Pacífico, 06º 51.813 S y 110º 26.490 W
Estaba recostado en la hamaca, esta vez con el sentido invertido, cabeza proa, mirada a popa, aprovechando el espectáculo de esta luna llena que había eclipsado el protagonismo del sol en este atardecer de luna.
Por no perderme ni un minuto, preferí trocar la cena por un café y una quesadilla, comodín mata hambre oficial en el Clinamen.
Con tanta luminosidad, pocas estrellas osaban rivalizar pero cuidándose de quedarse bien, muy lejos, de la sola protagonista.
Le dedicaré unas líneas a este momento privilegiado, quizá si el viaje se desarrolla tan rápidamente como hasta ahora, sea la única oportunidad de ver esta luna tan llena, rebosante de salud, con toda la luz del vigor que se ofrece a las almas elegidas, a las que se saben admiradas, deseadas, amadas por ser como son, sin más, sin otras exigencias que la de existir en la vida de una persona.
Cuantas odas, cuantos versos en todos los idiomas del planeta le han dedicado lo mejor a vanagloriar su belleza. Si hasta los animales e incluso las plantas le rinden pleitesía, se acomodan a ella, aceptan su influencia. Y qué podemos decir en ese aspecto del poderosíisimo Océano que hasta él debe inclinarse a sus influjos.
Estaba soñando despierto con cada bella palabra que podía dedicarle cuando me pareció divisar una pequeña mancha u objeto que sobresalía del horizonte. No se acercaba hacia mí, más bien lo contrario porque yo iba alejándome del Este, de donde me indicaba La Luz que está suerte de balsa, ¿sería un elemento flotante, alguien que rescatar y que no lo habría visto al pasar por su lado? Mi primera reacción fue recurrir a la VHF. Nada, estaba solo, sin ninguna respuesta y el radar, buscando, buscando, ajustando hacia adelante y hacia atrás, dejaba entrever alguna posible mancha, como un puntito. Podía tratarse de un error.
El deber de la gente del mar era socorrer con o sin llamada, ¿debía entonces cambiar mi rumbo para ir en ayuda? Obviamente que sí, no cabía duda y encima la luna nos ayudaría.
Tomé un poco el génoa, la vela de proa, para iniciar la maniobra. Luego también me ocupé de la vela mayor y lo antes posible di una vuelta de 180º y me dirigí al rumbo 90, la antípoda de dónde venía. Con la mirada fija en ese objeto flotante al que me guiaba como madre protectora, el astro nocturno.
En menos de una hora había llegado a la balsa de infortunio. El panorama era desolador, una familia entera de polinesios haraposos intentando sobrevivir ya sin agua ni víveres.
Intenté comunicarme con ellos en francés primero, inglés después, mencionarle nombre de islas.
No reconocía el más mínimo vocablo, ni un sonido une me sonara conocido.
Los invité a subir a bordo, estaban más que sorprendidos como viviendo una visión del más allá.
Los niños entre aterrados y curiosos por subir y descubrir.

