26/04/2016
Todo viaje empieza en una biblioteca, o en una librería. En realidad cualquier viaje empieza en una lectura de otro viaje. El primer viajero inició una estirpe que se ha alimentado a lo largo de los siglos con un cuento infinito que enlaza un viaje tras otro, una aventura tras otra, una exploración tras otro.
Aunque nos cueste recordar nuestro primer viaje inspirador, le debemos a él todo lo que luego se sucedió. Viajamos con los sueños de infancia, emprendemos destinos incontrolados al mirar por la ventana el horizonte del tedio adolescente. Hasta que grandes como para tomar decisiones, el camino nos llama a escribir nuestro propio viaje.
Intento recordar ese primer relato, el primer libro con el que fui capaz de rasgar el velo plomizo del tedio. Ese primer asombro, la total inmersión en la historia del otro. Dicen los expertos que memoria e imaginación echan mano de la misma red de conexiones neuronales. Toda memoria es imaginación y la imaginación requiere de la memoria. Algo así vendría a decir que fue en una tarde de otoño, regresado de la escuela, cuando ese primer libro cayó en mis manos. Me gustaría pensar que la casa donde ocurrió tenía una gran biblioteca, pero tampoco eso sería cierto. Pero da igual. Mi memoria imagina aquello que sueña. Esa primera tarde, ese primer relato, eso fue el inicio de este viaje.
Lo maravilloso del relato y la memoria es cuando, dejados libres, se entremezclan en un juego enriquecedor. El recuerdo de la tarde me viste de uniforme y me lleva a la gran biblioteca del Colegio en el que tuve la dicha de formarme. El Colegio Nacional de Buenos Aires poseía una de las mejores bibliotecas del país y quizás de Sudamérica. Parte de nuestra tarea era la de aprender a trabajar en ese ámbito en el que el silencio y el respeto por los libros, los autores y por el vecino, también estudioso, se imponían por sí mismos. Debía preparar una prueba de Historia Moderna y me adentré en los libros sobre la época de los grandes descubrimientos.

Primero fue un atlas. El lomo roído por el paso del tiempo, el libro insistía en abrirse por la mitad. Lo que se ofrecía era una doble página de color azul salpicada de pequeñas manchas marrones. El Océano ocupando todo el papel posible. Y las islas como las letras del abecedario construyendo un relato. Un poema corto quizás. El mar lo conocía, el mar próximo. El río de mi ciudad que no es un río, que es un mar marrón. El océano me llegó a través de los libros.
Me arrojé en esa inmensidad olvidándome del objeto de la búsqueda. Regresé a mi banco con el pesado hallazgo, sin poder sacarle los ojos de encima. Me senté por error en la línea de mesadas anterior a la que había elegido y donde había depositado mis efectos personales. Estaba tan absorto en esas páginas donde se proyectaba mi vida futura que no me di cuenta del error. Los paraísos por descubrir se sucedían con nombres exóticos. Las dobles páginas me transmitían el calor de los trópicos por explorar. Así fue como sentí su perfume sin haberla visto y penetró en mi historia sin siquiera haberme dado cuenta de ello.
En esa época las fijaciones del niño que deja de serlo son obsesivas. El futuro está mucho más cerca entonces de lo que jamás volverá a estar. Quizás sólo al final de la vida, cuando la Parca se acerca, el futuro se hace presente. Pero en ese momento de transición el sueño sobre lo que uno hará, será, conocerá es una realidad. Futuro y presente comparten espacio. Los respiras al mismo tiempo.
Nada me había preparado para ese perfume. En ese presente-futuro que habitaba, el perfume era un objeto ajeno. Dicen que la capacidad de distinguir un perfume de otro nos permitió sobrevivir como especie. El olor del miedo, del animal que nos acecha, del fuego. Dicen que nos erguimos sobre dos patas para oler mejor. Que digan lo que quieran…la primera vez que un perfume te sorprende, inicias un viaje hacia lo desconocido para el cuál no hay atlas que te asista.
Levanté la vista del enorme libro que me tenía subyugado para seguir mi sentido primario. Era necesario ubicarme en esta selva abundante de una isla sorprendente en la que había desembarcado sin proponérmelo. La vi por primera vez y no la reconocí. Estaba concentrada en su cuaderno de notas y el libro de matemáticas que tenía delante. No podía dirigirle la palabra porque mi imaginación estaba representándomela semidesnuda, parada detrás de quién parecía ser su padre y cacique o chamán. Me encontré inhibido por la claridad con la que la veía en persona, consciente de dónde me hallaba, pero al mismo tiempo mi cerebro me la devolvía con otras imágenes de mi fantasía. Estaba viajando.
El amor, el primer amor, es un viaje. Medio mareado intentaba acertar con el lapicero, con las páginas del atlas que ya libres de cualquier consideración geográfica iban del estrecho de Bonifacio al Cabo de Buena Esperanza, sin respetar ni latitudes, ni meridianos. Lo boreal y lo austral confundido. Los minutos de la infancia languidecen. El tiempo se alarga y se derrite como bien sabían los surrealistas. Esos minutos en los que mi imaginación tomó posesión por primera vez de esas emociones nuevas, el tiempo se desvaneció. Deseé ser un pirata y robarla, llevarla conmigo a una isla remota y mostrarle el tesoro escondido en una cueva donde reposaban los restos de antiguos piratas. El tesoro de los tesoros, que siempre imaginé estaría dibujado en el mapa del cartógrafo nubio, Dilaman Ladoré, un personaje que decía poseer todos los mapas perdidos del mundo. Deseé poseer una pirámide, para poder mostrarle el rayo verde, el último regalo del sol antes de abandonarnos.
