Necesidad de Mar

Quiero hoy pensar sobre el Mar, el mar que desde hace ya muchos días, semanas, me rodea, me envuelve, zarandea, pero también transporta, protege, me acoge en su seno, me da aire y libertad y un sentido a mi vida renovado.

Me gustaría reflexionar profundo en su profundidad, pero cómo hacerlo sin evocar el más bello poema que de él se haya escrito, al menos en nuestra lengua castellana. Cedo el honor al poeta para iniciar estas reflexiones. Mi osadía será hablar después del genial chileno.

EL MAR, 
Pablo Neruda

Necesito del mar porque me enseña:
no sé si aprendo música o conciencia:
no sé si es ola sola o ser profundo
o sólo ronca voz o deslumbrante
suposición de peces y navíos.
El hecho es que hasta cuando estoy dormido
de algún modo magnético circulo
en la universidad del oleaje.
No son sólo las conchas trituradas
como si algún planeta tembloroso
participara paulatina muerte,
no, del fragmento reconstruyo el día,
de una racha de sal la estalactita
y de una cucharada el dios inmenso.

Lo que antes me enseñó lo guardo! Es aire,
incesante viento, agua y arena.

Parece poco para el hombre joven
que aquí llegó a vivir con sus incendios,
y sin embargo el pulso que subía
y bajaba a su abismo,
el frío del azul que crepitaba,
el desmoronamiento de la estrella,
el tierno desplegarse de la ola
despilfarrando nieve con la espuma,
el poder quieto, allí, determinado
como un trono de piedra en lo profundo,
substituyó el recinto en que crecían
tristeza terca, amontonando olvido,
y cambió bruscamente mi existencia:
di mi adhesión al puro movimiento.

Nací en Buenos Aires, frente al Río de la Plata, que los conquistadores españoles llamaron Mar Dulce, sencillamente porque tiene apariencia de mar, pero es de agua dulce. En mi infancia ése fue mi Mar. Lo veía desde el balcón del apartamento familiar y soñaba con surcarlo algún día. No era el mar, pero era mi puerta hacia él. Cuando de niños estábamos de vacaciones en algún lugar a orillas del mar, no salíamos del agua hasta que los sándwiches de milanesa completa o la reiteración de gritos y urgencias no nos imponían el fin del día de mar.
Pero fue cuando empecé a leer las historias de descubrimientos, de los grandes navegadores, la magnífica historia del Infante Enrique de Portugal, Enrique el Navegante, y más tarde a Dove, la aventura del primer adolescente que se lanzó a dar la vuelta al mundo en solitario con escasos 16 años y un Sloop de apenas 8 metros, que comprendí que si algo en esta tierra me fascinaba era el Mar.
La mía fue una adolescencia más bien intelectual y algo exigente que me alejó de aquellos sueños. Con la familia íbamos cada fin de semana a «la isla». Así era como llamábamos a la casa de fin de semana que tenían mis padres en el Delta del Paraná. “La isla” no era exactamente tal cosa. Era quizás sí una pequeña isla o un pedazo de una isla de un delta. No era el mar, estaba alejada del mar, pero desde esos fines de semana infantiles he sabido que mi vida solo podía ser en una isla, pero en una isla rodeada de mar.
La gente que vive en una isla tiene algo especial. Ya escribí sobre ello en el post dedicado a la gente de Cabo Verde. Los isleños tienen esa apreciación de la felicidad como satisfacción real, no ficticia, del entorno y las circunstancias que los rodean y envuelven. Si la isla es lujuriosa, sus habitantes no son quiénes se construyen las mansiones, que generalmente, si las hay, pertenecen a extranjeros que apenas si disfrutan de ellas. Pura trivialidad la de esas posesiones que contrasta con las pocas necesidades que, por lo general, tienen sus lugareños, que en cambio disfrutan a diario de la belleza y el buen vivir del lugar.
Los isleños suelen ser gente sonriente, musical, orgullosa y reservada.
Cada uno tiene su isla en el mundo, me dijo una vez un simpático rastafri de la isla del Maíz, o Corn Island como le llaman sus verdaderos habitantes, afroamericanos provenientes en su mayoría de las Antillas colonizadas por los británicos. A los 21 años, cuando visité esta isla conocí lo más cercano a la imagen de la Arcadia que uno idílicamente es capaz de configurar en su mente. Esta podría ser mi isla, me dije en ese momento. Pero con tan corta edad, no podía ya abandonarme a una vida paradisíaca sin haber visto al menos otros lugares que pudieran existir de comparables. También necesitaba descubrir la vida en sus otros aspectos y hacer mi camino, como Dante a través del Infierno y todas sus trampas. Hoy esta pequeña isla debe haber cambiado mucho y le he prometido al Clinamen que iríamos juntos a visitarla, quizás lo haga a finales de este año o quién sabe si a principios del próximo. Pocos sitios en este planeta me arde tanto en volver a recorrer.
Al llegar a Francia, me instalé en una zona rural, lejos del mar, cerca de las vacas y las nubes que todo lo cubrían. Fue un período de ostracismo en el que mi refugio fue el trabajo, el proyecto, fundar una familia, ser productivo y útil para la sociedad. A los 10 años mi inquietud de origen intelectual reclamó sus derechos y solicité integrarme en La Sorbonne para retomar los estudios de Filosofía que había comenzado en Buenos Aires, a los 18 años. Sólo un lugar podía acogerme en ese París mundano y desconfiado del extranjero y provinciano que yo era, un advenedizo recién llegado del mundo rural subestimado por los parisinos. Y ese lugar era una isla. Tenía hasta nombre de isla. l’Ile Saint Louis. Una aldea isleña en esa inmensidad urbana que es París. Alquilé un estudio al lado de una librería mágica que también tenía nombre de isla, la Librairie des Iles lointaines, creo que se llamaba. Un lugar entrañable, regentado por una librera encantadora, que personificaba ella sola la vida de esa isla y sus escasos verdaderos habitantes.
Islas de un delta, del mar o de una ciudad, tienen todas en común ese algo que es su aspiración a ser únicas, aisladas, solitarias, libradas a ellas mismas. Todas evocan algo y en mí especialmente evocan el Mar o su aspiración, aunque sea lejana, pese a que se encuentren a kilómetros de una costa marina.
El Mar es la inmensidad, lo inconmensurable. Todo es mar. El arroyo en la montaña está compuesto de gotas de agua que inevitablemente terminarán en el mar. Es el origen de la vida y el fin último.
Nos dicen que provenimos de polvo y que como polvo terminaremos. Pero todo polvo termina en el mar.
Si en nuestro planeta Tierra no hubiera agua, la vida sería imposible. Polvo, minerales, es lo que compone cualquier astro en el Universo, sin embargo sólo la existencia del agua determina que en ellos la vida sea posible. Y el agua primera se llama Mar.
La primera y la última.
Saben aquellos con quiénes he hablado del tema, que muera donde muera, quisiera que mis cenizas se esparzan en el mar, o que sencillamente dejen mi cuerpo en el fondo marino. Si directamente tengo la suerte de morir en el mar o en mi isla cercada de él, le ahorraré esfuerzos a mis herederos y a la naturaleza.
Nuestra vida humana siempre se desarrolla en el medio, entre un origen y un fin. Hace días que vengo reflexionando sobre el sentimiento de estar en medio del mar, de puro mar alrededor. Todo mi mundo no-mar es el espacio de 11 metros de largo por apenas 3 metros de ancho, que constituye mi Clinamen. Tomé medidas y me encuentro a 950 millas de la costa continental más cercana, la de Sudamérica, a casi 1200 millas de mi destino, las Antillas y a 910 millas de Mindelo, de dónde salí hace más de 5 días, en el archipiélago de Cabo Verde. Me encuentro estrictamente en el medio y sin embargo, más que en el sentido geográfico, lo que más me evoca este momento, es el medio de la vida.
No haría falta mencionar que en mi extensa bibliografía atlántica no podía estar ausente la Divina Comedia de Dante Alighieri. Así comienza su Canto Primero de la Obra Magistral: «A mitad del viaje de nuestra vida, me encontré en una selva oscura por haberme apartado del camino recto.» Dante hace referencia al viaje al Infierno que recorrió a sus 35 años, edad que era considerada en su época como la mitad de la vida.
Terminará siendo guiado por Beatriz, su bien amada, por el Paraíso.
La primera parte de mi vida la pasé en tierra, en las labores productivas, ejerciendo todas mis capacidades que como joven podía tener en exceso. Coraje, temeridad, fuerza, capacidad de aprendizaje y también lucidez, aspiración al riesgo, ánimos de éxito y de conquista. Tampoco me faltó desarrollar la pulsión de perpetuarnos por medio de hijos, de dejar una descendencia.
Pero, por increíble que parezca, mis dos aspiraciones mayores: vivir en el mar y desarrollar mi creatividad, quedaron siempre postergadas. Eran vistas por mi espíritu como frutos del Paraíso que no podría acceder si no estaba dispuesto a entregarme enteramente a ello. Y ahora al encontrarme en este absoluto medio del mar, escribiendo y soñando con seguir haciéndolo, no podía dejar de evocar esa conciencia íntima y profunda de encontrarme en el medio de la vida.

Para mayor coincidencia, habiéndome despertado con estos pensamientos en mi cabeza, recibí un mail de un amigo parisino en el que me cita a Barthes cuando hablaba de una etapa en el medio del camino de la vida, que no forzosamente corresponde con lo temporal sino en ese momento que separa nuestra vida en esa sucesión de lo cotidiano y otra en la que aspiramos al camino de la creatividad. No podía haber visto mejor el sentido de este Viaje del Clinamen.
Hoy tengo en mi proa el «otro lado», Ítaca, mi isla en el mar que mi vida se ha merecido. Detrás está todo lo que hice, que no reniego, ni rechazo y que seguiré reivindicando y esperando fructificar. Pero mi espíritu busca la orilla que le espera y que constituye su principal aspiración. Seguiré navegando y escribiendo durante esta segunda mitad de mi viaje, porque sé que es lo esencial de esta mitad que me queda por delante.
En el preciso momento en que escribo estas líneas rodeado de Mar, del infinito a pérdida de vista, pienso que este salto cualitativo es más temerario que el haberme lanzado a navegar el océano y encontrarme hoy en su término medio. Sin otra escapatoria que seguir hacia adelante, con los vientos favorables y confiando en mis capacidades, las de mi Clinamen y la de mi tripulación, los seres queridos que me acompañan.

