las más antiguas- datan del siglo XVII, es porque esta pequeña isla fue muy maltratada por los saqueos de los corsarios ingleses y holandeses, aunque siendo el último y más terrible el de la invasión berberista de 1618 que arrasó con todo el poblado habitado por los gomeros menos la Torre del Conde y los muros de la iglesia.

Se siente la resistencia gomera, desde la naturaleza de la isla, hasta en el propio clima duro. La peculiaridad llega incluso al lenguaje. Los gomeros han preservado la curiosa forma de comunicación conocida como el “silbo gomero”. El lenguaje silbado emplea seis sonidos, dos de ellos vocales y los otros cuatro consonantes, y puede llegar a expresar más de 4.000 conceptos. Como ocurre en otras formas silbadas de lenguajes tonales, el silbo gomero funciona manteniendo aproximadamente la articulación del habla ordinaria. Los hablantes de silbo procesan el lenguaje en su cerebro de la misma manera que un lenguaje hablado usando las mismas áreas lingüísticas del cerebro usadas para procesar frases en castellano.
Al promediar la tarde y haber visitado los puntos de interés histórico puntual del pueblo, me invadió un sentimiento de escasez respecto a las expectativas que se me generaron en el encuentro nocturno con el belga desconocido. Tan es así que la señora que me atendió en la oficina de información turística, me comprendió a la primera: no podía irme sin haber visitado el Parque Nacional del Alto de Garajonay, “Si no lo visita es como si usted no hubiera venido a esta isla” me respondió muy acertadamente. Y como no se puede ser buen marino si no se acepta cambiar el rumbo y adaptarse a las circunstancias, aún en tierra, cambié mi agenda de partida y en lugar de zarpar a la mañana siguiente, decidí que me tomaría el día para hacer esa excursión al corazón de la isla ¡Qué magnífico es sentir que uno ha tomado la mejor decisión, sin ambigüedades!
La noche antes de la excursión imprevista, me ofrecí mi última cena, en La Salamandra, un restaurante que no me defraudó. Gran momento gastronómico con un milhojas de berenjenas de entrante y una ventresca de atún a la brasa, cocinada sencillamente en su mejor punto. El vino, un buen tinto canario, para acompañar, suave y agradable.
Por la mañana apuré todos los aprestos para dejar a Clinamen listo antes de tomarme la Guagua de la línea 1 que une San Sebastián con el Valle Gran Rey. Corrí, como siempre, para reunir una actividad con otra. Ahora el marino debía vestirse de caminante.
Cuando la guagua inicia la ruta ascendente, se siente claramente la personalidad volcánica y resistente de la isla. El carácter gomero se ve enraizado en su topografía. Antes de llegar al centro de la isla, donde me bajaría, penetramos en las nubes que cubrían la cima. Este mar de nubes es generado por los vientos alisios que condensan el vapor de agua en las hojas de los árboles generando lo que se conoce como lluvia horizontal. Al bajar de la guagua, el frío y la poca visibilidad me sorprendieron por lo inesperado. La caminata realizada más aún.
La Serendipia que no cesa.
La ascensión hasta el Alto de Garajonay, punto culminante a 1487 metros, está muy bien cuidada y es muy interesante apreciar la vegetación cambiante hasta la cima. En Garajonay se pueden encontrar fayas, brezos, laureles, helechos, que presentan endemismos típicos del desarrollo en un entorno aislado y benigno. Entre tanta contemplación vegetal, durante el descenso, me perdí prodigiosamente porque me salí de la ruta habitual para toparme con unas zonas de cultivos y de aldeas. Allí pude observar las formas de producción estoica y sufrida, pero persistentes y rebeldes. Todo el paisaje estaba matizado entre vegetación que parecía haber sido quemada y nuevos brotes o plantaciones. Al regresar al puerto me enteraría que en 2012 había ocurrido el mayor desastre natural, un incendio que acabó con gran parte de la superficie del parque y de sus alrededores.
La capacidad regenerativa y combativa de esta naturaleza gomera tiene su explicación en esa nube permanente que los vientos alisos regalan a la isla. La lluvia horizontal –esa precipitación persistente que no sucede de arriba abajo sino por la absorción del tejido vegetal de las gotitas en suspensión- me provocó una sensación de frío como todavía no había sentido en el mar, justo en una tierra ya cercana al trópico, esencialmente porque no lo había previsto. El frío en la Gomera también formaba parte de mi Serendipia. Sin embargo, la satisfacción al volver al barco y contarle a Clinamen las andanzas de este capitán caminante me hicieron recordar las inolvidables estrofas

