Quiero hoy pensar sobre el Mar, el mar que desde hace ya muchos días, semanas, me rodea, me envuelve, zarandea, pero también transporta, protege, me acoge en su seno, me da aire y libertad y un sentido a mi vida renovado.
Me gustaría reflexionar profundo en su profundidad, pero cómo hacerlo sin evocar el más bello poema que de él se haya escrito, al menos en nuestra lengua castellana. Cedo el honor al poeta para iniciar estas reflexiones. Mi osadía será hablar después del genial chileno.
EL MAR,
Pablo Neruda
Necesito del mar porque me enseña:
no sé si aprendo música o conciencia:
no sé si es ola sola o ser profundo
o sólo ronca voz o deslumbrante
suposición de peces y navíos.
El hecho es que hasta cuando estoy dormido
de algún modo magnético circulo
en la universidad del oleaje.
No son sólo las conchas trituradas
como si algún planeta tembloroso
participara paulatina muerte,
no, del fragmento reconstruyo el día,
de una racha de sal la estalactita
y de una cucharada el dios inmenso.
Lo que antes me enseñó lo guardo! Es aire,
incesante viento, agua y arena.
Parece poco para el hombre joven
que aquí llegó a vivir con sus incendios,
y sin embargo el pulso que subía
y bajaba a su abismo,
el frío del azul que crepitaba,
el desmoronamiento de la estrella,
el tierno desplegarse de la ola
despilfarrando nieve con la espuma,
el poder quieto, allí, determinado
como un trono de piedra en lo profundo,
substituyó el recinto en que crecían
tristeza terca, amontonando olvido,
y cambió bruscamente mi existencia:
di mi adhesión al puro movimiento.
Nací en Buenos Aires, frente al Río de la Plata, que los conquistadores españoles llamaron Mar Dulce, sencillamente porque tiene apariencia de mar, pero es de agua dulce. En mi infancia ése fue mi Mar. Lo veía desde el balcón del apartamento familiar y soñaba con surcarlo algún día. No era el mar, pero era mi puerta hacia él. Cuando de niños estábamos de vacaciones en algún lugar a orillas del mar, no salíamos del agua hasta que los sándwiches de milanesa completa o la reiteración de gritos y urgencias no nos imponían el fin del día de mar.
Pero fue cuando empecé a leer las historias de descubrimientos, de los grandes navegadores, la magnífica historia del Infante Enrique de Portugal, Enrique el Navegante, y más tarde a Dove, la aventura del primer adolescente que se lanzó a dar la vuelta al mundo en solitario con escasos 16 años y un Sloop de apenas 8 metros, que comprendí que si algo en esta tierra me fascinaba era el Mar.
La mía fue una adolescencia más bien intelectual y algo exigente que me alejó de aquellos sueños. Con la familia íbamos cada fin de semana a «la isla». Así era como llamábamos a la casa de fin de semana que tenían mis padres en el Delta del Paraná. “La isla” no era exactamente tal cosa. Era quizás sí una pequeña isla o un pedazo de una isla de un delta. No era el mar, estaba alejada del mar, pero desde esos fines de semana infantiles he sabido que mi vida solo podía ser en una isla, pero en una isla rodeada de mar.
La gente que vive en una isla tiene algo especial. Ya escribí sobre ello en el post dedicado a la gente de Cabo Verde. Los isleños tienen esa apreciación de la felicidad como satisfacción real, no ficticia, del entorno y las circunstancias que los rodean y envuelven. Si la isla es lujuriosa, sus habitantes no son quiénes se construyen las mansiones, que generalmente, si las hay, pertenecen a extranjeros que apenas si disfrutan de ellas. Pura trivialidad la de esas posesiones que contrasta con las pocas necesidades que, por lo general, tienen sus lugareños, que en cambio disfrutan a diario de la belleza y el buen vivir del lugar.
Los isleños suelen ser gente sonriente, musical, orgullosa y reservada.