No tuve la oportunidad o me faltó el coraje de salir a navegar el mundo cuando tenía 20 años. Me dediqué a navegar por tierra, quizás debía recorrer esa clase de caminos antes de aventurarme a no tener más que estelas de mar rodeándome. Igualmente carecí de la firme aspiración de la creación cuando de joven decidí dedicarme a una vida más económica y productiva. No me lo reprocho tampoco porque entiendo que era de la costa de la que procedía, la educación y la historia familiar que condicionan los primeros pasos que damos en su vida.

Confío que Ítaca espere que la descubra, a que regrese a ella, cuando haya encontrado su camino. También espero que Beatriz, bajo la forma de una delfina o Sirena no traicionera, sea mi musa y me guie por el Paraíso de la creación. Esa es la parte del camino de mi vida que me toca transcurrir.
El Mar es la Libertad, que nos rodea infinitamente, que está en el origen y el fin de todos nuestros actos y aspiraciones. Ese Mar es con quién he venido a encontrarme, guiado desde el primer día por los delfines, mis ángeles protectores que han querido traerme hasta este medio del Océano para hacerse discretos y dejarme a solas conmigo y con mis circunstancias.

Miro el mapa con mi posición GPS y me veo retratado en el medio de la vida, feliz de haber llegado, pero aún más feliz por haberlo hecho entero, con todas las fuerzas y capacidades como para afrontar esta segunda etapa que probablemente me depare también momentos difíciles y desafíos que hoy me cuestan imaginar.

Termino con la primera frase del poema de Pablo Neruda con la que empecé este texto: 
“Necesito del mar porque me enseña.”
Necesito del mar porque me enseña.

Sueño de Galápagos – 4/02/2017 – Ficción

El balcon daba sobre una de las principales avenidas de Buenos Aires, el nino apuraba sus tareas escolares para poder ir a ver el mar, su mar. Por su corta estatura apenas si podia apoyarse en la baranda. Sus manos en las mejillas y los codos clavados en el borde. El rio mar, tras las vias del tren, lo esperaba cada dia. Sonar con irse navegando era una actividad tan necesaria como dormir o comer.

Un dia en la revista Billiken, semanario entre educativo y recreativo destinado a los ninos, aparecio un largo articulo sobre un lugar de leyenda, una de las ultimas fronteras de la naturaleza, las islas Galapagos. Fotos de iguanas gigantes, de tortugas masivas, lobos y elefantes marinos, ballenas y aves de mas de dos metros de envergadura ilustraban el articulo que explicaba la diversidad existente. Era el mismisimo paisaje donde Darwin habia concluido la teoria de la evolucion de las especies.
El nino queria ser navegante, expedicionario y luego de esta lectura, arqueologo, antropologo, biologo, cientifico. Cualquier camino que lo llevara a explorar el mundo y sus maravillas le atraia naturalmente desde ese balcon eterno. El rio no era un rio sino un ancho mar donde se esparcian a diario los suenos de descubrimientos.
¿Cuantas fantasias de la infancia son precursoras, anunciadoras de los destinos de adultos?

Si sus padres le hubieran hostigado, como le sucedia a muchos de sus companeros, con adelantar tareas, con hacer esto o aquello, sin dejarlo disfrutar de esos instantes de ocio, imposible hubiera sido sonar con el mundo a explorar. Estos momentos secretos de observacion onirica serian completados con todas las lecturas posibles sobre las expediciones antiguas y no tanto. Los viajes de la balsa Kon-Tiki y de la Ra, conmovian el espiritu aventurero y casi fantasioso del joven.

En la escuela primaria estudio la geografia del Imperio Britanico, normal en una british school. Aprendio sobre el Lejano Oriente, Australia y las islas del Pacifico, pero nada de la mas cercana America ni de los expedicionarios ibericos. Algo quizas de los navegantes portugueses y las colonias mercantes que formaron parte del sistema de comercio ingles, pero su deseo intimo era saber mas de las islas de las iguanas gigantes, la ultima tierra de dinosaurios vivientes. Los expedicionarios y piratas ingleses no habian incursionado por esa zona del Pacifico y por ello no tenian mayor interes en dar esa parte de ensenanzas. Con sus aires universales, la educacion britanica parece muy abierta pero finalmente solo lo es para describir el mundo de su expoliada Comunidad Britanica. Las grandes civilizaciones de America precolombina, las culturas originales de Africa y Asia no formaban parte de la educacion. Para mayor gloria de los origenes vikingos, en esos bancos anglofilos antes que hablar de Colon, se dedicaba todo un capitulo de historia a los viajes de Erik, el Rojo y el descubrimiento de Terranova. Ni una palabra sobre los pueblos originarios que habria encontrado.

Por suerte, para su mejor educacion y sus anhelos crecientes, los padres le propusieron hacer la secundaria en el Colegio Nacional, de orientacion mas enciclopedica y con una de las mejores bibliotecas de la ciudad y del pais. La primera vez que la visito fue durante la visita de protocolo que se ofrecia a los candidatos al examen de ingreso al distinguido establecimiento. Nomas entrar al templo de lectura, le parecio que estaba sonando. Le contaron que en ella se encontraban libros de gran valor, piezas originales y manuscritos de casi todos los grandes escritores argentinos y de lengua hispana. Los oidos se le irguieron cuando la profesora que los acompanaba explico que tambien podian estudiarse mapas antiguos, cartas marinas y diarios ilustrados de algunos navegantes que llegaron a America. En ese mismisimo instante decidio que aqui continuaria sus estudios, que poder estudiar en esta iglesia del saber justificaba por mucho, el sacrificio de preparar aquel exigente examen y sacudirse la excesiva influencia anglofila.

Durante el primer ano de escuela, las jerarquias le jugaron un mal paso. Los alumnos del primer ano no tenian acceso a los libros antiguos ni a las piezas raras. Lo maximo que pudo un dia acercarse a su sueno escondido fue cuando estando la sala llena, lo autorizaron a sentarse en el fondo, casi al lado de un gran Globo Terraqueo, con dibujos de la tierra tomados de los mapas antiguos. Esa clase de globos debian tener los grandes navegantes, se dijo, dejandose llevar por sus ganas de tocarlo y de recorrer las orillas dibujadas a mano alzada, la increible precision de los descubridores de Nuevos Mundos. Miro por encima de los hombros del companero que estaba enfrente y no vio a ningun bibliotecario cercano. Todos los demas estudiantes estaban absorbidos por sus lecturas y resumenes y le parecia que nadie prestaria atencion a el. Se puso sigilosamente de pie, su modesta estatura le beneficiaba en estos casos para pasar desapercibido. Dio varios pasos hacia atras sin dejar de mirar al frente, pero casi cuando lo iba a tocar, se dio vuelta hacia su ansiado globo y se encontro a pocos centimetros del Senor Ramirez, uno de los mas temidos celadores, especie de vigilantes de la disciplina ferrea, casi militar, impuesta por la dictadura gobernante. El grito que le pego la inculta bestia dejo primero en evidencia su falta de cultura, su adoctrinamiento sin consideracion por el lugar sagrado en el que lo habian puesto en funciones. En un recinto de esta indole no se habla fuerte ni para amonestar a alguien. En segundo lugar, mostro la falta de respeto que esa clase de individuos tiene por el saber, el estudio y en general las mentes libres. ¿Que podria argumentarle ese nino indefenso acerca de su sueno por tocar simplemente, tan solo unos instantes, una replica de un globo terraqueo que le permitia viajar en un tunel imaginario a traves de los siglos? ¿Que podria comprender este ser insensible de los suenos infantiles, de la magia de la geografia, de los misterios de la historia, de los enigmas del pasado?

Recibio el maximo castigo que podia infligirsele por tan insignificante infraccion como ponerse de pie y pretender desplazarse sin autorizacion. Haber confesado que solo queria acercarse al magnifico Globo surtio un efecto agravante. Le dictaminaron prohibicion de asistir a la biblioteca durante los proximos dos trimestres. Asi de desmedidos e incomprensibles eran las autoridades de facto de ese triste periodo en la historia de aquella benemérita institución.

Al ano siguiente estudiarian historia y geografia de America y seguro que podria pedir una autorizacion especial para consultar alguna obra especial, al menos estudiar de cerca el globo, y hasta solicitar la vista de algun mapa antiguo o carta marina. Crecer tejiendo ilusiones es propio de las edades tempranas, normal en un espiritu inquieto y aventurero.
La adolescencia fue formando el temple del joven y obviamente empezaron las fiestas y los primeros noviazgos. Antes de cumplir quince anos comenzo a frecuentar una nina rubia y delicada que sonaba con ser biologa marina. Aun no habian comenzado a estudiar esas materias cientificas y ya estaba ella decidida a seguir los pasos de su admirado Comandante Cousteau. Era muy bonita y agradable, suave y hasta de apariencia fragil, pero con gran caracter y bien afirmada en sus convicciones. Pasaban horas charlando y viendose juntos en un paraiso tropical estudiando la fauna marina y explorando el mundo, como Cousteau y su equipo expedicionario. Coleccionaron durante meses los fasciculos semanales de «El extraordinario mundo del Comandante Cousteau». No se perdieron ninguna de las peliculas del celebre marino. Sobre todo la que trataba sobre las islas miticas, las Galapagos, el archipielago de todos los misterios, de todas las promesas, las aventuras por avenir. Algun dia irian alli y quizas pudieran encontrar forma de trabajar y explorar hasta sus mas remotos rincones. Cada parcela, cada roca y arrecife encierra la historia misma de nuestro planeta.
Pasaron varios anos antes que el mapa de su vida volviera a apuntar a ese destino de fantasias y aspiraciones donde el tiempo se suspende entre el presente, el pasado y el futuro.
Al llegar a Guayaquil, decidido a embarcarse en cualquier barco que saliera para las lejanas islas del Pacifico, su companera de viaje, Trine, recibio una muy mala noticia de un compatriota con el que habia iniciado su viaje, vecino del pueblo danes de donde era originaria. Habia caido enfermo en Quito, de paludismo y necesitaba la asistencia de su amiga para traducir y ayudarlo a conseguir su repatriacion a Europa. Justo antes de conocer dicha noticia habian escuchado sobre una alternativa de cruzar a las islas bajo jurisdiccion ecuatoriana, con barcos de pesca que, saliendo de Salinas, llegaban a acostar a las Galapagos para repostar provisiones y combustible. Se dieron esa ultima chance para cumplir con lo que sentia como un designio inevitable. La unica otra forma de acceder era por avion y era extremadamente caro, imposible pagarlo ya que ademas las autoridades locales exigian boleto de ida y vuelta y tener una cantidad importante de dinero para asegurar su estadia. El objetivo administrativo era evidentemente el de filtrar los