Antes de que pudiera seguir deseando, una voz me sacó de mis divagaciones.
“¿Tienes sacapuntas?”
Y en ese instante me di cuenta que no estaba sentado en el sitio que había elegido al llegar a este antro del saber sino en el que correspondía a esta historia que se debatía entre la realidad del presente y el infinito de la imaginación y la fantasía adolescente.
“Sí, claro.”
Atiné a responderle mecánicamente, al mismo tiempo que intentaba entender dónde estarían mis pertenencias.
“Ahora regreso.”
Fui a mi sitio donde estaba mi mochila dentro de la cual tenía mi cartuchera con los útiles. Recogí el cuaderno que había depositado previamente al llegar, sin abrir, ocupando el lugar elegido. Fernando, mi vecino y amigo, me tomó por el brazo y me preguntó dónde iba, que todavía no habíamos empezado a preparar nada. “Luego te cuento, ahora no puedo”, le contestó el joven explorador que sólo tenía ojos y mente para su doncella, a pocos pasos de allí.
Hay quién pueda creer que encontrar un sacapuntas es una tarea banal. Nunca se vieron en mi tesitura. Fernando me miraba perplejo. Un chico de esa edad no se vuelve loco por localizar un sacapuntas, y menos por entregárselo a alguien sin atreverse a alzar los ojos de los cordones de los zapatos. El trayecto entre mi pupitre y el lugar donde ella me esperaba, podía haber sido el mismo que tardó Francisco de Orellana en recorrer el Amazonas, ya que las dificultades eran las mismas. Sorteamos los dos el mismo vértigo por lo desconocido, la misma aprensión, la misma ansiedad.
Es curioso que piense en esa historia. Han pasado más de cuarenta años desde esa primera tarde. Desde ese primer atlas, desde ese primer perfume, desde ese primer viaje. Aquí estoy. He cruzado el Atlántico a vela. En solitario. He regresado. O eso creo. Quizás no se regrese jamás del viaje. Hay quién creerá que este viaje de ahora tiene un principio y un final porque nos empecinamos en ponerle limites a todo. Pero, esta tarde de domingo, mientras recuerdo esa otra tarde de hace tantos años, estoy seguro que el viaje empezó entonces.
“Toma el sacapuntas. ¿Cómo te llamas?”
Desde ese día nunca he dejado de viajar.
No recuerdo su nombre, por increíble que pueda parecer. También porque después de su respuesta y de un breve gracias, ella se sumió en sus notas dejándome varado en esa playa. Mientras ella y el cacique se retiraban adentrándose en la foresta espesa. Mi orgullo peleaba con mis latidos ruidosos para que no los escuchara nadie en la sala silenciosa.
Volví a mi fascinante atlas y decidí levar las anclas hacia nuevos mares. A partir de ese día, todo viaje tendría de cerca o de lejos al mar por protagonista.

Viajar por mar es la definición de navegar. Navegar también es sortear, driblar, esquivar. Un algo de superviviente irónico. El navegante parece saber más que el resto de viajeros, como si el encuentro con la enormidad de la masa de agua salada le confiriese una sabiduría arcana única. El navegante puede parecer osado si no opta por la discreción. Afortunadamente la sal y el yodo acallan la palabrería y aún está por conocerse el verdadero navegante que sea un charlatán.
A pesar de ello, la primera vez que cruce el umbral del Café Royal en Mindelo, en la isla de San Vicente en Cabo Verde, apenas se podía escuchar la música, tal era el volumen de las conversaciones.
De una mesa casi en el centro del café, Jaqueline, la hermosa morena que había conocido por la tarde en la Alliance Française, me hizo señas para que me acercara.
Estaba con un grupo que podría haber parecido heterogéneo, pero que no lo era para nada. Al acabar los saludos sentí que estaba en el lugar adecuado en el momento preciso.
Esa suave noche fue inolvidable y millonaria en nuevas memorias que juntar a las fantasías del navegante. Escuchar la historia de Edgar, el pescador que fue uno de los amantes de juventud de Cesária Évora, o el más modesto relato de René, electricista que vivió quince años en París para regresar a ser feliz junto a los suyos. Responder las preguntas sobre mi viaje a Umberto, el italiano, hermano benedictino que llegó y se quedó en esta isla hace veinte años, me hace rápidamente sentir parte de esta congregación humana especial.
Más allá junto a la ventana, visualizo a la pareja de daneses que viven buena parte del año en su viejo velero y en otra mesa, a un grupo de jóvenes franceses que ya se mezclaron con el argentino y el catalán que vienen bajando su barco hasta Buenos Aires desde Mallorca.
Muchas historias se cruzaron en esa noche. El viaje es siempre un relato lleno de voces. Cada vez que se incorporan nuevas, nuestro viaje no hace más que tomar nuevos bríos. Sin esas historias ajenas, la nuestra estaría más vacía y más solitaria. Esa noche mi viaje había incorporado una isla con sus gentes. Una nueva cartografía. Por ello mi imaginación quiso que regresara al Clinamen evocando en la memoria aquella morenita del sacapuntas que la bella Jaqueline me había hecho recordar.
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