del poeta Antonio Machado, que canta mi catalán preferido, Joan Manuel Serrat: todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar. Pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar. … Caminante no hay camino, se hace camino al andar, al andar se hace camino y al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar. Caminante no hay camino, sino estelas en la mar!
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La Gomera, la tierra y el mar
Qué importancia tiene la última escala para el navegante si no es porque es allí donde comienza verdaderamente su travesía, antes mismo que haya tomado la mar.
La congoja, el track, el sentimiento de salto al vacío, todo eso se da ya en tierra, pero no es cualquier lugar de tierra firme sino aquélla que le sirve de último muelle.
Aprovisionar todo lo necesario, preparar bien su nave, ultimar todos los detalles, incluso preparar los ánimos de la tripulación, hasta para un navegante solitario es una tarea que conlleva su pequeño rito.
Santa Cruz no me disponía para ser la última escala. Un puerto no muy acogedor, vivido con urgencias y tensiones, me debía de encontrar otro desenlace para ofrecerme los instantes póstrimos terrestres.
Leyendo a Colón en su Diario de a Bordo, recuerdo que su última escala la hizo en tres de sus cuatro viajes en la isla vecina de La Gomera. Esa misma noche hice uno de esos encuentros típicos de los viajeros en la terraza de la marina. Un personaje belga que no me dijo su nombre, pero en una hora de charla me convenció de que mi última pisada firme la daría en La Gomera. Desde el principio de mi proyecto Atlántico me dije que tomaría el rumbo de los vientos, como hizo Colón. ¿Qué mejor homenaje al Almirante que recorrer también sus últimos pasos antes de embarcarse hacia ese Océano Magno?
La singladura fue nocturna, a propósito, para no retrasarme un día más y al mismo tiempo darme la posibilidad de recorrer un poco los alrededores de ese pequeño puerto bien acogedor, según me lo habían descrito.
A su vez me permitió percatarme de los desarreglos aún persistentes para tener la chance final de estar a punto al zarpar definitivamente.
El puerto de San Sebastián de la Gomera cumplió con parte de las expectativas, decepcionándome por el lado del recuerdo de Colón, pero sorprendiéndome muy agradablemente en todo lo demás. La Casa de Colón en definitiva es más simbólica que real, ya que fue construida varios siglos después, en el solar donde hubo otro hospedaje donde el navegante habría pernoctado. Sin embargo la Villa, el agradable trato de los locales y la alta presencia de venezolanos y cubanos ofrece al visitante un momento más reconciliador que el barullo mundano y turístico santacruceño.
Me interesé primero por la historia del lugar como hago siempre de ley. Entender de dónde viene lo que existe nos permite apreciar mejor lo que vemos y así poder vivirlo realmente en todo su alcance. Qué sentido tendría pisar y pretender admirar monumentos si desconocemos el por qué de lo que está frente a nuestra presencia.
Si todas las construcciones son relativamente modernas, del siglo XVII en adelante es porque esta pequeña isla fue muy maltratada por los saqueos de los corsarios ingleses y holandeses, aunque siendo el último y más terrible el de la invasión berberisca de 1618 que arrasó con todo el poblado menos la Torre del Conde y los muros de la iglesia.
Se siente la resistencia gomera, aquélla que se escucha de los primeros aborígenes de estas tierras, desde la naturaleza de la isla hasta el propio clima duro, pero no desagradable.
Al promediar la tarde y haber visitado los escasos puntos de interés histórico puntual del poblado, tenía un sentimiento de escasez respecto a lo que me había ilusionado recoger en mi última parada. Aparentemente fui muy preciso en el sentido de mi pregunta para que la señora de la oficina de informaciones me dijera que no podía irme sin haber visitado el Parque Nacional del