visitantes y era muy eficaz con la pobre parejita de jovenes mochileros. Tanto habia esperado este momento, encontrarse tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. Sin un barco que los aceptara a bordo, imposible llegar a su meta. Si no se daba esa remota posibilidad, debia creer que no era mas que un sueno infantil y debia forzarse a dejar de pensar en el o a pensar en regresar cuando fuera mas adulto y pudiera justificar de recursos genuinos. Las expediciones cientificas ya no estaban a su alcance porque al terminar su bachillerato se habia definido por estudios literarios. Le interesaba mas el origen y la evolucion del Hombre y sus civilizaciones, pero no podia extraerse a la atraccion de lo inconcebible, las muestras naturales de la vida prehistorica.
En la ruta a Salinas conocieron a una familia maravillosa, gran encuentro que cambio por completo el eje de esa visita. Fueron acogidos como miembros de la casa, por una ya numerosa y generosisima troupe familiar. La experiencia de esta acogida calurosa y fraternal fue tan fuerte en materia de valores humanos y de solidaridad, que dejaba aun mas en obviedad que lo unico que quedaba por hacer era auxiliar de la forma mas basica y logica al pobre Ralph, que se desvanecia en una minima y aspera cama de un hospital quiteno, sufriendo en soledad.
Decidieron abandonar la busqueda de un barco que los llevara a las islas para regresar al Ecuador montanoso, al centro de la tierra, los magnificos Andes, tan lejos y tan cerca del fabuloso mar y sus criaturas de otros tiempos.
Muchos kilometros y meses despues se encontraba en Europa decidiendo un nuevo cambio de rutas. Volver a America o quedarse un tiempo mas en el Viejo Continente. Recibio una propuesta profesional que le permitia elegir quedarse, centrandose en Madrid. Dicha ciudad, en aquellos anos 80, no era mas que una pretensiosa capital con mas aires provincianos que de ciudad cosmopolita. El cosmopolitismo se lo apropiaba su eterna rival, Barcelona, elegante e internacional, mas cerca de Europa. Acepto a reganadientes, sin saber muy bien que fuerzas lo llevaban a adoptar tal decision. Una intuicion, como muchas que lo habian guiado en los momentos claves de incertidumbre.
No queria vivir en el casco urbano que le parecia condensar todos los problemas de los que se habia acostumbrado a prescindir durante los tres anos de viajes alrededor del mundo. Tomo un periodico de anuncios y el mas llamativo le propuso una oferta en una localidad a pocos kilometros del centro madrileno. Su nombre no podia dejarlo indiferente, Galapagar se llamaba el pueblo serrano, camino a Collado Villalba. Consiguio como llegar hasta alli y todo le parecio puesto a medida para aprobar su decision. Pregunto en un cafe del pueblo si conocian de alguna casa en alquiler y rapidamente estaba inquiriendo en el cine del pueblo por el dueno de un chalet que se habia vaciado hacia pocas semanas. En esos anos todavia la gente confiaba en el projimo y lo que uno hablaba se respetaba. Apenas visito la casa, le parecio que era exactamente lo que estaba necesitando para el proyecto en mente. Dio su palabra, firmo de inmediato un contrato que constaba de una pagina que recogia lo basico, mensualidades, dia de pago y responsabilidades mutuas y arreglo mudarse el fin de semana siguiente.
Corrian tiempos mas agiles, por no decir faciles, en materia social. La gente de buena fe confiaba en otra gente de buena fe y los negocios o tratos se cuajaban con animos positivos.
Volvio a Madrid y no podia creer la suerte y paradoja de haber encontrado su nuevo destino en un pueblo con tal evocacion a sus ansiadas y lejanas Galapagos. Algo tendria este pueblo que hiciera que alli recayera. Una nueva etapa comenzaba al asentarse en este viejo pueblo hispanico.
La localidad no era grande ni pequena, todavia no tenia caracter de suburbio pero comenzaban a haber cada vez mas personas que elegian radicarse alli, pese a que trabajaban en la capital.
La casa estaba al borde de la poblacion y poseia una vista envidiable sobre la Sierra de Navacerrada. Pocos vecinos y relativamente discretos, excepto por un par de madres de la residencia de enfrente que llamaban sistematicamente a sus hijos por el balcon, gritando a cuatro vientos sus respectivos nombres, el mas reiterativo, Jesuuuuuu!!
La parcela sobre la Calle Praderon estaba rodeada en dos de sus limites por terrenos aun vagos, pero eso no duro demasiado, ya que pocos dias despues de mudarse y de construir un invernadero en el fondo del terreno, el dueno de la propiedad colindante comenzo las obras de una casa que parecia importante por sus importantes fundaciones. Como era constructor, supo avanzar con sus obras en un tiempo record y cuando el joven salia un dia de su invernadero, envuelto en su traje protector, vio que de un balcon lindante lo observaba una nina con atencion

especial. Sintio una mezcla de verguenza por su aspecto extrano y sucio, y de orgullo por sentirse ya adulto y trabajador, aunque tuviera apenas veintipocos anos. Le dedico una sonrisa de circunstancia y la nina ingreso rapidamente a su habitacion.
Despues de ducharse y cambiarse volvio a salir al jardin para ver si la nina lo seguia espiando. No la encontro y pasaron varios dias en los que el balcon y la casa misma parecian vacios. Cualquiera hubiera dicho que la mansion nueva estaba aun deshabitada. Sin embargo, mientras el joven trabajaba sus tinturas, sentia una presencia sobre sus espaldas, como si alguien lo observaba trabajar en silencio.
Cada vez que salia del tinglado, dedicaba un vistazo hacia el balcon de donde el sospechaba que provendrian las miradas secretas. No encontraba mas que una persiana cerrada.
Un buen dia que salia cargado con hojas recien terminadas dejo de mirar, ya resignado ante la ausencia y escucho una tos muy poco disimulada. No podia voltearse de inmediato sin correr el riesgo de que volviera a esconderse, por lo que hizo de cuenta que no habia escuchado nada y siguio caminando hasta el garage donde ordenaba su stock de hojas secas para las decoraciones vegetales de interior. Las deposito sin hacer demasiado ruido y se volvio raudamente sobre sus pasos para ver si encontraba la figurita que lo tenia intrigado desde tantos dias.
Estaba sentada, tranquila, ya sin verguenza ni animos de huir, sino de ser vista. Morena, cara redonda y ojos negros sublimes, picaros, atractivos. No era tan nina como le habia parecido en la primera impresion sino una bella adolescente.
Le regalo una sonrisa y para el fue suficiente como saludo y confirmacion de la presencia que sospechaba y lo acompanaba. Desde ese dia su trabajo en el invernadero fue mucho mas llevadero y se terminaba al llegar la hora del regreso de la escuela en el que estaba seguro de cruzar el saludo silencioso de su vecina intrigada e intrigante.
Muchos anos pasaron cuando en un aeropuerto se iba a sentar en una mesa de un cafe y sintio que una mujer hacia el mismo gesto con la misma intencion. En frances le dijo que podia ocuparla, el iria a sentarse a otra. Ella, con una gran sonrisa le respondio naturalmente en castellano que no veia ningun inconveniente en compartirla. Acepto, impactado por su frescura y sus ojos color azabache.
El le pregunto de donde era y grande fue su sorpresa cuando la mujer le conto que vivia en Madrid, en realidad cerca, en un pueblo de suburbios, en direccion a la sierra. Cuando menciono el nombre de Galapagar, el no pudo contener la sorpresa y le respondio que lo conocia muy bien por haber vivido alli muchos anos atras. Le iba a contar la anecdota de la nina en el balcon que nunca habia olvidado, cuando ella le pregunto a saco roto si el conocia las flores secas. Entendio que ella lo habia reconocido. El le tomo de la mano y le pregunto su nombre.
Necesitaba saber una cosa mas. ¿Sabia ella donde se situaban las islas Galapagos? ¿Le interesaba hacer un viaje para visitarlas?
Seria en velero, varios dias de navegacion desde el continente. Sin planes precisos, solo el de ir y cumplir con un designio de vida, despues verian. El destino, ese concepto de lo incierto, estaba abierto, indefinido, a la espera de esa conjuncion estelar.
Si ella le respondia que si, no se dejarian mas, seguirian el camino juntos.

Historia de Mar y Desierto

Hacía ya diez días que cabalgaba por el desierto. Tenía un rumbo fijo. El GPS, alimentado por energía solar le indicaba que estaba siguiendo la ruta prevista. 
Había calculado correctamente los víveres y no sufría de mayores inquietudes. La yegua de impecable raza árabe, le garantizaba la resistencia al medio que sólo tiene esta especial clase de equinos. Reyes de su especie. La elegida había sido una princesa de máxima negrura. Según sus cálculos, le quedaban 4 días más para llegar al destino previsto, una aldea beduina, la primera al oeste de su punto de partida.
Si no sucedía nada anormal o imprevisto, habría cumplido con su promesa. Todos los problemas de la preparación habían quedado atrás, en la ciudad abandonada. El desierto había sido generoso con él, le había permitido descubrir su monotonía aparente, su belleza sutil, poco evidente para el ojo del recién llegado o para los ojos del insensible. El desierto lo había acogido en su seno y le permitía dejar en sus arenas la huella de una infinita hilera de pasos regulares.

Ese día la fuerza del sol brillaba sobre el silicato de los granos medio rojizos de forma diferente. Lo hipnotizaba. Se sentía incómodo. Pensó que quizás podía estar insolándose. Abrió una de las mochilas laterales que colgaba de la montura. Sabía que en alguno de los bolsillos interiores llevaba la crema protectora. Simultáneamente pensó en regalarse un trago de la cantimplora con agua. Ambas operaciones por separado no suponen ningún riesgo. Pero cuando se combinan en un sólo movimiento pueden resultar algo peligrosas.  Estaba medio en equilibrio, con poco margen de maniobra si algo ocurría. Era sólo cuestión de segundos, pero unos segundos bastan para cambiarle la vida a uno. En un segundo tu vida cambia para siempre. 

