Olas de Libertad #3 – UN CUENTO CHINO

El aire estaba fresco, pero fresco de verdad. ¿Cómo puede ser que se sienta frío casi en la línea del Ecuador? Nunca me lo hubiera imaginado.
Tampoco me había realmente imaginado estar un día aquí, en las ansiadas Galápagos, y menos imaginado aún, estar en mi propio barco cruzando los océanos.
Imaginado, quiero decir. Soñado, sí, claro. ¡Cómo no! ¡Cuánto las había soñado, cuánto había soñado ser un marino alto, apuesto, discreto y misterioso como el adorado Corto Maltés!

Pero soñar no es lo mismo que imaginar. Cuando uno sueña se está viendo en aventuras irrealizables, fantásticas y surrealistas. Es la vida onírica que no solo abunda en los niños, sino que los hace crecer, aspirar a lo que no son ni serán. Después ese niño soñador puede que estudie filosofía y se sueñe repartiendo sabiduría vestido con túnicas a la moda griega, porque simple es menos ostentoso, y que lo más sabio es lo más transparente. Y el filósofo en potencia termina convertido en un maestro industrial y dulcero porque un día soñó poder comerse todo el dulce de leche del mundo real.

Pero imaginar no es lo mismo que soñar. Cuando uno se imagina algo, un personaje, una situación, un proyecto, una idea, se parte de algo con alguna certeza, estamos de alguna manera en el mundo de lo real, imaginando alternativas, posibilidades, salidas posibles, variantes. 

Imaginamos que el regalo le va a gustar a la ansiosa novia porque sabemos que le gustan los obsequios y que el chalequito corresponde exactamente a sus gustos. Imaginamos que la persona tan esperada vendrá porque no hay motivos para romper en forma tan tonta, por un pretexto que no es más que eso, un simple pretexto. Así no puede terminar nuestra historia, debo dejar de pensar en forma tan sórdida, al final se va a terminar realizando todo eso malo que me imagino, no sé por qué me pongo a imaginar esas cosas…

Nunca me había imaginado, decía, estar solo, a bordo de mi velero, valiente y capaz de tal hazaña. Es un día brillante y todos los conjuros, que la señora del mercado de Santa Elena hizo a los malos vientos para apartarlos, parecen dar resultado.
El aparejo está bien trimado, el oleaje razonable, algo confuso en su orientación, pero ya llegará a ponerse mejor, hay que ser paciente cuando uno navega. Las cosas van poniéndose poco a poco en su sitio, todo es cuestión de hacer lo que es menester, eso, lo que debe hacerse y la naturaleza, solita, ella suele ser buena con quien la trata sin soberbia ni maldad, con aceptación, con respeto y agradecimiento. Los pueblos andinos solían hacer ofrendas diarias a la Pachamama.

Todo pescador puede tener un mal día. Los pescadores dedican su vida entera asegurando la alimentación para la familia y aportando lo necesario para proveer un mejor futuro para sus hijos. ¿Qué pescador culparía a la naturaleza de no haberle dispuesto la pesca necesaria para cumplir con su familia? No se puede ser desagradecido. Siempre provee. Si hay un día malo, te lo compensa con otro bueno.

Si llegué hasta aquí en la vida es que la naturaleza se ha portado bien conmigo. No se trata de suerte.
Hasta el terrible terremoto de septiembre del 85 en el DF me rozó pero no me significó desgracia. A un pelín estuve de haberme alojado la noche anterior en ese hostal de la zona vieja en el que debía encontrarme con el argentino, Daniel.¿Habrá llegado él a la cita y perecido entre los escombros? Nunca sabré nada más con certeza de lo que pasó con Daniel. Las autoridades habían acordonado todo el centro del viejo Distrito Federal y era imposible obtener noticias de un joven extranjero que ni siquiera tenía domicilio fijo en la ciudad. 
-Circule, joven, no le podemos ayudar. Hay mucha gente con necesidades vitales a las que nos debemos de ayudar prioritariamente. 
-Haga el favor, joven, sea solidario y póngase a ayudar en lugar de distraernos y malgastar nuestro tiempo.

Nunca había vivido tal sentimiento de solidaridad colectiva como esos días en la ciudad de México, en los que me tocó ayudar como pude, en donde se necesitara. Incluso hubo momentos en que solidaridad rimaba simplemente con sentarse en el banco de una plaza y escuchar la historia de la mujer que lo había perdido todo, todo, todito, entiende, no me queda nada, nadita, mis hijitos y mi marido no sé si desapareció, si murió. No le había visto el día anterior y no le escuché regresar por la noche. ¿Por qué no me habré muerto yo y que vivieran mis dos pequeñas criaturas? Sollozaba sin consuelo, María, sentada en la plaza que un día fuera el emplazamiento de la cancha de pelota mortal, en tiempos de Tenochtitlán.
Más allá, un joven parecía vagar sonámbulo, daba una vuelta al parque y volvía a aparecer como si se le hubiera perdido el camino para salir del cuadrado arbolado. No le quedaba dónde ir, y para qué ir, si tampoco le quedaba qué hacer ni a quién encontrar, visitar, querer, servir. Todo se había derrumbado, el presente y el futuro. No quedaban más que escombros.

