Diario de a Bordo – Costa del Mediterráneo, navegando hacia el sur, 20 de febrero de 2016

ara muchos, pocas cosas son tan emocionantes como la idea de viajar y hasta soñar con ello ya emociona. La literatura está llena de historias de viajes, de sueños y de su coincidencia. Este Diario de a Bordo será el relato del engarce entre mi anhelo íntimo y aquello que el poderoso océano tenga a bien propiciarme con cariño o con crueldad.

Mi sueño original de viajar alrededor del mundo en un barco a vela tuvo lugar a los 12 años después de leer a Dove, la historia de un joven adolescente californiano que partió por el Pacífico y regresó varios años más tarde. Al cabo de esa lectura se fraguó mi obsesión: dar la vuelta al mundo navegando. Como sueño no era de lo más original. ¿Quién no ha soñado con explorar los limites, conocer nuevos mundos, aventurarse en lo desconocido? El viaje como traslación de estados, de dónde estoy a dónde quiero estar. A los veinte, con una Argentina convulsionada, sentí el momento apropiado para partir, pero careciendo totalmente de medios, mi viaje iniciático me llevaría por tierra a recorrer durante casi tres años, primero el país de donde soy originario, luego el continente americano, para terminar recalando en Europa. El mar seguía siendo inalcanzable, el verdadero sueño postergado, escondido en mi fuero íntimo.

Desde los juveniles años hasta la cincuentena se me fue pasando la vida. Intensa, emocionante, tierna también, pero muchas veces gris, decepcionante, monótona. El momento de emprender la gran aventura fue siendo postergado por mil razones, por mil excusas. Por la vida. Pero quizás ha sido lo mejor que me ha pasado. Esperar. Uno de los peligros de los viajes consiste en plantear las cosas en el momento equivocado, antes de haber tenido la oportunidad de construir la receptividad y la oportunidad necesaria y adecuada. Me he tomado mi tiempo para poder iniciar el viaje en el momento preciso en que debía suceder. Antes de salir, hace unas semanas, mi querida madre, respetuosa y cariñosamente me hizo la pregunta bien concreta, ¿te parece que con todo lo que pasa es el momento para esto? Gracias a mi madre, puedo afirmarlo rotundamente. Sí, toda mi vida ha sido una preparación para esto y ya no hay más tiempo que perder.

En el Clinamen la literatura abunda. Al embarcarme en este viaje, y más allá de lo necesario para poder cruzar el Atlántico a vela durante las previsibles tres, cuatro semanas, le dediqué un buen espacio de tiempo a decidir la compañía literaria. Dime qué libros lees y te diré quién eres. Si encima te los llevas en un velero de 11 metros navegando en solitario, los libros dejan de ser un mero pasatiempo para convertirse en objetos esenciales, como la bomba de agua, el mástil o el GPS.

A veces nos inundamos con consejos sobre dónde viajar, cómo hacerlo, las mejores opciones, buscamos ofertas. El navegante solitario poco puede competir y esperar en este terreno. Es un viaje épico, de supervivencia, de introspección. Es un viaje más hacia dentro que hacia fuera. No vas en busca de belleza, aunque sabes que cada momento vas a encontrarla. No vas en busca de lo pintoresco. Nada hay más ajeno al hombre que el desierto, el océano o el hielo. Ahí no somos nada. Y es esa nada, esa sensación de pequeñez, la que nos fascina a quiénes nos aventuramos a cruzar meridianos y paralelos inhumanos. Este Diario de a Bordo será un recorrido personal, y,  si se me permite la osadía, una mirada filosófica, pero peculiar, al por qué de viajar. Una mezcla de pensamientos, de referencias, de historias propias y ajenas, junto a partes de información meteorológica, náutica y algunas aventuras gastronómicas. Una mezcla de teoría y de práctica. De anécdota y reflexión.

Viajar solo. El hogar no es necesariamente el lugar en el que mejor encontramos a nuestro verdadero ser. La vida cotidiana insiste en que no podemos cambiar, ya que ella no lo hace; lo doméstico nos mantiene atados a la persona que somos en la vida ordinaria, pero puede que esa persona no corresponda exactamente a lo que somos en esencia. El viaje ontológico también es mi viaje.

Si nos sentimos atraídos hacia un aeropuerto o una estación de tren, si hoy oso cruzar el Atlántico en solitario a bordo de un velero de 11 metros, es tal vez porque, a pesar del peligro, el aburrimiento posible, la desesperación o la soledad, de manera implícita sentimos que estos lugares aislados nos ofrecen un entorno material para una alternativa a la comodidad egoísta de un mundo arraigado en lo ordinario.

A los doce años, ni tampoco a los veinte sabía cómo sería mi vida, cuántos hijos tendría, ni cuántas personas amaría, ni cuántos caminos recorrería. Sí sabía, empero, que algún día escribiría estas líneas. Que lo haría en un puerto, con poca luz, las velas listas, el mástil orgulloso y el casco seguro. A los doce sabía que ese niño que me dejé olvidado para crecer, tomaría el timón y zarparía como Dove, como la gaviota exploradora sin mayor límite que el infinito viajar. 

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