Cada uno tiene su isla en el mundo, me dijo una vez un simpático rastafri de la isla del Maíz, o Corn Island como le llaman sus verdaderos habitantes, afroamericanos provenientes en su mayoría de las Antillas colonizadas por los británicos. A los 21 años, cuando visité esta isla conocí lo más cercano a la imagen de la Arcadia que uno idílicamente es capaz de configurar en su mente. Esta podría ser mi isla, me dije en ese momento. Pero con tan corta edad, no podía ya abandonarme a una vida paradisíaca sin haber visto al menos otros lugares que pudieran existir de comparables. También necesitaba descubrir la vida en sus otros aspectos y hacer mi camino, como Dante a través del Infierno y todas sus trampas. Hoy esta pequeña isla debe haber cambiado mucho y le he prometido al Clinamen que iríamos juntos a visitarla, quizás lo haga a finales de este año o quién sabe si a principios del próximo. Pocos sitios en este planeta me arde tanto en volver a recorrer.
Al llegar a Francia, me instalé en una zona rural, lejos del mar, cerca de las vacas y las nubes que todo lo cubrían. Fue un período de ostracismo en el que mi refugio fue el trabajo, el proyecto, fundar una familia, ser productivo y útil para la sociedad. A los 10 años mi inquietud de origen intelectual reclamó sus derechos y solicité integrarme en La Sorbonne para retomar los estudios de Filosofía que había comenzado en Buenos Aires, a los 18 años. Sólo un lugar podía acogerme en ese París mundano y desconfiado del extranjero y provinciano que yo era, un advenedizo recién llegado del mundo rural subestimado por los parisinos. Y ese lugar era una isla. Tenía hasta nombre de isla. l’Ile Saint Louis. Una aldea isleña en esa inmensidad urbana que es París. Alquilé un estudio al lado de una librería mágica que también tenía nombre de isla, la Librairie des Iles lointaines, creo que se llamaba. Un lugar entrañable, regentado por una librera encantadora, que personificaba ella sola la vida de esa isla y sus escasos verdaderos habitantes.
Islas de un delta, del mar o de una ciudad, tienen todas en común ese algo que es su aspiración a ser únicas, aisladas, solitarias, libradas a ellas mismas. Todas evocan algo y en mí especialmente evocan el Mar o su aspiración, aunque sea lejana, pese a que se encuentren a kilómetros de una costa marina.
El Mar es la inmensidad, lo inconmensurable. Todo es mar. El arroyo en la montaña está compuesto de gotas de agua que inevitablemente terminarán en el mar. Es el origen de la vida y el fin último.
Nos dicen que provenimos de polvo y que como polvo terminaremos. Pero todo polvo termina en el mar.
Si en nuestro planeta Tierra no hubiera agua, la vida sería imposible. Polvo, minerales, es lo que compone cualquier astro en el Universo, sin embargo sólo la existencia del agua determina que en ellos la vida sea posible. Y el agua primera se llama Mar.
La primera y la última.
Saben aquellos con quiénes he hablado del tema, que muera donde muera, quisiera que mis cenizas se esparzan en el mar, o que sencillamente dejen mi cuerpo en el fondo marino. Si directamente tengo la suerte de morir en el mar o en mi isla cercada de él, le ahorraré esfuerzos a mis herederos y a la naturaleza.
Nuestra vida humana siempre se desarrolla en el medio, entre un origen y un fin. Hace días que vengo reflexionando sobre el sentimiento de estar en medio del mar, de puro mar alrededor. Todo mi mundo no-mar es el espacio de 11 metros de largo por apenas 3 metros de ancho, que constituye mi Clinamen. Tomé medidas y me encuentro a 950 millas de la costa continental más cercana, la de Sudamérica, a casi 1200 millas de mi destino, las Antillas y a 910 millas de Mindelo, de dónde salí hace más de 5 días, en el archipiélago de Cabo Verde. Me encuentro estrictamente en el medio y sin embargo, más que en el sentido geográfico, lo que más me evoca este momento, es el medio de la vida.
No haría falta mencionar que en mi extensa bibliografía atlántica no podía estar ausente la Divina Comedia de Dante Alighieri. Así comienza su Canto Primero de la Obra Magistral: «A mitad del viaje de nuestra vida, me encontré en una selva oscura por haberme apartado del camino recto.» Dante hace referencia al viaje al Infierno que recorrió a sus 35 años, edad que era considerada en su época como la mitad de la vida.