Cuántas miserias juntas en tan reducido espacio de una ciudad superpoblada como ya era México en los años 80. Sin embargo, a mí me había resguardado, me había dado la chance de proseguir mi camino, un viaje iniciático, tal un Siddharta de Hesse que sale a recorrer imaginando un día regresar, espiritual y humanamente crecido.

Esos momentos de vida uno no los sueña y tampoco se los imagina con anterioridad. Suceden, son las experiencias que lo van enriqueciendo y hacen que uno es como es hoy en día.

Tuviste otras oportunidades en las que la naturaleza fue benévola contigo, y siempre te mostraste agradecido. Cuando a los cuatro años de vida, casi te ahogas en el río Carabelas, la naturaleza no quería llevarte, era solamente una advertencia, debías aprender a nadar, a moverte bien en y sobre el líquido, a ser uno con el agua. 
De ahí en más todos los deportes náuticos te atraerán y así tus sueños siempre tendrán relación con el mar. “Corto Maltés en la Patagonia”, a los 17 años irás por sus pasos. “Corto en Venecia”, hasta llegar a ver la plaza San Marco, te sentirías en deuda con tu marino preferido. Las tardes de tedio amoroso reposando con tu noviecita en la Plaza Francia y soñando con un día unirse al Comandante Cousteau para investigar la fauna submarina en Galápagos. 

Esos sí que eran sueños y uno, más cuando tiene la edad de soñar, tiene obligación de dejarse soñar, no crecer antes de tiempo. ¿Para qué ser grande y triste antes de que la vida entre la gente nos obligue a los compromisos que terminan con todos los sueños? Si se puede soñar, hay que soñar. No es una posibilidad, es un deber humano, de pura existencia. Soñar nos hace en algún momento excepcionales. Cuanto más excepcionales nos soñemos, mejor humano seremos cuando seamos grandes. Porque la realidad nunca es más que una pobre aproximación a lo que se pudo haber soñado. Somos el pálido reflejo de nuestros sueños.

Imaginarse es ya proyectarse, estar viéndose en la piel de tal o cuál “Yo, dentro de x tiempo”. Imaginamos para crecer, para estudiar, para trabajar. Luego conocemos una chica y nos imaginamos con ella, felices, teniendo hijos rebosantes, hijos felices que se nos parecerán.

Imaginamos viajes estupendos, dentro de lo que uno puede imaginar, con la vida que uno lleva y que poco a poco va comiéndole posibilidades a esa imaginación que se va mutando de colores para hacerse más gris, porque las cosas no suelen salir como hubiéramos querido, como las habíamos imaginado. 
-Pero, deja de imaginarte así o asá, ¿si no ves que al final nada de lo que habías previsto el año pasado termina realizándose este año? 
-Tienes mucha imaginación para planes y planes, pero la realidad siempre es más dura que lo que uno se imagina. 
-¿Me puedes decir cómo imaginas pagar las letras de fin de mes si todos esos clientes que imaginaste que cumplirían con sus promesas, al ir a verlos o llamarlos te dicen que esta vez no, porque…, que mañana vuelva a llamar, esperemos que la crisis dé un respiro?

Imaginé muchas, tantas cosas, pero nunca la de encontrarme aquí y ser tan feliz por ello.

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Estaba exhorto en esos pensamientos mientras el sol caía por proa. Me di cuenta de repente que estaba frente a una de las puestas de sol más maravillosas que había visto en mi vida.
Estaba contemplativo, casi en éxtasis cuando pensé que no había “imaginado” nada para comer esa noche. 

Vaya tontería, después de tanto divagar mentalmente con la imaginación y no tenía ni la más mínima idea qué comería en unos minutos. Mi ritmo se había acostumbrado rápidamente a preparar la cena en cuanto el sol se pusiera en el horizonte. No es que no me guste cocinar pero es que lo suelo hacer más por necesidad que realmente por placer. 
En ese entonces eran mis primeros días de aprovechar el sol a tope y no quería malgastar minutos pelando papas o preparando no sé qué tomates mientras brillara el Sol.

Con el cielo crepuscularmente anaranjado, despintado como en una acuarela, con algunos tonos grises, rojos y amarillos aún brillantes. El blanco de los algodones que se defendían en el horizonte antes de dispersarse, contrastaba aún con el brillo del mar medio revuelto.
Una belleza de atardecer. Me lo aproveché hasta que el gris fue tiñendo todo alrededor y antes de que se hiciera totalmente oscuro, entré en la cabina decidido a encontrar remedio a esta cena no imaginada.

Lo primero que encontré, la botellita de vino que me había traído del avión. No me la había bebido justamente pensando en hacerlo cuando estuviera en alta mar. En el avión además, creo que el alcohol me apetece pero no me cae muy bien. Los últimos vuelos en los que me privé de alcohol y de bebidas gaseosas, mi digestión se comportó mucho mejor. Y mira que hay que digerir la comida plástica de las compañías aéreas, que por 10 céntimos de diferencia de costo prefieren poner comida plástica en lugar de ofrecer algo relativamente fresco.