Una víbora se cruzó en el trote del caballo asustándolo. Repentinamente, el corcel desequilibra al jinete. En un gesto instintivo, éste se agarra a la cabalgadura no sin evitar un violento balanceo de la cabeza que golpea de mala manera en el animal tenso y asustado. Entre la sofocación, el aturdimiento y el shock emocional, el jinete padece un síncope vasal, como un desmayo. La pérdida de conocimiento lo sume en una suerte de aturdimiento. Lo deja en el limbo de la realidad de los sentidos. Ese lugar onírico donde verdad y sueño se entremezclan dejándole a uno sumergido en un mundo lleno de metáforas extrañas. 

El día había amanecido enrarecido y el brillo del sol en las olas me encandilaba provocándome renovado sueño y distracción. Sabía que me estaría por dormir, pero no confiaba en ese oleaje, y debía permanecer cerca del puesto de mando por si el piloto automático se soltaba. Por las dudas, tomé el bote de crema protectora para proteger la piel en caso de que me quedara dormido, casi desnudo como estaba. Para pasarme la crema, me saqué el chaleco y el arnés de seguridad al que estaba atado. En ese preciso instante una ola cruzada de por lo menos 4 metros desestabiliza el andar portante del barco, desequilibra la botavara y me hace trastabillar violentamente hacia adelante. El bote de crema sale volando por los aires y mi cuerpo es despedido hacia el mar. Por milagro logro aferrarme a los cables del borde y me quedo colgando por la borda.  En esa posición no iba a resistir muchos minutos. 

Un hilo de acero me mantenía de este lado de la historia. Si cedía o si mis brazos no aguantaban, ya nada más podría contar, ni tampoco esta escena habría jamás existido puesto que ningún relator podría evocarla. Historia que no se cuenta es historia muerta. 

Un cable, un instante, una ráfaga, una ola, un golpe. No se necesita mucho más para acabar con la tremenda complejidad de una vida. Es más fácil destruir, abandonar, echar al olvido que construir, vivir o intentar ser feliz. Si la desesperanza se hubiera aferrado en mí, no necesitaba mucho poder de convencimiento para ganarme la partida. El instante estaba a su favor, ya casi no me quedaban fuerzas ni posibilidades de continuar.

Otra ola compensatoria reequilibra el andar del barco y con su inercia puedo aprovechar esos micro segundos, micro momentos de vida en los que la fuerza vital se sobrepone a toda la emoción y las incapacidades reales o potenciales para ejercer su derecho a luchar y vencer. 
Logro pasar el codo derecho y luego el izquierdo, al tiempo que mi cuerpo trepa hacia la borda pudiéndome apoyar un poco más sobre la segura cubierta. 

No sé si duró un minuto o media hora, porque lo que pasó fugazmente por mi mente fue el transcurso de los últimos 48 años. ¿Cuánto pueden tardar 48 años de vivencias para pasar por las células cerebrales que registran las memorias? ¿Son las memorias las que pasan, o es el fluido eléctrico ínter celular, esa sinapsis tan suya, tan particular, la que comunica a una velocidad que es sin duda más rápida que la luz? ¿por qué recordamos unas cosas y no otras? ¿Quién selecciona los recuerdos? ¿lo hacen las neuronas sin mi consentimiento?

No lo podía creer, no lo podía creer, me repetía una y otra vez.
Sentía bronca por lo ocurrido.
Regocijo por estar aún con vida.
Alivio de estar a salvo y recordando lo que acababa de suceder, como si hubiera sido una película de esas imposibles en las que sólo el apuesto y nunca despeinado héroe sale airoso y a tiempo para prenderse un cigarrillo.

¿Cuántas veces decedemos y volvemos a nacer en el transcurso de una vida?
En el vientre materno experimentamos una vida que nada tiene que ver con el exterior. 
Al nacer, morimos como embrión, como potencia, como semilla, pasamos de proyecto a realidad, de virtual a existencial.

Mi relación con el agua siempre fue de una intensidad abrumadora.
Nací bajo el signo de Acuario que todos pensamos que es un signo de Agua y sin embargo es de Aire. Acuario es quién vierte el agua, pero es un símbolo de aire. Lleva en sí la creatividad, la imaginación, así como el vigor y la fuerza del viento.

Aunque no crea mucho ni en lo esotérico ni en lo religioso, en los momentos álgidos, todos esos pensamientos se suceden como flashes. Es difícil determinar si de repente creemos en lo que habitualmente denostamos o es un auxiliar mental para apoyar nuestra existencia, en duda eterna.
¿Qué medio era el responsable de lo que me acababa de suceder, el agua, el mar con su ola, que quería o podría haberme engullido? ¿o el aire, creador de los vientos y forjador de esas olas gigantes y cruentas? Sin viento, la mar está calma. Pero sin viento no avanzamos.
¿Qué significa para mí navegar? ¿Surcar los mares, desplazarme por las violentas aguas, o recibir, controlar, manejar los vientos, el aire, que lleva en su etérea realidad todo lo que existe?

Simbólicamente soy un perfecto acuario. Aire, que pasa a veces con calma, otras con brío y sin duda roza alguna violencia cuando las condiciones lo presionan al máximo. Aire sobre el agua, ofreciendo el agua como fluido vital, pasando por sobre ella para justificar su existencia y darle el valor como elemento. Pero el agua es un vertido que el aire porta, contiene. La ofrece con generosidad para que quiénes la necesiten la obtengan y aprovechen su medio natural.

A los cuatro años de edad, jugando junto al río, caí al agua sin haber aprendido aún a nadar. Me ahogué en el río. Ese día aprendí que no era anfibio, que nuestros pulmones no están preparados para respirar nada más que aire. Aunque vivimos nueve meses en un medio acuoso, nacemos respirando naturalmente el aire, esa es nuestra primera muerte. Salir del agua protectora de la madre para encontrarnos con ese oxígeno extraño. Al agua no regresaremos jamás.  

Esa corta vida se fue al ahogarme, para siempre. Nunca se vuelve a una vida anterior. El curso es solamente hacia adelante. Los recuerdos son sólo memorias, las huellas de lo vivido hacen imposible una vuelta atrás. Se viven varias vidas en una sola. Todas ellas posibles, pero sólo una de ellas nos es real. Al menos así la percibimos. 

La extraordinaria y joven Exda -la mujer que me cuidaba de niño- se arrojó instintivamente al río y pese a que tampoco sabía nadar, me mantuvo cerca del borde y revolviéndonos entre las aguas correntosas, nos permitió aguantar los minutos necesarios para que mi padre, alertado a gritos por los otros niños de la orilla, acudiera a nuestro rescate y nos extrajera con los pulmones ya cercanos a explotar.

Fue volver a nacer. El agua había envuelto y diluido la primera etapa de mi infancia. Empezaría un nuevo ciclo, aunque fuera muy pequeño para razonarlo, eso nunca se entiende, sólo se digiere. 
Años después, al realizar una terapia psicoanalítica, comprendería al revivir este proceso del ahogo y el posterior renacimiento, que los recuerdos impresos en mi mente a raíz de este episodio, eran muy parecidos entre los del vientre materno con su líquido amniótico y los de las aguas correntosas y envolventes.

Esta vez el agua sólo había podido tocar mis pies, el cable había ofrecido a mis brazos, a mi instinto, el último suspiro, la última oportunidad. Si cedía, el enorme océano lograría lo que años antes la corriente y las aguas marrones no habían podido obtener.

Nunca fui muy fuerte de brazos, toda mi fuerza reside en mi voluntad, mi mente siempre fue el mayor músculo con el que me repuse de todas las catástrofes y situaciones límites.
Al reponerme sobre la cubierta empecé a sentir los brazos doloridos, pero no lo podía creer, no lo podía creer, me repetía una y otra vez.

Antes de zarpar había escrito una extensa carta a mi padre explicándole el por qué de mi decisión de partir solo al Atlántico. Él había intentado disuadirme. A manera de respuesta, había evocado justamente los dos nacimientos anteriores, el natural debido a mi madre, el segundo gracias a su acudimiento salvador, y explicaba alegóricamente que este viaje iniciático era la búsqueda de un tercer nacimiento que no debiera más que a mí mismo, por eso debía ser en soledad. Lo que no imaginaba es que realmente viviría una experiencia tan límite, tan real entre la vida y la muerte.

Se despertó en una posición incómoda y casi en equilibrio sobre su cabalgadura. Estaba dolorido y confuso. El sol seguía pegando fuerte y raro. Había dejado caer la botella de agua, pero como no sabía cuánto tiempo había pasado inconsciente pensó que sería una locura volver a hacer el camino para buscar su ración diaria. Le quedaban 3 botellas, una por día.  Sencillamente se racionaría repartiéndolas en 4 jornadas.

Le preocupaba más lo que le había sucedido. Pese a estar a dos tercios del trayecto, estaba suficientemente lejos de cualquier población como para correr un riesgo mortal si  algo grave le sucedía. Cuando proyectó esta travesía solitaria, no faltó nadie que le advirtiera de los peligros del desierto.

Él estaba convencido de que una extraña fuerza interior le exigía esta clase de aventura, casi como un sacrificio bíblico. De joven, el cruce de la Patagonia, pasando una noche en plena estepa, a la intemperie, le había dado la fuerza espiritual de encontrarse y madurar, fue el fin de la adolescencia.

Recordaba vagamente un sueño en relación con el mar, una sensación de peligro y de resurrección. Nada muy preciso como cuando uno despierta por la mañana de un sueño que se interrumpe y le quedan impresiones oníricas que tienen algo de real y de etéreo al mismo tiempo.  Sentía un gran dolor en la nuca, pero no quería detenerse aún. Lo mejor sería cerrar los ojos aprovechando el paso ya tranquilo de su caballo e intentar dormir un rato.

Me había quedado dormido por el agotamiento después de remontar a la cubierta, sin poder moverme. Desperté y tuve como una alucinación. Me costaba entender si estaba aún soñando, despierto o qué me había pasado.

El Clinamen seguía su rumbo fijado desde las nueve de la mañana. En la proa me pareció sentir una presencia. Desde lo sucedido hacía instantes más o menos largos, no podía determinar cuánto había pasado, mi espíritu se encontraba totalmente confundido. La sensación de proximidad con la muerte me había dejado en una tensión que me costaba entender y controlar.  ¿Había visto la silueta de una sirena pasar por detrás del mástil? ¿Me habría pegado un golpe y no reconocía bien lo que me había pasado? No hay nada rojizo en el mar y sin embargo tenía la impresión de haber despertado rodeado de rojo y acompañado de una silueta azabache.
Recuerdos de la niñez me hicieron viajar a Sevilla, aquella Feria en la que mis padres participaron como invitados en el stand de los Hermanos de Ginés, primos cantantes, con cierta popularidad en esa época. 