Terminará siendo guiado por Beatriz, su bien amada, por el Paraíso.
La primera parte de mi vida la pasé en tierra, en las labores productivas, ejerciendo todas mis capacidades que como joven podía tener en exceso. Coraje, temeridad, fuerza, capacidad de aprendizaje y también lucidez, aspiración al riesgo, ánimos de éxito y de conquista. Tampoco me faltó desarrollar la pulsión de perpetuarnos por medio de hijos, de dejar una descendencia.
Pero, por increíble que parezca, mis dos aspiraciones mayores: vivir en el mar y desarrollar mi creatividad, quedaron siempre postergadas. Eran vistas por mi espíritu como frutos del Paraíso que no podría acceder si no estaba dispuesto a entregarme enteramente a ello. Y ahora al encontrarme en este absoluto medio del mar, escribiendo y soñando con seguir haciéndolo, no podía dejar de evocar esa conciencia íntima y profunda de encontrarme en el medio de la vida.
Para mayor coincidencia, habiéndome despertado con estos pensamientos en mi cabeza, recibí un mail de un amigo parisino en el que me cita a Barthes cuando hablaba de una etapa en el medio del camino de la vida, que no forzosamente corresponde con lo temporal sino en ese momento que separa nuestra vida en esa sucesión de lo cotidiano y otra en la que aspiramos al camino de la creatividad. No podía haber visto mejor el sentido de este Viaje del Clinamen.
Hoy tengo en mi proa el «otro lado», Ítaca, mi isla en el mar que mi vida se ha merecido. Detrás está todo lo que hice, que no reniego, ni rechazo y que seguiré reivindicando y esperando fructificar. Pero mi espíritu busca la orilla que le espera y que constituye su principal aspiración. Seguiré navegando y escribiendo durante esta segunda mitad de mi viaje, porque sé que es lo esencial de esta mitad que me queda por delante.
En el preciso momento en que escribo estas líneas rodeado de Mar, del infinito a pérdida de vista, pienso que este salto cualitativo es más temerario que el haberme lanzado a navegar el océano y encontrarme hoy en su término medio. Sin otra escapatoria que seguir hacia adelante, con los vientos favorables y confiando en mis capacidades, las de mi Clinamen y la de mi tripulación, los seres queridos que me acompañan.
No tuve la oportunidad o me faltó el coraje de salir a navegar el mundo cuando tenía 20 años. Me dediqué a navegar por tierra, quizás debía recorrer esa clase de caminos antes de aventurarme a no tener más que estelas de mar rodeándome. Igualmente carecí de la firme aspiración de la creación cuando de joven decidí dedicarme a una vida más económica y productiva. No me lo reprocho tampoco porque entiendo que era de la costa de la que procedía, la educación y la historia familiar que condicionan los primeros pasos que damos en su vida.
Confío que Ítaca espere que la descubra, a que regrese a ella, cuando haya encontrado su camino. También espero que Beatriz, bajo la forma de una delfina o Sirena no traicionera, sea mi musa y me guie por el Paraíso de la creación. Esa es la parte del camino de mi vida que me toca transcurrir.
El Mar es la Libertad, que nos rodea infinitamente, que está en el origen y el fin de todos nuestros actos y aspiraciones. Ese Mar es con quién he venido a encontrarme, guiado desde el primer día por los delfines, mis ángeles protectores que han querido traerme hasta este medio del Océano para hacerse discretos y dejarme a solas conmigo y con mis circunstancias.
Miro el mapa con mi posición GPS y me veo retratado en el medio de la vida, feliz de haber llegado, pero aún más feliz por haberlo hecho entero, con todas las fuerzas y capacidades como para afrontar esta segunda etapa que probablemente me depare también momentos difíciles y desafíos que hoy me cuestan imaginar.
Termino con la primera frase del poema de Pablo Neruda con la que empecé este texto:
“Necesito del mar porque me enseña.”
Necesito del mar porque me enseña.