Alto de Garajonay. Si no lo visita es como si no hubiera venido a esta isla, me respondió muy acertadamente.
No se puede ser buen marino si no se acepta cambiar el rumbo y adaptarse a las circunstancias. Por ello, aún en tierra, cambié mi agenda de partida y en lugar de zarpar a la mañana siguiente, me tomaría el día para hacer esa excursión al corazón de la isla.
¡Qué magnífico es sentir que uno ha tomado la mejor decisión, sin ambigüedades!
Por la noche me ofrecí mi última cena, en un restaurante recomendado, La Salamandra, que muy lejos estuvo de defraudarme, fue un gran momento gastronómico con un milhojas de berenjenas de entrante y una ventresca a a la brasa, cocida sencillamente a su mejor punto. El vino, un buen tinto canario para acompañar, suave y agradable.
En la mañana apuré todos los aprestos para dejar a Clinamen listo antes de tomarme la Guagua de la línea 1 que une San Sebastián con el Valle Gran Rey. Corrí como siempre para reunir una actividad con otra, el marino debía vestirse de caminante.
Cuando el autobús o guagua comienza a arpentar la ruta ascendente, se siente claramente el carácter volcánico y resistente del ambiente isleño. El carácter gomero se ve enraizado en su topografía. Antes de llegar al centro de la isla donde me bajaría, penetramos en las nubes que cubrían la cima. Al bajar de la guagua, el frío y la poca visibilidad me sorprendieron por lo inesperado. La caminata realizada más aún.
La ascensión hasta el Alto de Garajonay, punto culminante a 1487 metros, está muy bien cuidada y es muy interesante apreciar la vegetación cambiante hasta la cima. Luego en el circuito de bajada, me perdí prodigiosamente porque me salí un poco del parque protegido para llegar a unas zonas de cultivos y de aldeas. Ahí pude observar las formas de producción estoica y sufrida, pero persistente, rebelde. Con el agravante de que todo el paisaje estaba matizado entre vegetación que parecía haber sido quemada y nuevos brotes o plantaciones. Al regresar al puerto me enteraría que en 2012 había ocurrido el mayor desastre natural, un incendio que acabó con gran parte de la superficie del parque y de sus alrededores.
La capacidad regenerativa y combativa de esta naturaleza gomera tiene su explicación en esa nube permanente. Se la denomina lluvia horizontal porque es una precipitación persistente que no sucede de arriba abajo sino por la absorción del tejido vegetal de las gotitas en suspensión.
Me morí de frío como todavía no había sentido en el mar, justo en una tierra ya cercana al trópico, esencialmente porque no lo había previsto. Sin embargo, la satisfacción al volver al barco y contarle a Clinamen las andanzas de este capitán caminante me hicieron recordar aquéllas inolvidables y siempre presentes estrofas que canta mi catalán preferido, Joan Manuel Serrat. Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar. Pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar. … Caminante no hay camino, se hace camino al andar, al andar se hace camino y al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar. Caminante no hay camino, sino estelas en la mar!

Los Alisios, el Maltés y Umberto – Océano Atlántico entre Gibraltar y las Islas Canarias, 2 de marzo de 2016

Los Alisios son los Famosos Vientos. Las mayúsculas como uso y abuso. Son Mis Vientos. Constantes, suaves y previsibles, pero que pueden deparar sorpresas. Comportan el equivalente metereológico del fenómeno llamado Clinamen (desvío imprevisible y libre del movimiento lineal y predecible de los átomos). Sus patrones de predictibilidad nos reconfortan. Tengo una amiga que insiste en repetirme que nuestro cerebro está programado para reconocer patrones, que gracias a ellos se puede programar una cosecha, un viaje, una civilización, una vida. Yo le añado o corrijo, que una vida allanada con patrones, no es vida. Que a ello hay que sumar lo incierto, el aventurarse en el territorio donde los acontecimientos los dibujas tú. Como las líneas de la mano del Corto Maltés, que fueron redibujadas por el marino para que definieran un futuro diferente. Como mi propia mano izquierda, la de las brujas, que con sólo un año de vida, la puse accidentalmente al fuego, quizás para que nadie pudiera jamás leer mi destino. Decía Umberto Eco que “cuando quiero relajarme leo a Engels, cuando quiero algo serio leo a Corto Maltés”. No podría estar más de acuerdo. El Corto es el marino por excelencia. Como Melville o Jack London,  Eco le reconoce esa cualidad esencial de verdad absoluta al personaje de ficción.

A los 84 años nos ha dejado Umberto Eco. Creo que navegaba por Alborán ya camino de Tarifa, cuando me comunicaron su muerte. Curiosa sensación de orfandad cuando se nos muere un autor imprescindible. Esos autores que reconocemos en nuestra vida por ser una constante. Como los Vientos Alisios. El último gran intérprete de la palabra. Umberto Eco lo vio todo, lo leyó todo, lo escuchó todo, todo lo interpretó.

Habló de la historia de las religiones, hizo grandes estudios sobre literatura comparada, fue un extraordinario filólogo que incluso investigó sobre el esperanto y las lenguas perdidas.  Ahondó en la historia de la escritura, en lo imaginario y simbólico, la historia de los espejos, de los laberintos, de las ciudades invisibles. Era un sabio que conocía todas las cosas simulando que las ignoraba para seguir aprendiendo. Y esa es la clave. Umberto Eco nunca atropelló a nadie con su infinita sabiduría. Es el Maestro por excelencia para los que arrogamos nuestro modesto saber para hacernos un minúsculo espacio en el interés del prójimo.