La sensación cercana con la mortalidad retrocedía mis pensamientos hacia la infancia, la imagen de esa madre morena y bella, que pese a su origen alemán había heredado el cabello azabache y lacio. Su juventud le permitía lucirlo largo hasta bien avanzada la espalda. Sentada de costado sobre un caballo árabe y toda vestida de rojo, parecía más andaluza que las andaluzas. Habían traído varias fotos de ese primer viaje a Europa pero la mayor impresión que me había quedado en la memoria era de las imágenes mudas de los rollos de film Súper Ocho que eran toda una novedad.

Volví a sentir una presencia en la proa y me corrió una sensación extraña de no saber dónde estaba, cómo me sentía y qué me estaba pasando. Estaba casi seguro de haber visto una figura de mujer con cabello lacio, muy negro y una sonrisa envolvente. No era un recuerdo, no se trataba de mi joven madre. Estaba allí pero mi cuerpo se resistía a moverse de inmediato. Necesitaba entender antes de cambiar mi posición y quizás espantar ese espíritu o imagen.
¿Y si en lugar de un recuerdo fuera una premonición? Ya me había sucedido en otras circunstancias de pensar en algo o en alguien y días después toparme con la persona o el paisaje sentido.

No podía tratarse de volver a mi madre, puesto que ya no tenía el pelo tan largo y su color había también variado. Tampoco conocía ninguna mujer que se pareciera y que pudiera estar recordando. Sentí cierta satisfacción de pensar que nos representamos a las sirenas rubias de ojos celestes, a imagen de la Sirenita de Copenhague y sin embargo esta presencia, sueño o alucinación era de una hermosa mujer de ojos y cabellos bien negros, muy alejada de los cánones escandinavos. 

Tomé conciencia que había música sonando y reconocí una de mis canciones preferidas de Eric Clapton, Wonderful Tonight. La presencia era cada vez más fuerte hasta que decidí ponerme de pie e ir a ver, para salir del letargo, entre imaginativo y onírico. Al llegar a la punta del Clinamen estaba todo normal, el oleaje se había calmado un poco o regularizado. Advertí la visita de una pareja de delfines rozando el casco. Uno mayor que otro, como si fueran madre e hijo. Se frotaban al barco alternadamente, jugando, acariciándolo. Cuando ella se alejaba un poco, el pequeño la alcanzaba a gran velocidad. Conmovido por la belleza del espectáculo me senté a admirarlos. No podía distraerme, hasta que fueron desapareciendo en el horizonte. Antes de hacerlo, ella regresó súbitamente para nadar a mi lado, sacó la cabeza y me pareció que me dedicaba una sonrisa, un saludo. Estaba mostrándome que era ella la presencia, el espíritu que me había protegido desde que había salido a esta aventura solitaria.

Al abrir los ojos, se sintió ya descansado y el susto se había disipado. Detuvo su caballo y desmontó para tocar el suelo y sentir el calor en la arena. El GPS le indicaba que estaban en la senda fijada y que por la noche llegarían al primer relieve que se acercaba. Allí podrían acampar y descansar a la luz de la luna. Estaba previsto que estuviera llena esa noche y el panorama de un cielo estrellado con luna llena en el desierto sólo es comparable a los cielos en pleno Atlántico. Recordó súbitamente el cruce oceánico que había realizado hacía un tiempo y entendió por qué había preferido elegir como cabalgadura una yegua azabache que le hizo pensar a la Sirena del Clinamen.

En la Biblioteca Ficción

Todo viaje empieza en una biblioteca, o en una librería. En realidad cualquier viaje empieza en una lectura de otro viaje. El primer viajero inició una estirpe que se ha alimentado a lo largo de los siglos con un cuento infinito que enlaza un viaje tras otro, una aventura tras otra, una exploración tras otro. 

Aunque nos cueste recordar nuestro primer viaje inspirador, le debemos a él todo lo que luego se sucedió. Viajamos con los sueños de infancia, emprendemos destinos incontrolados al mirar por la ventana el horizonte del tedio adolescente. Hasta que grandes como para tomar decisiones, el camino nos llama a escribir nuestro propio viaje.

Intento recordar ese primer relato, el primer libro con el que fui capaz de rasgar el velo plomizo del tedio. Ese primer asombro, la total inmersión en la historia del otro. Dicen los expertos que memoria e imaginación echan mano de  la misma red de conexiones neuronales. Toda memoria es imaginación y la imaginación requiere de la memoria. Algo así vendría a decir que fue en una tarde de otoño, regresado de la escuela, cuando ese primer libro cayó en mis manos. Me gustaría pensar que la casa donde ocurrió tenía una gran biblioteca, pero tampoco eso sería cierto. Pero da igual. Mi memoria imagina aquello que sueña. Esa primera tarde, ese primer relato, eso fue el inicio de este viaje.

Lo maravilloso del relato y la memoria es cuando, dejados libres, se entremezclan en un juego enriquecedor. El recuerdo de la tarde me viste de uniforme y me lleva a la gran biblioteca del Colegio en el que tuve la dicha de formarme. El Colegio Nacional de Buenos Aires poseía una de las mejores bibliotecas del país y quizás de Sudamérica. Parte de nuestra tarea era la de aprender a trabajar en ese ámbito en el que el silencio y el respeto por los libros, los autores y por el vecino, también estudioso, se imponían por sí mismos. Debía preparar una prueba de Historia Moderna y me adentré en los libros sobre la época de los grandes descubrimientos.

Primero fue un atlas. El lomo roído por el paso del tiempo, el libro insistía en abrirse por la mitad. Lo que se ofrecía era una doble página de color azul salpicada de pequeñas manchas marrones. El Océano ocupando todo el papel posible. Y las islas como las letras del abecedario construyendo un relato. Un poema corto quizás. El mar lo conocía, el mar próximo. El río de mi ciudad que no es un río, que es un mar marrón. El océano me llegó a través de los libros. 

Me arrojé en esa inmensidad olvidándome del objeto de la búsqueda. Regresé a mi banco con el pesado hallazgo, sin poder sacarle los ojos de encima. Me senté por error en la línea de mesadas anterior a la que había elegido y donde había depositado mis efectos personales. Estaba tan absorto en esas páginas donde se proyectaba mi vida futura que no me di cuenta del error. Los paraísos por descubrir se sucedían con nombres exóticos. Las dobles páginas me transmitían el calor de los trópicos por explorar. Así fue como sentí su perfume sin haberla visto y penetró en mi historia sin siquiera haberme dado cuenta de ello.

En esa época las fijaciones del niño que deja de serlo son obsesivas. El futuro está mucho más cerca entonces de lo que jamás volverá a estar. Quizás sólo al final de la vida, cuando la Parca se acerca, el futuro se hace presente. Pero en ese momento de transición el sueño sobre lo que uno hará, será, conocerá es una realidad. Futuro y presente comparten espacio. Los respiras al mismo tiempo. 

Nada me había preparado para ese perfume. En ese presente-futuro que habitaba, el perfume era un objeto ajeno. Dicen que la capacidad de distinguir un perfume de otro nos permitió sobrevivir como especie. El olor del miedo, del animal que nos acecha, del fuego. Dicen que nos erguimos sobre dos patas para oler mejor. Que digan lo que quieran…la primera vez que un perfume te sorprende, inicias un viaje hacia lo desconocido para el cuál no hay atlas que te asista.

Levanté la vista del enorme libro que me tenía subyugado para seguir mi sentido primario. Era necesario ubicarme en esta selva abundante de una isla sorprendente en la que había desembarcado sin proponérmelo. La vi por primera vez y no la reconocí. Estaba concentrada en su cuaderno de notas y el libro de matemáticas que tenía delante. No podía dirigirle la palabra porque mi imaginación estaba representándomela semidesnuda, parada detrás de quién parecía ser su padre y cacique o chamán. Me encontré inhibido por la claridad con la que la veía en persona, consciente de dónde me hallaba, pero al mismo tiempo mi cerebro me la devolvía con otras imágenes de mi fantasía. Estaba viajando. 

El amor, el primer amor, es un viaje. Medio mareado intentaba acertar con el lapicero, con las páginas del atlas que ya libres de cualquier consideración geográfica iban del estrecho de Bonifacio al Cabo de Buena Esperanza, sin respetar ni latitudes, ni meridianos. Lo boreal y lo austral confundido. Los minutos de la infancia languidecen. El tiempo se alarga y se derrite como bien sabían los surrealistas. Esos minutos en los que mi imaginación tomó posesión por primera vez de esas emociones nuevas, el tiempo se desvaneció. Deseé ser un pirata y robarla, llevarla conmigo a una isla remota y mostrarle el tesoro escondido en una cueva donde reposaban los restos de antiguos piratas. El tesoro de los tesoros, que siempre imaginé estaría dibujado en el mapa del cartógrafo nubio, Dilaman Ladoré, un personaje que decía poseer todos los mapas perdidos del mundo. Deseé poseer una pirámide, para poder mostrarle el rayo verde, el último regalo del sol antes de abandonarnos. 

Antes de que pudiera seguir deseando, una voz me sacó de mis divagaciones.

“¿Tienes sacapuntas?”

Y en ese instante me di cuenta que no estaba sentado en el sitio que había elegido al llegar a este antro del saber sino en el que correspondía a esta historia que se debatía entre la realidad del presente y el infinito de la imaginación y la fantasía adolescente. 

“Sí, claro.” 

Atiné a responderle mecánicamente, al mismo tiempo que intentaba entender dónde estarían mis pertenencias.

“Ahora regreso.”
Fui a mi sitio donde estaba mi mochila dentro de la cual tenía mi cartuchera con los útiles. Recogí el cuaderno que había depositado previamente al llegar, sin abrir, ocupando el lugar elegido. Fernando, mi vecino y amigo, me tomó por el brazo y me preguntó dónde iba, que todavía no habíamos empezado a preparar nada. “Luego te cuento, ahora no puedo”, le contestó el joven explorador que sólo tenía ojos y mente para su doncella, a pocos pasos de allí.  

Hay quién pueda creer que encontrar un sacapuntas es una tarea banal. Nunca se vieron en mi tesitura. Fernando me miraba perplejo. Un chico de esa edad no se vuelve loco por localizar un sacapuntas, y menos por entregárselo a alguien sin atreverse a alzar los ojos de los cordones de los zapatos.  El trayecto entre mi pupitre y el lugar donde ella me esperaba, podía haber sido el mismo que tardó Francisco de Orellana en recorrer el Amazonas, ya que las dificultades eran las mismas. Sorteamos los dos el mismo vértigo por lo desconocido, la misma aprensión, la misma ansiedad. 