Más allá en el armario, encontré unos maníes recubiertos de una costra crujiente llamados Mi Japonés. Mi amiga Susy me los hizo probar en Salinas y me encantaron. También hay unos chifles… pero por ahora con eso no cenamos… apenas vamos por el aperitivo. ¡igual este atardecer que acabamos de vivir se lo merece!
A ver, un buen aperó y después me pongo a pelar unas verduras, una cebolla y hago un arroz tipo risotto. No me sale mal, es fácil y no se tarda tanto. Hecho. Vamos por ello.

Salgo a la bañera, como se le dice a veces al cockpit, para pelar las verduras y así voy tirando las cáscaras por la borda y ensucio menos. Todo orgánico, a algún ser vivo le va a ser alimento. 

Estaba casi terminando de cortar la cebolla cuando veo a lo lejos una luz bastante fuerte, por proa. No la había visto mientras estaba concentrado con los quehaceres alimenticios.
Mientras ponga todo esto a refreír, intentaré hacer contacto radio.

-Sailboat Clinamen to Motorvessel not identified,
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Esperé respuesta y no tuve nada de nada. Como esta zona es medio rara con el problema de la lucrativa pesca ilegal en zona restringida de Galápagos y la persecución que hacen los guardacostas ecuatorianos, no me extrañé tanto. Quizás cuando me acercara ellos tomarían contacto. Aunque también leí por ahí que la VHF de los cargueros y grandes pesqueros no tiene la misma capacidad en distancia que la de simples veleros con un alto mástil.

No me inquieté más de la cuenta, sólo chequeé que las luces de navegación estuvieran bien encendidas. Lo estaban.
Seguí tranquilamente con la cocina y cuando estuvo bien reahogado y el arroz como se debe, medio agarrado al fondo de la sartén, para la raspadita del final, lo saqué y me senté a comerlo en la banqueta afuera, con la vista fija en la luz silenciosa.

Cada vez se me antojaba más importante. Ya no era una luz, sino un inmueble flotante. Y no se había apartado para nada. Estaría parado, pescando o en alguna operación de la que desconozco la técnica. 
En el radar ya me aparecía, pero aún no como objeto peligroso al interior de la zona de seguridad.
Tranquilo, si no se mueve, me desviaré yo cuando tenga claro sus intenciones. Así es como se procede. El está faenando y yo soy velero… no vamos a entrar en debates jurídicos que no revisten importancia, como si a estos gigantes del mar les importara la presencia o prioridad de un enano sin importancia al lado de ellos.
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Ya el año pasado, en el verano 2019, navegando de Jamaica a Colombia, me ocurrió el incidente con mayor peligro de colisión que tengo registrado en los casi diez años de navegación de alta mar con el Clinamen.
Era también de noche y con mucho viento, unos 20/25 nudos de ceñida. Difícil, muy difícil, pero a Clinamen le gusta navegar de ceñida. A su capitán algo menos porque lleva un stress que después de 12 horas se hace cansador y cuando llevas 36, ni te cuento. Iba a llegar a Santa Marta deshecho, cansado hasta la médula. Durante la salida de guardia de las 2 de la mañana, diviso una luz a popa. Es un barco al alcance, pero sólo distingo una luz blanca. Voy por mis anteojos, el tiempo de entrar en la cabina y buscarlos, al salir con ellos puestos, percibo mucho más nítidamente la luz verde y una blanca. Eso me confirma y me indica que yo estoy a su estribor. Llamo por la radio y me contestan, en inglés con un acento tipo asiático, no sabría si coreano, chino o lo que fuera. Me identifico y le explico mi rumbo y que estoy a vela. Su respuesta es no, no, no, que yo debo desviar mi rumbo. Le respondo que estoy a vela y de ceñida, que es preferible que él me pase por popa, como marca la regla.

Para comunicar mejor, había entrado a la cabina a hablar por la VHF fija. El tipo persiste en decir. No, no, desvíe, desvíe.
Salgo afuera a ver dónde se encontraba y ya la mole estaba acercándose en forma vertiginosa. Tenía más que espacio, en el medio del Mar Caribe y con una décima de desvío de su derrota, me evitaba sin mediar inconveniente.

Analicé la situación y concluí con pesar que si bien yo era prioritario, si me llevaba por delante, mi barco desaparecería esa noche en pocos segundos y seguramente ni el Capitán del carguero que debía estar descansando, se iba a enterar de la colisión trágica. No quedaría ni el más mínimo rastro de nuestra presencia en esas aguas. En esos casos, hay que ponerse el derecho en el bolsillo y maniobrar urgente, abriendo totalmente mi rumbo de casi 100 grados. Alejarme de su derrota lo más rápido posible, era todo lo que contaba en ese instante.

Así y todo me pasó bien cerca, lo que ratifica que si no me hubiera apartado bien claramente a 100º, quizá igual me llevaba puesto o me rozaba tan cerca que con su propia ola podía succionarme hacia su pared como una mole maciza.
Salimos ilesos pero aprendimos una lección. Comprendimos la diferencia entre los códigos que enseñan en la escuela y las prácticas reales. Esta gente no respeta las reglas marítimas, son comanditados para gastar el menor combustible posible, no van a maniobrar por una simple vida desconocida.