Los ayudé a acomodarse y a perder el miedo, sentir el alivio del cambio de una situación de catástrofe desesperada a una realidad que les era tan incomprensiva como a mí, pero sabiéndose, sintiéndose salvados y eso ya era mucho más de lo que podían esperar unas pocas horas antes.
Después de tomar agua con un regocijo que emocionaba, el hombre empezó a hablar. Me tomaba la mano y me hacía tocarle el pecho, golpearle suavemente, creo que me estaba mostrando reconocimiento, agradecimiento, el pecho, el corazón, eso era una interpretación totalmente libre de mi parte, pero no sabía qué decirle, cómo preguntarle, ni qué expresar.
El hombre se llamaba Veitokani, era el segundo hijo del líder de la aldea. Vivía en una pequeña isla cercana a Niue, por dónde hoy llamamos Fidji.
Sabía por ser así la tradición, que como segundo hijo varón, no podría heredar el liderazgo del padre. Esta hermosa isla, por su limitado espacio vital, debía recurrir a la emigración del excedente de población que la habitaba. No conocían de demografía pero la practicaban.
Ninguna familia podía tener más de dos hijos varones y una sola hija mujer. Si en el seno de una pareja, nacían dos mujeres, ya no podrían tener más hijos, igual que si después de dos varones, nacía un tercero.
Me mostraba a su mujer y me decía que se llamaba Volavola, o eso es lo que yo entendía, al menos.
Los niños, a cobijo, y una vez que perdieron el miedo y se adentraron a la cabina, salieron felices a cubierta y se señalaban diciendo aparentemente sus nombres, los dos hombrecitos, Kini y Levani, la niña, Tevita.
El padre no podía dejar de hablar, de explicarme que salieron hace un buen tiempo, cuando los vientos soplaban en sentido contrario, de noroeste o de suroeste. Se dirigían hacia donde se había establecido su mejor amigo, Nakarawa. El se había ido hacía un año, por la misma razón demográfica. Como había tenido dos hijas, no estaba autorizado a seguir teniendo hijos en la isla. Si quería agrandar su familia o simplemente amar a su mujer sin tener que correr el riesgo de engendrar y que mataran a uno de sus hijos, debían hacerse al mar, ir en búsqueda de otra isla hacia donde nace el sol en donde hubiera espacio para poblarla.
Si descubría un buen lugar en el que pudieran vivir sin estar en exceso, podían quedarse y tener más hijos. Si el nuevo descubrimiento estaba despoblado y tenía condiciones para radicarse, se quedarían toda la época de vientos, hasta que volviera a soplar hacia el sol, en sentido oeste. Su deber en ese caso era reconstruir un navío y emprender el regreso a su tierra natal para pregonar la buena nueva.
Nakarawa había encontrado el lugar ideal para por lo menos establecerse con cinco familias. Contaban con espacio suficiente para que cada una se reprodujera libremente y luego cruzaran descendencia sin caer en sobre población antes de dos o tres generaciones.
Es sabido que ninguna de estas nociones era científicamente conocidas por ellos, que ni siquiera manejaban la escritura. Sin embargo tenían una sabiduría natural, primitiva, intuitiva, que les permitía tener este régimen de autorregulación y que explica la expansión extraordinaria de este pueblo originado en el Sudeste asiático, lo que sería hoy en día Indonesia.
Nakarawa embarcó con una de las naves, un típico Pahi, piragua bastante espaciosa y bien concebida para largos viajes, los animales y tres jóvenes de familias amigas, dispuestos a emigrar y ayudarle con la travesía.
Su amigo Veitokani, con su familia completa, todos sus enseres y algunas provisiones, lo seguían así como otras dos familias, cada una con pequeñas piraguas, de reducido tamaño, pero también buenas para sortear el mar si no estaban excedidas en peso.
Irían siguiendo a la nave principal del convoy, la de Nakarawa, que según quiere la tradición, se convertiría en el líder de este nuevo núcleo humano.
Cuando comenzó a soplar un viento nordeste, favorable para aprovechar una navegación con viento de través, la expedición se echó hacia el horizonte. No iban con rumbo incierto esta vez, porque el capitán del grupo, Nakarawa había aprendido el cielo de su nueva morada, donde había dejado a su mujer y sus hijos. Había encontrado la estrella de su isla, la que se encuentra en su Zenith y que le permitiría volver. Perfecto conocedor de las corrientes y el oleaje, durante el día seguían el rumbo natural y durante la noche seguirían las estrellas en lo que en nuestra época asumimos en llamar navegar en su latitud, como hizo Colón y todos los grandes navegantes de la época de descubrimientos europeos.

Cuando se acercarían a la isla de destino, las olas cambiantes, las aves y los delfines le indicarían el momento feliz del reencuentro para unos y de la nueva morada para los otros.
Pero no todo sucedió tan bien como en el primer viaje y como estaban ansiosos por repetir.
Llevaban cinco días y cinco noches con condiciones que habían cambiado en dos ocasiones, Nakarawa estaba inquieto porque las noches nubladas lo perturbaban. El rumbo no conseguía que fuera tan certero como debía ser.
El sexto día, antes del anochecer, un temporal se acercó al grupo de piraguas que se encontraba algo dispersado. La más alejada era la de Veitokani y su familia.
La lluvia intensa empezó por empaparlos. Como sus hijos aún eran pequeños los padres se acurrucaron junto a las criaturas para brindarles calor, consuelo y protección.
El cielo estaba totalmente negro, las otras piraguas habían desaparecido de la vista, estaban aislados. Dos horas y media duró la tormenta que los desprendió del grupo.
Estaban todos a salvo, pero desconociendo qué rumbo tomar.

Llevaban diez días medio a la deriva, cambiando de estrella por seguir. Uno de los niños casi se había caído al agua y habían perdido algunos enseres y las provisiones comenzaban a acabarse. Lo poco de agua que les quedaba lo dispusieron para los niños, los padres se contentaban de lamer el rocío con cada atardecer y por la mañana.
Esa noche, la luna estaba llena y según su tradición, es la noche de todas las esperanzas.
Sentí algo de frío y me moví en mi hamaca. Me golpeé ligeramente y me desperté. La luna se había desplazado y tenía una nube que la tapaba parcialmente, el viento se había levantado un poco más fuerte y por eso sentí el frescor. Me levanté algo extrañado, sintiéndome un poco raro, mi consciente fue tomando posesión del lugar y en un par de minutos llegué a la conclusión de que me había quedado dormido hipnotizado por la nunca mejor dicho, encantadora luna. Mi primera luna polinesia, mi sueño de una noche de verano…
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