Es curioso que piense en esa historia. Han pasado más de cuarenta años desde esa primera tarde. Desde ese primer atlas, desde ese primer perfume, desde ese primer viaje. Aquí estoy. He cruzado el Atlántico a vela. En solitario. He regresado. O eso creo. Quizás no se regrese jamás del viaje. Hay quién creerá que este viaje de ahora tiene un principio y un final porque nos empecinamos en ponerle limites a todo. Pero, esta tarde de domingo, mientras recuerdo esa otra tarde de hace tantos años, estoy seguro que el viaje empezó entonces. 

“Toma el sacapuntas. ¿Cómo te llamas?”

Desde ese día nunca he dejado de viajar.  

No recuerdo su nombre, por increíble que pueda parecer. También porque después de su respuesta y de un breve gracias, ella se sumió en sus notas dejándome varado en esa playa. Mientras ella y el cacique se retiraban adentrándose en la foresta espesa. Mi orgullo peleaba con mis latidos ruidosos para que no los escuchara nadie en la sala silenciosa. 

Volví a mi fascinante atlas y decidí levar las anclas hacia nuevos mares. A partir de ese día, todo viaje tendría de cerca o de lejos al mar por protagonista.

Viajar por mar es la definición de navegar. Navegar también es sortear, driblar, esquivar. Un algo de superviviente irónico. El navegante parece saber más que el resto de viajeros, como si el encuentro con la enormidad de la masa de agua salada le confiriese una sabiduría arcana única. El navegante puede parecer osado si no opta por la discreción. Afortunadamente la sal y el yodo acallan la palabrería y aún está por conocerse el verdadero navegante que sea un charlatán. 

A pesar de ello, la primera vez que cruce el umbral del Café Royal en Mindelo, en la isla de San Vicente en Cabo Verde, apenas se podía escuchar la música, tal era el volumen de las conversaciones.

De una mesa casi en el centro del café, Jaqueline, la hermosa morena que había conocido por la tarde en la Alliance Française, me hizo señas para que me acercara.
Estaba con un grupo que podría haber parecido heterogéneo, pero que no lo era para nada. Al acabar los saludos sentí que estaba en el lugar adecuado en el momento preciso. 

Esa suave noche fue inolvidable y millonaria en nuevas memorias que juntar a las fantasías del navegante. Escuchar la historia de Edgar, el pescador que fue uno de los amantes de juventud de Cesária Évora, o el más modesto relato de René, electricista que vivió quince años en París para regresar a ser feliz junto a los suyos. Responder las preguntas sobre mi viaje a Umberto, el italiano, hermano benedictino que llegó y se quedó en esta isla hace veinte años, me hace rápidamente sentir parte de esta congregación humana especial.

Más allá junto a la ventana, visualizo a la pareja de daneses que viven buena parte del año en su viejo velero y en otra mesa, a un grupo de jóvenes franceses que ya se mezclaron con el argentino y el catalán que vienen bajando su barco hasta Buenos Aires desde Mallorca.

Muchas historias se cruzaron en esa noche. El viaje es siempre un relato lleno de voces. Cada vez que se incorporan nuevas, nuestro viaje no hace más que tomar nuevos bríos. Sin esas historias ajenas, la nuestra estaría más vacía y más solitaria. Esa noche mi viaje había incorporado una isla con sus gentes. Una nueva cartografía. Por ello mi imaginación quiso que regresara al Clinamen evocando en la memoria aquella morenita del sacapuntas que la bella Jaqueline me había hecho recordar.

Desde Tierra Mirando al Mar – Castelldefels, Barcelona. Lunes 18 de abril

Enciendo la aplicación de navegación que me acompañó durante los pasados meses para ver el mapa del Caribe y empiezo a colocar encima de la mesa la proyección de los próximos derroteros.  La cadena de las Antillas que conforman el Mar Caribe se extiende desde los Cayos de Florida al norte, hasta la costa sudamericana de Venezuela y Colombia al sur. El goteo de islas como un collar de perlas de esas que robaban los piratas, encierran un mar interior. El Caribe es un mar pequeño comparado al Mediterráneo, pero tiene algunos puntos en común con el gran lago interior de donde he partido y en donde he aprendido realmente a navegar.
No sé aún cuál será mi recorrido futuro ni tampoco quiero fijarlo demasiado desde este lado del Atlántico. Debo regresar al Clinamen para volver a ponerme en sincronía. Cuando desembarqué en la isla de Guadalupe, rápidamente la tierra y sus asuntos urgentes me absorbieron física y espiritualmente. No tuve tiempo de agradecer como se merece a mi compañero Clinamen y ya me estaba yendo. Hoy me siento en deuda con él y pienso muy seguido en cuándo volveré a estar en comunión con él y recordar nuestras andanzas recientes.
Desde aquí, en seco, demasiado vestido y perfumado, siento un desfase con el mar, con mi barco y con todo lo recientemente vivido, disfrutado y también sufrido.

Desayuno frente al mar pero mirando al sur y a unas olas mediterráneas que me vieron zarpar hace un par de meses hacia una aspiración de lejanía, de alejamiento y de aventura. Ver desde la terraza las ondas que conforman las rompientes que vienen a mojar la arena testigo de mi sueño ya concretizado me enriquece la mañana.

En este día luminoso debo volver a la oficina y ocuparme de los nuevos proyectos profesionales, así como de temas mucho menos glamurosos. Desearía perderme con esa espuma y que me lleve lejos de estas playas, pero debo pensar en forma más realista y concreta, «terre à terre», como dicen los franceses. Pienso en el mar y en todo lo que se ha escrito por y sobre él.
¿Qué es el mar?
El mar es un azar
¡Qué tentación echar una botella al mar!
Mario Benedetti escribió hermosos versos que me atrevo a reproducir en dos partes, una aquí al principio y otra, al final de este texto, para aquél lector que hubiera soportado mis reflexiones.

Botella al Mar 
Mario Benedetti

Pongo estos seis versos en mi botella al mar
con el secreto designio de que algún día
llegue a una playa casi desierta
y un niño la encuentre y la destape
y en lugar de versos extraiga piedritas
y socorros y alertas y caracoles.

Cualquier viaje siempre debería ir acompañado de poemas, no en vano desde el primer caminar del hombre la presencia del bardo, del trovador es incuestionable. El poema ha viajado siempre. Lo hizo primero con Homero. Y así se registró la historia para siempre. La rima es la música de la memoria. Recordamos poemas. La poesía es también el lenguaje del alma, sin ella el hombre no puede expresar lo intangible. Aquello que no somos capaces de articular con sintaxis rígidas, con gramáticas ordenadas. Si la lingüística es álgebra matemática, la poesía son los números irracionales, los que se alejan de la norma, los que se hacen un hueco allí donde no queda espacio.

La poesía es también la lengua con la que habla el mar.  Ya lo sabían los poetas. Lo sabía Mario Benedetti, Pablo Neruda, Rafael Alberti.

Domingo 1 de mayo, después de haber visto fugazmente al Atlántico en la cornisa cantábrica y asturiana.

Se acabó el primer viaje y los pensamientos van y vienen. Las últimas horas de navegación fueron duras. El mar no da tregua y el cansancio no admite la perdida de concentración. Mi espíritu estaba consagrado a la hazaña y a la concreción del sueño. Hoy estoy en tierra y pienso en aquéllos días y en mi barco que me espera fiel en su muelle. Pero no puedo dejar de volver una y otra vez la vista atrás. Lo que he dejado tras de la popa del Clinamen. Ese mar sin paliativos, indiferente. Esa incertidumbre sobre el poder, querer, desear y lograr. Quizás, quizás, ese gran quizás que me inundaba hasta ver la Desirade y al fin gritar: «¡lo logramos!».

Decía Claudio Magris, autor del Infinito Viajar que inspiró el nombre de mi página web, al que tuve el gusto de saludar en ocasión de la Sant Jordi en Barcelona, que para él “el dolor más grande ante la muerte es que el mundo prosiga su marcha indiferente al que se muere”.  El océano posee esa indiferencia. Una cualidad innata de intemporalidad. El viaje del mar es siempre infinito. Y esa atemporalidad es pura indiferencia.

En estas últimas dos semanas me sumergí de nuevo en el mar humano. He abandonado el mar ajeno al hombre, el océano, inhabitable, indomable. Ya he vuelto a entrar en aguas que son caminos, trazos dibujados entre un lugar y otro. Un mar lleno de palabras, de lenguas, de historias, de noticias, de guerras, de conflictos, de esclavos, de políticos, de revoluciones, de decepciones. El mar de los hombres es un mar muy distinto al que viví durante dos meses con mi travesía. La indiferencia aquí es casi imposible. Para bien o para mal, nos inunda, nos rodea y apabulla. De ahí que éste sea el mar sobre el que más se ha escrito.

Todo con quién evoco mi viaje, mi hazaña personal, mi situación presente, termina preguntándome cómo sigue la aventura o si aquí se acaba y que vuelvo a una vida más conforme y confortable.

Recuerdo a mi barco que me espera fiel en su muelle y al Mar Caribe que tanto soñé y deseé, pero que dejé apenas 24 horas después de alcanzarlo.
Recuerdo esos días en los que escribir no era un lujo entre maniobras, sino una tarea más que importante, consuetudinaria al navegar, pensar y plasmar todo ello en textos en los que testimoniar lo vivido y lo sentido.
Quizás sea preciso diferenciar muy claramente entre las distintas situaciones en las que se toma la pluma. Claro que, a veces, del compromiso moral surge una gran literatura. Diría incluso que esto sucede con suma frecuencia. Basta pensar en Dante o en otros escritores formidables de nuestra época. La literatura tiene sus propias leyes, y esas leyes no deben ser sacrificadas a la moral. Si pretendo escribir algo que corresponda a la verdad y tengo la sensación de que esa escritura tendrá consecuencias negativas para un ser humano, debería renunciar a escribirlo, pero lo que no puedo hacer es alterar la escritura, la verdad. ¿Cuánto hay de verdad en todo lo que he escrito? He hablado de delfines, de sirenas, del Corto Maltés, de las razones que me han llevado hasta aquí, de las razones que me devolverán al mar una y otra vez. Alguien podría decir que son sólo ornamentos a la historia real que he vivido. ¿He contado la verdad? ¿toda la verdad?