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Teniendo ese recuerdo y lección de supervivencia real, a medida que me acercaba al pesquero calculaba el momento adecuado para desviarme. En las circunstancias presentes, a mí no me significaba mucho esfuerzo, debía reconocerlo y actuar consecuentemente.
A unas tres millas de darle alcance, comencé a desviar rumbo, unos 30 grados hacia el noroeste. Serían suficientes para pasar bien alejados, al desconocer si no tendrían un dispositivo de arrastre. Durante la noche, poco se puede deducir.

Por la radio me interpelaron y fui a responder. Le entendí medianamente que deseaban saber cuántos tripulantes éramos y qué rumbo, qué destino llevamos. Ingenuamente le respondí que estaba solo y que iba a las Marquesas. No hablaron más. Silencio radio.

Habrían pasado quince o treinta minutos, no más me pareció, cuando una lancha rápida se acercó y me pidió de bajar la velocidad que querían hablarme, que eran del pesquero a proa.
Nuevamente, con total inocencia, no sospeché nada, pero les expliqué que me era muy complicado parar con un velero bajo el viento. Tenía en dicho momento unos 8 nudos de velocidad e iba bastante escorado. La lancha se me acercó por detrás y me apuntó con un fusil, para mostrarme que la cosa venía seria, no era una visita de cortesía. Yo hice ademán de que no podía hacer nada y dispararon un tiro, era una segunda advertencia. Traté de calmarlos diciéndoles que me dejaran maniobrar para aminorar la marcha. Bajé a cuatro nudos al ponerme contra el viento. 
Los invasores, piratas o no sabía cómo llamarlos aún, lograron ponerse casi a la par y entendí cuáles eran sus intenciones. No querían nada de mí. Estaban apuntando a un tripulante o pasajero que se encontraba como asustado sosteniendo un bolso. Comprendí que las señas que me hacían era que querían trasbordarlo a mi barco.

Yo estaba perdido ante tal situación pero la pobre víctima parecía más aún. Se le notaba el pavor en el rostro.
Lo ayudé a subir a bordo y le pregunté qué hacía, qué le pasaba, qué quería. Apenas esos segundos tratando de averiguar de qué se trataba todo este operativo y la lancha desapareció a gran velocidad con rumbo al barco o estación pesquera de donde había venido.

El nuevo acompañante estaba parado en el medio, sosteniendo apretadamente sus pertenencias.
Seguía asustado.

Intenté hablarle en inglés y no parecía entender, no respondía. En español, en francés, nada de nada. Lo invité a sentarse por medio de señas. 
Estábamos en una situación muy complicada. ¿Si no nos podíamos entender en ninguna lengua, cómo íbamos a comunicar, a comprender qué hacer?

Decidí dejarlo tranquilo, dejar pasar un rato, el tiempo de reflexionar en mi caso y el de perder el miedo para él.

Era joven, no tenía pinta de ser marinero ni trabajador de a bordo. Podría haber sido cocinero, mecánico o cualquier oficio de apoyo, no necesariamente marinero. Aunque no daba esa impresión, el misterio de su aparición me ocultaba qué podía inferir lógicamente.
Estábamos frente a una situación inimaginable.

Al cabo de un rato, le pregunté si había comido. Seguía sin responder. Por señas le pregunté si quería comer. Me miró con cara de sí. Parecía un cachorro recogido en la calle con pocos días de vida, ensimismado, aunque se le notaban las ganas de aceptar. Me había sobrado casi un plato del risotto y estaba bueno. Entré a calentárselo. Al salir y ofrecérselo, lo encontré ligeramente más distendido. Había apoyado sus bártulos a su lado. Parecía dispuesto a abrirse, pero seguía sin pronunciar palabra.
Le acerqué el plato y lo devoró. Debía tener mucha hambre.
Pero yo seguía sin entender qué hacía con un tripulante obligado, impuesto, sin saber qué haría de él y sin poder comunicar.
Pasamos la noche sin hablar, cada uno en su burbuja, como compañeros de trinchera que no pueden producir ni el más mínimo ruido porque el enemigo se encuentra cerca. Era una mezcla de respeto por dejar que se fuera abriendo poco a poco y la propia incapacidad entre su habla oriental y mis varias lenguas occidentales, aunque ninguna funcionaba en este caso.

Nos observábamos mutuamente, estudiando las expresiones faciales de cada uno. Yo, para intentar perforar el misterio del personaje, qué hacía, por qué lo habían desembarcado a punta de fusil, dónde iría ahora y también, encontrar una consolación a la soledad perturbada. Nada de esto lo hubiera podido imaginar y desde luego, una escena así no me entraba en ningún sueño. Él, parecía mirarme de reojo como para conocer mejor qué clase de gente le había tocado como nuevo destino, cómo iba ser tratado, qué iba a ser de él después de todo lo pasado en ese pesquero del infierno.