Miro la biblioteca que me acompaña, mientras aún pretendo hablar de los vientos que me esperan, y con los que pretendo cabalgar mi océano, el Atlántico. Thomas Merton decía haberse vuelto católico leyendo la historia de la apostasía de Joyce en El retrato del artista adolescente. Pero yo no me fío de los autores, que a menudo mienten. Me fío sólo de los textos. De ahí que los libros sean tan necesarios como los vientos.

Recuerdo haber leído la Balada del Mar Salado, en París. Hugo Pratt tiene la culpa de la existencia de muchos otros Hugos, por devoción y admiración. Me sorprende leer en el prólogo que Eco (era de prever que Hugo Pratt y Umberto Eco fuesen íntimos) hace de la obra, una reflexión sobre personajes que leen otros libros. En cierto momento, dice Eco, Pandora aparece dulcemente apoyada en las obras completas de Melville, y Caín lee a Coleridge, autor de otra balada, la «del Viejo Marinero». Y además la lee en traducción italiana y la encuentra, con Melville, a bordo de un submarino alemán (forma parte de la biblioteca de Slütter, que dejará en Escondida, después de su muerte, también un Rilke y un Shelley). Sí se calcula que Cráneo discute sobre mitología maorí y sociopolítica melanesia con la seguridad de una Margaret Mead, hay que decir que los personajes de Pratt son mucho más cultos que él. Vaya y pase con Cráneo, que era un chico trabajador, pero aquí lee incluso un bellaco como Rasputín, y en francés.

Con el Corto de la Balada es con quién me identifico y me debo mi también postergada visita a Malta. En esa aventura, el Maltés, todavía se está buscando: ignora su biografía (aparece, de repente, encadenado en medio del mar), incierto de la propia psicología; y de su rostro, él y Pratt saben poco todavía, lo van esbozando de viñeta en viñeta, a medida que la historia procede, de pocos rasgos esenciales a un entramarse de arrugas interrogativas. En la Balada, los mapas contradicen a las palabras, se interseccionan los paralelos, el atlas se reduce a un mapa vacilante, y así casi todos podríamos izar la Mayor templados por los Alisios.

Rebuscando por la librería que me acompaña, me topo con Cortázar y su cuento Vientos alisios. Un cuento de amor y de finitud, como todo cuento de amor trágico que se precie. Vientos alisios es otro juego, o la imposibilidad de otro juego, es el cansancio y la pérdida, la incapacidad para renovarse o para admitir el conformismo, sea como sea que lo mires. Si ya no sabes ser otro, vives del cálido viento del pasado. Si ya no sabes ser otro, no eres capaz de mirar sorprendido a quien te ama, no eres capaz de valorar los infinitesimales cambios -que sí existen- en la persona amada y entender que siempre es un progreso el amor.

Y si te hundes en ti no ves al otro sino desdibujado bajo la rutina, si no fuerzas con sentimiento la mirada no ves al otro sino anclado en las mismas arrugas y en los mismos gestos… ya tan tediosos. Y si te decides a acabar contigo no ves en el otro sino a la imagen exacta de tu fracaso, de tu decepción, de tu despeño en lo imposible y lo indetectable.

Y si es así, el viento cálido se enfría terriblemente y te empuja y te acaba. Nos acaba, nos termina.

Y en todo esto, me quedé sin hablar de vientos, hablando de libros, de libros sobre libros, de personajes de ficción que son reales, justamente porque ellos también leen libros.

Los vientos alisios me esperan ahí fuera. El Corto me espera en los próximos puertos adonde he de recalar. Si destino tuviera, prefiero no conocerlo, navegarlo es hacia dónde quiero ir, adonde los invito a venir.

Los vientos alisios me esperan ahí fuera. El Corto me espera en los próximos puertos adonde he de recalar. Si destino tuviera, prefiero no conocerlo, navegarlo es hacia dónde quiero ir, adonde los invito a venir.

Camino del Estrecho de Gibraltar Entrada del Estrecho, 25 de febrero de 2016

Son las 6 AM y recién puedo hacer un rumbo directo aunque sigo penando contra la adición opuesta de una corriente adversa de 3,5 knts, un viento de 20 knts exactamente de W que es hacia donde quiero ir y un oleaje revoltoso que frena desviando permanentemente el rumbo del piloto.

Llevo 10 horas luchando contra la corriente y todavía, ¡a este ritmo me quedarían 5 horas hasta adentrarme en el Estrecho!

Como pasó con Gata, hoy Gibraltar eligió mostrarme su cara más hostil y hostigarme buscando el límite de mi paciencia.

No he podido dormir en toda la noche por el intenso tráfico y la alarma AIS que pita en cada aproximación.

Venceremos, Clinamen.