No he escrito que durante cuarenta y cuatro días la tensión y el esfuerzo físico ha sido supremo. Todo lo que he hecho, desde lo más fisiológico a lo más sublime, ha sido realizado en tensión extrema, ante la indiferencia del océano. Pero ¿a quién interesa a la postre el detalle cotidiano, real y casi doloroso? ¿Lo escatológico es literatura? ¿el dolor continuo? ¿Cuánta verdad hay en lo que escribo, si elijo algunos temas y obvio otros?
Encontrar la voz literaria es también un viaje, y es igualmente un viaje infinito.

En estos menesteres soy un novicio y el tanteo entre verdad y literatura me es aún incierto. En ese sentido, estimo mucho a Ernesto Sábato, que en una época se ocupó de los «desaparecidos». Durante años renunció a su labor literaria para buscar a esas personas, para investigar cómo y dónde estaban. Pero Sábato es también el autor de «Sobre héroes y tumbas», que desciende a lo profundo, a los abismos, a las tinieblas del inconsciente y del mal. Y para ello estableció de manera muy honesta una diferencia entre dos mundos, dos tipos de escritura, la diurna y la nocturna.

Navegando, esta distinción es también fundamental. Navegar de día o navegar de noche son dos mundos que no tienen nada que ver. Como en la escritura.  Sábato, cuando estaba sumergido en sus profundidades nocturnas había descubierto que dos más dos eran cuatro, aunque también podían ser seis o diez, y que resultaba poco importante cuánto sumaban en realidad, ya que, cuando se regresa a la superficie, al día, ese «saber» no representa una ventaja.

Al llegar de noche a Pointe-à-Pitre reconocí una casualidad que probablemente no fuera tal. En cada una de las etapas de este viaje zarpé de noche y arribé con el sol caído. No fue una propuesta consciente pero una realidad que se dio en cada caso. Cómo entender esos fenómenos que se repiten significando.

Navegar de noche y navegar de día.
El mar de día y el mar de noche.
¿Qué es el mar de donde vengo?
¿Qué es el mar adonde vuelvo?
Tras dos meses navegándolo no obtengo respuesta.

¿Qué es en definitiva el mar?
¿por qué seduce? ¿por qué tienta?
suele invadirnos como un dogma
y nos obliga a ser orilla.
Nadar es una forma de abrazarlo
de pedirle otra vez revelaciones
pero los golpes de agua no son magia
hay olas tenebrosas que anegan la osadía
y neblinas que todo lo confunden.

El mar es una alianza o un sarcófago
del infinito trae mensajes ilegibles
y estampas ignoradas del abismo,
trasmite a veces una turbadora,
tensa y elemental melancolía.

El mar no se avergüenza de sus náufragos,
carece totalmente de conciencia
y sin embargo atrae, tienta, llama,
lame los territorios del suicida
y cuenta historias de final oscuro.

¿qué es en definitiva el mar?
¿Por qué fascina? ¿por qué tienta?
es menos que un azar, una zozobra,
un argumento contra dios,
seduce por ser tan extranjero y tan nuestro,
tan hecho a la medida
de nuestra sinrazón y nuestro olvido
es probable que nunca haya respuesta
pero igual seguiremos preguntando

¿qué es por ventura el mar?
¿por qué fascina el mar? ¿qué significa
ese enigma que queda
más acá y más allá del horizonte?

Si ni tan siquiera Mario Benedetti consiguió respuesta, a este modesto marino no le toca otra que continuar preguntándoselo, que continuar navegando, que continuar escribiendo.

Escuchar a Mario Benedetti recitando su poema corto Botella al Mar
https://m.youtube.com/watch?v=SXNg9Mv0jLw&time_continue=15&ebc=ANyPxKpOPyg0lRSqfhu7YKlJvhg7__P7xXoo6wycBsaPZN0f5HXCEERKjb3ILmdFZZLwLPZQfTbb

Y también tiene la otra versión larga, que se puede también escuchar por su propio autor:
http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/botella-al-mar–0/audio/

El mar es un azar
¡Qué tentación echar una botella al mar!

Poner en ella por ejemplo
un grillo, un barco sin velamen, y una espiga
sobrantes de lujuria, algún milagro
Y un folio rebosante de noticias

Poner un verde, un duelo, una proclama,
dos rezos, y una cábala indecisa
El cable que jamás llegó a destino
Y la esperanza pródiga y cautiva

El mar es un azar
¡Qué tentación echar una botella al mar!

Poner en ella por ejemplo un tango
que enumerara todos los pretextos
para apiadarse a solas de uno mismo
y quedarse en el borde de otro sueño

Poner promesas como sobresaltos
Y el poquito de sol que da el invierno
y un olvido flamante y oneroso
y el rencor que nos sigue como un perro

El mar es un azar
¡Qué tentación echar una botella al mar!

Poner en ella por ejemplo un naipe,
un afiche de Dios, el de costumbre,
el tímpano banal del horizonte
el reino de los cielos y las nubes

Poner recortes de un asombro inútil,
un lindo vaticinio de agua dulce
una noche de rayos y centellas
y el saldo de veranos y de azules

El mar es un azar
¡Qué tentación echar una botella al mar!

Pero en esta botella navegante,
sólo pondré mis versos en desorden
en la espera confiada de que un día
llegue a una playa cándida y salobre

y un niño la descubra y la destape
y en lugar de estos versos halle flores
y alertas y corales y baladas
Y piedritas del mar y caracoles

El mar es un azar
¡Qué tentación echar una botella al mar!

Una isla en París – París. Île Saint Germain 10 de abril de 2016

La palabra Pecio, que evidentemente tiene una significación importante para cualquiera que haga de la mar su obsesión, tiene una etimología muy interesante. La denominación común dice que son los restos de un artefacto o nave, fabricado por el ser humano, hundidos total o parcialmente bajo una masa de agua. Pecio, del latín posclásico, pecia o petia, o en bajo latín pecium o petium, tiene un significado más importante: fragmento o pieza rota. Es lo que queda, lo que testimonia de algo que fue alguna vez un objeto o un algo entero. Es lo que nos habla.
Si fuera capaz de responder simplemente a la pregunta ¿cómo estás? Diría que me siento un pecio. Pero debería añadir toda la explicación etimológica anterior y diferenciar el latín posclásico  del bajo latín, para no asustar a mi interlocutor. No me siento hundido, pero sí como el fragmento de un todo. Un fragmento de un todo varado, de momento, a orillas del Sena.
La realidad no se despliega paulatinamente. Aterrizas en París y se te desploma en los brazos que aún están ocupados recuperando maletas. De golpe. Toda ella se te precipita encima y en menos de 24 horas el mundo, que ha aguardado durante dos meses mi regreso, me habla sin parar, me zarandea, me obliga a reestructurar el pensamiento, a activar zonas neuronales que se habían quedado mudas. La realidad me obliga a pensar distinto, a hablar distinto, a ver distinto.
Hago listas. En un intento de ordenar el presente de indicativo en el que vivo, establezco un orden de prioridades, jerarquías. Intentaré continuar escribiendo en tierra, no sé si los temas cambiarán, si mi estado expresivo se verá alterado a punto de modificar mi escritura. Estas notas que tomo son lo máximo que consigo por el momento. Anoto en primer lugar: dos horas diarias para escribir. Desiderátum. Ese tiempo que de momento no consigo recuperar como dedicación exclusiva.
Dos horas. Debería empezar a organizar la continuidad de mi Diario de a Bordo. Recupero lo escrito hasta ahora durante estos últimos dos meses. En la tablet se confunden los artículos, los borradores, las cartas. Lo práctico que es para escribir se ve empañado con lo poco estructurado que siento esta herramienta para archivar, ordenar y categorizar. En el blog, se me confunden las fechas, los momentos de escritura, de génesis de cada artículo. En mi memoria se entremezcla todo. Empiezo a releerme como si leyera a otro, una aventura ya ajena, de un tipo sin embargo que me parece haber conocido. Pienso que en definitiva no es tan falta de verdad esa sensación, ya que me siento otro Gonzalo y aquí en tierra, más aún.
Antes de sentarme en esta mesita al sol en una terraza, venía caminando por los senderos agrestes de este parque isleño en medio de una urbanidad aplastante y ciertas emociones surgieron como espuma desprendiéndose de las olas. Empecé a llorar mientras caminaba y cruzaba gente. Esa capacidad de emocionarme que se liberaba fácilmente en la soledad de mi Clinamen, es la primera vez que la siento surgir naturalmente y sin provocación en medio de la «civilización». Me siento raro en este instante, pero afirmo y confirmo mis intenciones. Haga lo que haga en el futuro próximo, no debo permitir que la nueva realidad terrestre se lleve por delante a la sensibilidad que ha florecido en mí.
¿Por qué escribo? Con el fin de recordar, por supuesto, pero exactamente ¿qué es lo que quiero recordar? ¿Cuánto de lo recordado realmente pasó? ¿Sólo algunos hechos? ¿sucedieron exactamente así o hubieron detalles y matices que no relaté? ¿Por qué escribo un diario? Es fácil engañarse a sí mismo en todas las respuestas. El impulso de escribir las cosas es peculiarmente compulsivo, inexplicable para los que no lo comparten. Supongo que la necesidad empieza o no empieza en la cuna. Yo me he sentido obligado a escribir las cosas desde que tenía cinco años. A ver el mundo a través de las palabras que proyectaba primero en unos cuadernos, después en una pantalla tiritante, en un teléfono móvil, y de nuevo a veces en unos cuadernos. Los poseedores de cuadernos privados son una raza completamente diferente, organizadores solitarios y resistentes de las cosas, descontentos ansiosos. Quizás diría que esa necesidad de escribir la sufrimos los que al nacer ya llegamos a este mundo con algún presentimiento de pérdida, un poco como coleccionistas de recuerdos y palabras.
En un momento compré una pequeña grabadora de mano para poder dictar lo que no tenía tiempo de escribir por la intensidad de mi vida profesional. Fue un fracaso. Los pensamientos mentales no se organizan igual que la escritura. Y luego transcribir los dictados no me resultó más genuino y útil que retomar las notas escritas sobre papel, o las frases sueltas pescadas y subrayadas en libros leídos con ardor. Desde que cayó en mis manos un iPhone, me hice adicto de la aplicación de Notas y el dictáfono quedó para siempre en un cajón.
Escribir un diario es la obligación de cualquier capitán. De cualquier navegante. Una bitácora diaria que permite recoger los hechos de la navegación, los punteos, las longitudes, las latitudes y las solitudes.  Aunque se pretendía como un expediente de hechos exacto, de factos precisos y casi matemáticos, me doy cuenta que los escritos con los que atraqué en Point-à-Pitre poseen un impulso completamente diferente. Mi realidad descrita se aleja de la actualidad. No posee ese instinto naturalista. Zola se me escapa. Será por mis orígenes, será por mi historia personal, pero envidio la capacidad del retrato preciso. Yo me veo retratando la realidad a golpes de color, encerrándola bajo capas y capas de pintura. Más Jackson Pollock que un detallista casi fotográfico como Antonio López. Mucho más Pollock con sus explosiones de colores superpuestos.
Siempre he tenido problemas para distinguir entre lo que pasó y lo que simplemente podría haber ocurrido o que pudiera imaginar suceder en dichas circunstancias. Y esa es la distinción que me importa.  ¿Cómo me sentía yo en la posición GPS de la Latitud 16º 05.686′ N y la Longitud 48º 09.994′ W? Eso sería lo más ajustado que puedo decir sobre lo que he escrito. Anotaba registros uno tras otros como mimbres de mi historia. Debo recordar lo que era ser yo en ese momento.
Es un punto difícil de admitir. Estamos educados en la ética que otros, cualesquiera otros, todos los demás, son por definición más interesantes que nosotros mismos; enseñado a ser desconfiados y desinteresados de nuestro propio relato. “Memento mori”, recuerda que puedes morir, le susurraban en los oídos del General que entraba victorioso en Roma. Ese mismo susurro se repite cada vez que el YO ocupa un lugar esencial en el papel en blanco en la pantalla limpia de palabras. Sólo los muy jóvenes y los muy viejos pueden contar sus sueños en el desayuno, detenerse en uno mismo, interrumpir con sus recuerdos las conversaciones ajenas. Se espera que el resto de nosotros, con razón, nos abstengamos de participar lo que se nos pasa por la mente. Si no, como tantas veces me ha pasado, pasas por un cronista autorreferencial y egocéntrico que todo lo lleva a sí, y eso molesta o incomoda. Sólo que al escritor no le queda más remedio que rasgar esa cortina de pudor, y lanzarse al vacío del yo. Una y otra vez. Si encima el escritor navega en solitario, no tiene alternativa.
¿Cómo era yo en Lat 16º 07.255′ N, Long 35º 55.419′ W?
Lo escrito me regala trozos de cuerda de la memoria demasiado cortos para usar, un conjunto indiscriminado y errático con significado sólo para mí. A partir de esos retazos rotos, de esos fragmentos, de esos pecios, he ido reconstruyendo la historia como herramienta de reconciliación para mí mismo y todas mis iteraciones. Se nos olvida muy pronto las cosas que pensamos que nunca podremos olvidar. Nos olvidamos de los amores y las traiciones por igual, olvidamos lo que nos susurraron y lo que gritamos, olvidamos quiénes éramos. Me asusta pensar que algún día pueda olvidar la historia que he vivido estas últimas semanas. Me aterra la obliteración. Me obligo entonces a recuperar el tiempo de la escritura. En un esfuerzo titánico, obligo a mi realidad a dejarme solo durante dos horas. Ella -la realidad- mientras, aporrea la puerta de mi espacio físico gritándome y exigiéndome. Sé que si no consigo este espacio de escritura, me devorará y olvidaré. No puedo permitírselo. Estoy obligado a aceptar la realidad, pero no a dejarme devorar por ella. La escritura será mi herramienta de rebeldía, de resistencia, de fuerza interior que tanto me costó conquistar y que ya no abandonaré por nada en el mundo.