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En el buque faenador no le había ido bien, es lo mínimo que podemos decir. Lo descubrieron después de once días de haber zarpado. 
La sorpresa para el Capitán había sido muy desagradable. Provenía de una región de China en la que el respeto por el régimen es más que la norma, es un dogma, una religión que no se discute. Esto era así debido a los traumas colectivos surgidos por las atrocidades de la época de la Revolución Cultural. Todos los habitantes de la zona tenían una parte de su familia que había sido liquidada o perseguida y torturada por el régimen. No se juega con ellos, son capaces de cualquier cosa. Dicen por ahí que los aires modernos han cambiado mucho, que ya no hay que temer como antes. El Capitán no creía ninguna de esas bobadas que escuchaba hablar a su tripulación o en puerto, cuando recalaban para dejar el producto de sus días en mar.

Se había embarcado de muy joven, huyendo de las vejaciones que sufrieron en la aldea natal. Se fue para olvidar de donde venía. Embarcarse estaba bien, cuánto más lejos se fuera, más ahuyentaría los demonios que lo visitaban cada noche en tierra firme. Navegar, alejarse, salir del sofocamiento y la sobrepoblación de individuos temerosos, dominados. No es que él no fuera uno de ellos, porque sí que tenía pavor de las autoridades, pero en un barco, al menos el equipo es restringido y cada uno tiene una tarea y su espacio, aunque fuera mínimo, como en las primeras chalupas en las que empezó.

Por esa razón, por la angustia que le producían sus noches en tierra, es que nunca había contraído matrimonio ni siquiera elegido mujer. En el fondo, tampoco sentía el deseo de tener un hijo. ¿Para qué? ¿Para que viniera al mundo a sufrir como él durante su infancia? ¿Y si mientras él está en la mar, se arma una revuelta y se llevan o matan a su mujer y su hijo? No, prefería renunciar y vivir su vida solo, hasta que fuera su último día y su linaje quedaría extinguido. No le preocupaban esos pensamientos porque igual ya no podía pretender ni ocupar el lugar de su padre como jefe de la aldea, ni su eventual hijo heredar ningún derecho sucesorio, el régimen los había abolido. No regresaría nunca más a la aldea familiar. Se iría solo, cuando le llegue la hora. Siempre le repetía a sus tripulantes, que nada de llevarlo a tierra. “Si es que no me fui por la borda, si me muero por la razón que sea, me echan al mar, sin ceremonial. Devolver a la naturaleza una pequeña parte de lo que ella me dio”, decía, sin dejar la más mínima duda de cuál quería que fuera su suerte.

No era un hombre malo, pero sí muy sufrido. Su comportamiento con la tripulación era respetuoso, pero no toleraba el más mínimo desliz o falta de disciplina. Podía ser muy duro castigando, pero su gente entendía sus razones y le devolvían el respeto. Claro, que en ese sentido, se confunde el respeto con el temor por la autoridad, representada en este caso por el Capitán.
En su buque cada uno cumplía su tarea, es lo que había aprendido de pequeño y lo que lo salvó y le permitió reconstruir su moral y su estima, crecer después de tantos traumas soportados.
El se concentraba en cuidar el orden y que nunca faltara nada a su gente y cumplieran la misión que le habían otorgado. Su rigor le permitió escalar puestos sin perjudicar a nadie, ni tener que traicionar a un amigo por complacer al régimen. 

El día en que el cocinero encontró al polizón y lo llevó delante del Capitán, éste se llevaría un gran disgusto y preocupación. Cuando hizo hablar al muchacho y éste contó que era un estudiante, perseguido después de los últimos disturbios, el Capitán se dispuso a escuchar mientras pensaba cómo debía actuar. 

Habían sido rodeados por las fuerzas del orden y la mayoría asesinados provocando una huída que no era tal, ya que sólo servía para poder ejecutarlos de un tiro y hacer pasar el drama como un enfrentamiento violento. El joven logró esconderse en el tumulto y como no era muy grande, se escurrió sigilosamente y esa noche la pasó escondido en una alcantarilla. Tenía que esperar que pasaran las protestas, sino vendrían por él. 

Pero al día siguiente, las protestas aumentaron y él decidió que si se había salvado una vez, quizás la próxima no tendría tanta suerte. Debía marchar a otra parte, pero adónde.
Por la tarde se le ocurrió que lo mejor que podía hacer es huir hacia el puerto y escabullirse en un barco pesquero, de esos que van a pescar en aguas internacionales y que tenía entendido que hacen escalas en algunos puertos extranjeros. Desembarcaría en alguno de ellos y pediría asilo político.

El joven contaba con la determinación de la supervivencia. Es más fuerte el vector de resiliencia que los temores o advertencias que el régimen ya había agotado en la masa de estudiantes en todas las grandes urbes de este gigante dormido que es la República Popular China. Gigante adormecido por el abuso del autoritarismo, ancestralmente encarnado en las dinastías imperiales, reemplazadas por las dinastías del aparato comunista.

Por la noche se escabulló en las instalaciones portuarias. Inteligentemente, ganando posiciones como un ejército en un conflicto armado, fue acercándose adonde estaban los navíos más cercanos. Antes del amanecer, ya había logrado identificar el barco que sería el primero en partir hacia alta mar. No había podido distinguir bien el destino, no podía acercarse lo suficiente para escuchar claramente los diálogos de los dockers. 

Pasó un tiempo estudiando sus movimientos, quienes subían a bordo, la frecuencia y las razones que justificaban los movimientos de gente hacia el barco.
Dedujo con muy buena percepción universitaria, que las mayores chances de pasar desapercibido y luego de esconderse, era de hacerse pasar por personal de cocina.
Estaban cargando las provisiones para un largo viaje, por lo que representaban la cantidad de palets y la diversidad de productos que vio subir por la rampa.

Su sentido agudo de la observación y su paciencia legendaria, por herencia familiar, transmitida de generación en generación, lo hizo esperar el momento oportuno. Su padre se había salvado en una trinchera por haberse hecho el muerto hasta que las tropas gubernamentales se habían retirado del lugar de los enfrentamientos. Su abuelo participó en la guerra de Manchuria y muchas veces le repetía, frente al fuego, que los japoneses habían vencido por tener generales más pacientes, confiados en que observar es la principal herramienta de la acción eficaz. 

Antes de las 7 de la mañana, Xin Ping Lai, había logrado embarcarse sin ser distinguido por ninguna persona ajetreada en los aprestos finales. Logró escabullirse en los almacenes detrás de la cocina. Razonó como los roedores, mientras la alacena está repleta, nadie percibe al ser silencioso que permanece refugiado en su escondite detrás de todo lo que está tapado por cientos de cajas de todo tipo de mercadería.

Encontró una buena posición, acurrucado pero sin sentirse apretado ni oprimido. Cerca de las 9, se había quedado totalmente dormido, se había desplomado de cansancio, de fatiga y de la descarga masiva de adrenalina que había significado toda esta odisea por desaparecer sin ser advertido por nadie.

A eso del mediodía sintió que el navío se movía. No sabía adonde iría, pero al menos fuera de esta ciudad donde ya no tenía escapatoria y donde el régimen, gracias a sus redes tejidas en base a la cultura de la traición le daría alcance. Tampoco podía volver a su aldea de donde era originario porque como activista estaba fichado y es en el primer lugar donde irían a buscarlo.

Pasó un día entero sin moverse, sin comer ni beber. No lo necesitaba, las reservas energéticas que procura el ansía de libertad permiten soportar días de ayuno. El segundo día había detectado el ritmo de visitas al almacén, no más de cinco incursiones el primer día y seis el segundo. Siempre una o dos horas antes de las comidas. Al cabo de 36 horas inmovilizado, se arriesgó a salir de su posición inicial. Intentó encontrar alguna bebida, algún líquido que le sirviera para hidratarse y llenarse el estómago fácilmente. Cuando encontró unas latas de jugo de coco natural estaba salvado. Tomó una caja y junto a otra de galletitas, se la llevó a su guarida, cuidadosamente disimulada.

Así pasó casi diez días, hasta que los ruidos de la persona que penetraba en el depósito para extraer provisiones, se hacía paulatinamente más cercano. A medida que se iban consumiendo los palets de reservas cercanos al pasillo o a la puerta, su cucha estaba más desprotegida. Temía el momento en que se acercaran demasiado a las reservas guardadas más profundas.

El onceavo almuerzo de la tripulación fue fatal. El asistente del cocinero había tenido una descompostura y el gruñón del cocinero estaba sólo, para hacer todos los quehaceres para el total del personal. La tripulación, además de los dos en cocina, contaba con casi 20 marineros pescadores, de entre los cuales se contaban dos mecánicos y dos oficiales.

Como el jefe de la cocina nunca venía a las reservas, no tenía muy en claro donde se habían guardado los distintos alimentos, condimentos y productos de distintos tipos. Ese día se vio obligado a perder un tiempo preciado en rebuscar entre palets y cartones. Estaba con un humor de perros.

Ciertos huecos curiosos en el agenciamiento de la carga le resultaron sospechosos y como tarde o temprano debía suceder, después de putear durante cinco minutos a su ayudante por haber revuelto las cajas amontonadas, el cocinero descubrió la guarida de Xin Ping y al atemorizado estudiante. 

En 15 años de servicios era la primera vez que se encontraba con un extraño en su área designada. Seguramente lo iban a culpar a él, fue el primer pensamiento del nervioso oficial de cocina. Si el Capitán desconfiaba que él tuviera algo que ver con este polizón, lo podía incluso procesar y castigar muy duramente. Tendría que echarle la culpa a su segundo, seguro que había sido él que lo ayudó a esconderse y permanecer así tantos días desde que zarparon de puerto.

La cultura de la culpa en China, como en todo régimen autoritario y represivo es muy corriente. La gente pierde el sentimiento de solidaridad y de protección mutua por salvar su pellejo. Es la ley de la supervivencia social. Si un individuo no denuncia un hecho, le pueden terminar denunciando a él mismo por algo que ni siquiera cometió. 

Este capitán era muy, pero muy exigente. Además muy respetuoso del régimen y de las reglas, no toleraba ningún desliz entre los pescadores. No estaban autorizadas las charlas políticas a bordo y cuidado con el que pensara en desertar. En su barco estaban bajo la autoridad y soberanía de la República Popular, no se puede darse a la fuga. El cocinero había cenado más de una vez con el capitán y él le había explicado cómo piensa y cómo se siente obligado a hacer reinar el orden en un barco como éste, que a veces parte por 4 meses en campaña antes de regresar al puerto base. Sin ser reconocido por sus altos conceptos de orden y disciplina, nunca le hubieran dado el mando de una embarcación así. Tampoco hubiera podido ganarse el reconocimiento, la confianza y el buen pasar económico del que disponía ahora.