París. Boulevard Saint Germain.
11 de abril de 2016
Este es mi punteo: 48°50.961′ N 2°21.081′ E.
Café El Sur. Ahí estoy varado. El pecio de una historia interrumpida momentáneamente. Recuperando fragmentos que la memoria se resiste en abandonar. Hay que escribir para no olvidar, pero sobre todo hay que escribir para vivir, para re-vivir de nuevo, para juntar las piezas, para darle un sentido a la historia que nos contamos a nosotros mismos para sobrevivir.
Comparto un mate con mi hijo mayor y siento que la Vida me ha sido favorable y los problemas por los que regresé de las Antillas tienen un peso muy inferior a su peso específico. Una sonrisa casi beata se instala en mi rostro y siento una radiación positiva rodearme. En los cristales se asoma nuevamente el sol que estaba ausente desde esta mañana. Al entrar un amigo al café, lo saludo y espontáneamente le propongo si no me acompaña hasta el Sena, me muero por un paseo al borde del agua. El Sena, el Mar de París. Siempre lo tuve a menos de 300 metros en «mi» París personal.
El paseo nos lleva por los Quais en dirección del este, por donde solía ir en bicicleta cuando estudiaba en la Sorbonne de la rue Tolbiac. Al llegar a la esquina de Gare d’Austerlitz preferimos alejarnos del agua para penetrar en los hermosos jardines del Jardin des Plantes, flanqueado por los prestigiosos edificios del Musée d’Histoire Naturelle, la Grande Galerie de l’Évolution y los laboratorios de las distintas Unidades de Investigación Científicas. Recuerdos de mi primer paso de vida por París van desfilando con estos paisajes urbanos. En esa época había llegado, por un momento, a soñar con un nuevo ciclo de vida en el que diera un giro copernicano dejando la vida empresaria para volvier a mis primeros amores, la reflexión y la escritura filosófica, pero también literalmente a una relación que había quedado pendiente desde tiempos juveniles. Hoy las obliteraciones me muestran sólo el sol brillante y mis recuerdos están llenos de cariño por aquél amor juvenil, pasional y pasajero. Me digo que para terminar mi peregrinación de bienvenida y gozar de este reencuentro con París de la mejor manera, debo volver a mi rincón de la Île Saint Louis y ver si todavía está Catherine, la librera de la que hablé ya en otra oportunidad.

París. Île Saint-Louis. Rue Saint-Louis en l’Île.
12 de abril de 2016
Hoy el sol acompaña mi espíritu que está decididamente optimista. La frase del día es que pase lo que pase, seremos felices…
Camino por esta vieja y nostálgica callejuela que es la columna vertebral de lo que fue una antigua pradera en pleno centro. La llamaban l’île aux vaches, la isla de las vacas, en el París medieval, y se encontraba entre la Cité, el París Royal, el barrio del Marais. Hay que saber que el lado izquierdo del río –la Rive Gauche-  era las afueras por entonces, con la zona de monasterios y sobre todo el barrio alrededor de la iglesia Saint Germain des Près (de las Praderas).
Es encantador cómo después de siglos, de un desarrollo ya totalmente integrado en el París sustancial, elegante, necesario e inevitable, la isla ha mantenido un carácter propio, de pequeño barrio en el que sus habitantes permanentes se miran y cruzan como habitantes de un reducto gaulois, casi como personajes de Astérix. Mi apartamento estudiantil se situaba en el primer piso del número 22 de la calle principal. Desde el primer día en que me mudé allí, me sorprendió la librería vecina. Estoy casi ansioso de llegar para confirmar si todavía existe y poder saludar a Catherine, que seguramente no me reconocerá después de tantos años.
Siento un gran alivio al ver la fachada tal cual fue siempre, con la puerta cerrada, pero las tarjetas postales del lado de afuera y el cartel que invita a tocar el timbre. Hay luz, señal de que alguien está en el interior. Habrá que encontrar, en el meandro de sus 20.000 libros, en algún recoveco del laberinto bibliográfico, esa alma privilegiada que nos ha visto pasar a todos los viajeros de una época dorada.
Me quedo afuera un rato, sacándole fotos, caminando ida y vuelta entre la puerta de mi número 22 y la puerta de al lado, donde vivía otro vecino prestigioso y adorable, el gran Georges Moustaki, al que hice la afrenta de no reconocer el primer día que nos encontramos por casualidad. Como muestra de reconocimiento y culpabilidad le regalé los 6 frascos de Dulce de leche que me encargó.
Termino por reconocer a Catherine en el fondo de la librería. Vuelvo a toca el timbre y ella levanta su vista con aire de sorpresa. Ya no es tan frecuente que la soliciten en los tiempos en que la gente viaja sin preparación, sin tomar al viaje como una aventura de vida, sino como un momento de consumo, de exotismos estresados imprescindibles para reportar en las redes sociales. Está igual que siempre, 16 años después, para la Sirena de la Librairie Ulysse no parece haber pasado el tiempo. Me da mucho gusto volver a saludarla e intercambiar con ella algunas pocas novedades de la vida transcurrida en las casi dos décadas pasadas. Le cuento de mi viaje atlántico y ella me abre su dimensión de navegante que sospechaba pero desconocía o no recordaba. Vuelvo a sentirme en ese centro de aventuras cuyo padrino no podía ser otro que el inmenso Hugo Pratt. En su tarjeta acumula los títulos más prestigiosos que un aventurero de la vida puede soñar. Miembro de la Sociedad de Exploradores Franceses, Miembro del Club Internacional de Grandes Viajeros, Fundadora del Club Ulysse de pequeñas Islas del Mundo, Fundadora del Cargo Club y sobre todo, dueña de la librería más antigua del mundo dedicada al Viajar y los libros de viaje.
Al despedirme me incita a traerle el futuro libro cuando lo publique y a presentarlo en el Cargo Club que sigue reuniéndose con periodicidad en la librería.
Vuelvo al Sena, el sol brilla con la luz vespertina, el agua corre fuerte esta tarde y pese a que no lo haga con el vigor que me tenía acostumbrado el océano, siento que París me ha mostrado en estos días su mejor cara. Me siento bien por haber regresado a tierra en esta increíble ciudad, llena de rincones que nunca dejarán de atraerme y darme gusto de regresar.
Cruzo el Sena para regresar al Café El Sur y canturreo el tango Vuelvo al Sur. Nunca la letra de este tango me había hablado tan directamente.
Vuelvo al Sur
Como se vuelve siempre al amor
Vuelvo a Vos
Con mi deseo, con mi temor
Llevo al Sur
Como un destino del corazón
Soy del Sur
Como los aires del bandoneón
Sueño el Sur
Inmensa luna, cielo al revés.
Vuelvo al Sur
El tiempo abierto y su después
Quiero al Sur.
Su buena gente, su dignidad.
Siento al Sur.
Como tu cuerpo en la intimidad.