El sorprendido cocinero le gritó al joven que no se moviera de ahí, que ya venía por él. Salió a la cocina y de su armario personal desenfundó su pistola reglamentaria. El era oficial, tenía derecho a estar armado y si fuera caso, hacer uso de ella para defenderse. Volvió a la despensa donde estaba el pobre estudiante temblando de miedo, algo desnutrido y debilitado. No representaba una amenaza, pero igual lo apuntó y le ordenó que saliera de ahí, que lo llevaba donde el capitán. Que si no explicaba cómo había llegado ahí y quién lo había ayudado, lo podían inculpar a él como cómplice y él se vengaría, porque no iba a poner en peligro su carrera.

Salieron de la cocina como si estuvieran yendo al pelotón. Los marineros que los vieron se sorprendieron y empezaron a hablar y comentar sobre quién sería ese personaje que nadie había visto anteriormente a bordo.

Cuando llegaron al camarote del capitán, éste se encontraba estudiando las próximas zonas de faena que le habían asignado. Debían cruzar todo el Pacífico y encontrarse cerca del archipiélago de Galápagos con una flota de cuatro otros pesqueros que faenaban habitualmente en esa riquísima área ictícola. 

El peligro en esa zona no son los piratas, que se atacan a las embarcaciones más bien pequeñas cerca de la costa sudamericana, sino el control severo de los guardacostas ecuatorianos. Éstos ejercen la soberanía y protección en un área restringida de 200 millas alrededor de las islas. 
La conjunción de las corrientes frías que remontan del hemisferio sur, la llamada corriente de Humboldt y la corriente cálida que baja del Pacífico norte, hacen de esa zona una de las más ricas del mundo en pescado y de las más fáciles para operar.
Además, como toda esa área tiene una reserva marina a proximidad, la pesca está asegurada.
Cuando se faena en esos bancos de pesca es muy común seguir la codicia y para poder terminar de llenar la capacidad de carga lo más rápido posible, muchos se introducen en zona restringida. Ahí es donde existe el peligro, el de ser atrapado por los guardacostas que son mucho más veloces, están bien armados, y cuentan con la consigna firme de secuestrar el navío y su carga.

Cuando entraron, el cocinero sin dejar de apuntar al detenido le explicó al capitán y éste enfureció de inmediato. ¿Cómo había podido colársele un polizón en su área? Era su responsabilidad, él era el culpable, ¿cómo iba a justificarse nombrando al ayudante como eventual cómplice ?
¿Y de cualquier manera, qué iban a hacer con este individuo que no les servía para nada?
El hombre, enojadísimo, se volteó hacia el joven que hasta ese momento no había pronunciado ni una palabra.

Xin Ping, suavemente, disculpó al cocinero y también a su asistente. No los conocía, no los había visto nunca. Ellos no sabían hasta hoy que él permanecía escondido entre las cajas de mercadería. Contó que había tenido que permanecer acuclillado mucho tiempo durante todos estos días, ni siquiera sabía hace cuánto habían salido ni hacia donde se dirigían. Las dos personas lo escuchaban imaginando qué harían con esa indeseada carga. 

Cuando el joven disidente terminó de explicar que estaba huyendo por haber participado en las protestas de los últimos días de marzo, el capitán se levantó y le espetó al oficial de cocina, que se lo llevara de aquí, que lo metiera en un recinto encerrado, o en un armario, algo que sirviera como calabozo. Tenía que reflexionar sobre qué hacer con esta situación que nunca se le había presentado antes y que además lo enfrentaba al régimen, con un disidente perseguido a bordo

El oficial, con aire marcial le ordenó al pobre joven que avanzara, que salieran del camarote donde molestaban al Capitán. Rápidamente pensó donde lo encerraría y qué haría con él. Por lo menos se había salvado de que el jefe le hubiera hecho responsable absoluto de la situación y que se viera él también detenido.

Al pasar por delante de los otros hombres, la voz ya se había corrido entre los tripulantes y como habían muchos viciosos y perversos, comenzaron a oírse silbidos, improperios, insultos sin sentido.

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Pasamos la noche sin dirigirnos la palabra. Buscando los nuevos espacios, el invitado imprevisto procurando no molestar y yo intentando retomar mi rutina con esta tremenda modificación.
Le señalé la cucheta de babor para recostarse, yo prefería a estribor, cerca de la mesa de cartas y las alarmas.
Por suerte la noche fue bastante serena, el mar estaba con nosotros, por la tarea de facilitarnos la situación que de por sí ya era extraña, inimaginable, imprevisible.

Al amanecer habitualmente me hago un café, el primero, para despertar los sentidos. Esta vez, preparé un té, imaginando que a mi nuevo amigo silencioso le agradaría.
Se despertó, salimos a la bañera y cuando el té estuvo listo se lo serví y ahí pronunció sus primeras palabras. Se mostró agradecido y confiado en que había caído en buenas manos.
Lo noté más relajado pero al contarme su historia, estaba tenso, nervioso por el solo recuerdo.
Xin Ping explicaba todo esto en un inglés bastante correcto, se notaba que era un buen universitario.

Contó que cuando el cocinero se lo llevó, primero lo encerró y al cabo de un rato lo vino a buscar para entregárselo a un marinero que lo llevó a un camarote y abusó de él. Luego fue otro y otro. Se había salvado de la persecución y la casi segura muerte, pero no había tenido suerte donde había caído. El cocinero había encontrado que la mejor forma de controlarlo era venderlo por horas a los muchachos a condición de que le pagaran y mantuvieran todos el secreto delante del Capitán, que seguro desaprobaría las vejaciones al prisionero.

Su martirio duró cinco días hasta que en la tarde de ayer, el Capitán, mientras escrutaba las zonas donde pudiera haber cardúmenes, avistó un pequeño velero y al instante se escuchó una llamada en la radio VHF.
-Sailboat Clinamen to Motorvessel not identified

El Capitán no respondió, mandó llamar al cocinero. Le pidió que aprestara al prisionero, iban a esperar a que el velero se acercara más y con la lancha de transbordos llevarían al joven hasta la embarcación y obligarían a los navegantes a hacerse cargo del molesto inconveniente. Que fueran armados por si se resistían a tomarlo y en cuanto lo desembarcaran, que dieran media vuelta y así no tendrían nada que reportar y se evitarían muchas complicaciones.

Xin Ping se mostró muy agradecido conmigo. Estaba muy emocionado, casi en lágrimas, probablemente de sentir por fin un alivio. Me preguntó adónde íbamos. Le expliqué que me dirigía a las islas Marquesas, que es territorio francés y allí podría apelar al estatuto de refugiado.
Estaba eufórico a la idea, pero por la tarde me preguntó si la situación no me complicaría a mí para explicar cómo había llegado a su barco. Lo podían acusar de contrabando de gente.

La verdad es que no lo había pensado así y como en el parte de zarpe de Galápagos decía que yo era el único tripulante, la situación real era inexplicable. Lo calmé explicándole que las autoridades francesas suelen ser bastante más accesibles y de buen trato respecto a lo que él  estaba acostumbrado en su país.

Sin embargo, en los días siguientes Xin Ping volvía sin cesar a inquietarse sobre qué pasaría cuando llegaran, si lo iban a meter en un calabozo hasta que se aclarara su estatuto. Se imaginaba que podía volver a sufrir las mismas vejaciones que en el barco pesquero bajo la custodia del cocinero. Estaba francamente traumatizado, transpiraba visiblemente en las manos cada vez que pensaba en que lo detendrían al llegar. 
En cada episodio lo serenaba pero era evidente que el trauma podía más que mis explicaciones sobre un régimen democrático, las leyes que se respetan y que la FRANCE está reconocido históricamente por ser el país de los derechos humanos, del asilo y la protección de perseguidos.

La travesía duró quince días más y mi acompañante se hizo muy discreto y fue muy interesante conocer la situación política actual en China, por boca de un testigo directo.
Al final resultó muy hablador y se ocupaba de la cocina y de facilitarme todo lo más posible. Se sentía su agradecimiento infinito.

El día anterior a llegar al archipiélago, le mostré en la carta la situación de cada isla y adónde íbamos a fondear como primer punto de arribo.
Debajo de la isla de Hiva Oa hay otra isla pero de la cual carecía de información. Mi idea era no recalar ahí, aunque pasaríamos no muy lejos de sus costas.

La última noche Xin Ping hizo un verdadero festín con todo lo que nos quedaban como provisiones. Tomamos la última botella de vino que había reservado para la ocasión, la de la última cena en el océano.
Me pidió mi dirección electrónica para mantener el contacto en el futuro. El me contactaría porque por el momento no tenía ninguna dirección propia para darme.

El viento, al aproximarnos a tierra, había decaído mucho y avanzábamos lentamente, por lo que aproveché para hacer una buena noche de sueño acostándome en mi camarote de proa.
Xin Ping me dijo que se ocupaba de todo. Era un tipo bastante brillante. En los pocos días que estuvimos juntos había aprendido todo lo que yo le podía enseñar.

Al despertar, el ambiente estaba más tranquilo y luminoso que de costumbre. El hublot del camarote dejaba entrar la luz porque ya no se encontraba tapado por el dinghy. Rápidamente empecé a entender. Salí afuera de la cabina y no había rastro de mi amigo inimaginable.
Se había lanzado al mar con el dinghy cuando llegamos a proximidad de las costas de la isla pequeña, para evitarme todo inconveniente y explicaciones que dar. Yo ya le había salvado su vida, él iba a salvarme de los conflictos posibles con las autoridades. Preparó sigilosamente el bote, encontró los remos y se alejó evitando hacer el más mínimo ruido.

Me dejó una pequeña carta con miles de Gracias escrito en inglés, español y en chino. No sé dónde nos volveremos a encontrar, pero puedo imaginar que sí lo haremos. Xin Ping tiene alma resiliente, haré un cartel con sus Gracias en chino para colgar en el Clinamen. También yo he aprendido mucho de este sorprendente compañero de viaje inimaginado.

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