QUINTA ETAPA: ¡TIERRA!

No estamos aquí por la estética. Los que crean que la navegación solitaria se resume a un mero placer contemplativo, no han comprendido nada. El goce estético existe, cierto. Cada minuto puede ser un éxtasis de amaneceres, de atardeceres, de mar de infinitos azules, blancos y grises. Incluso los sargazos en su insistencia por acompañarme tienen algo de belleza fractal. Esa capacidad de la naturaleza por ramificarse y por perpetuarse bajo fórmulas matemáticas. El número Phi o la proporción áurea.

Pero no estamos aquí por la estética; la belleza que nos rodea en el océano es algo que no nos sorprende. Nos abarca. El mar es belleza en estado primigenio, brutal y sin paliativos. En tierra apenas quedan lugares que no hayan sido manipulados, dibujados y construidos por la mano del hombre. Algunos bosques en la Patagonia, alguna zona de la selva Amazónica, pero poco más.

En el océano el Hombre es nada, insignificante. Ni un demiurgo de segunda. La acción humana es sólo contaminadora. Pero incluso la contaminación acaba siendo devorada, ingerida y regurgitada por el océano. Él lo digiere y absorbe todo.
Punteo GPS a las 19:00 UTC del miércoles 30 de marzo del 2016.
15º 58.724′ N y 55º 52.594′ W – Rumbo 265º, Viento estabilizado desde hace ya varias horas entre 14 y 21 Knts. Sigue totalmente de Este. Olas de 1-1,5 metros. El Génoa atangonado me permite tomar un rumbo casi de empopada total y la velocidad es algo menor pero más estable. Velocidad 6,5-7 Knts. Distancia a destino 322 Nm. 148 millas realizadas en 24 horas. Seguimos con una buena marca de promedio y la calma chicha no parece estar destinada a tocarme en esta travesía.
No creo estar aquí sólo por lo contemplativo. Florence Arthaud es uno de mis ídolos marinos por ser mujer, por su gran valentía y por su audacia ejemplar. «Flo» decía algo que he recordado una y otra vez durante esta travesía: “Mirar al mar! No tener otro deseo que mirar al mar. Y a fuerza, a fuerza de hacerlo, si lo miras a los ojos, es seguro que un día irás a por él”. Es esa acción de mirar al mar con ansia de tomarlo y dejarse tomar por él. Una observación que lleva en sí misma la decisión de vivir el mar en su máxima intensidad. Eso es la razón por la que estoy aquí, no por la estética, sino por la vida, por la intensidad de vida. De ahí que los momentos más difíciles e intensos fueran los que más emoción me provocaron, hasta el punto de hacerme llorar más seguido de lo que nunca había hecho en mis años pasados. Ni tan sólo de niño lloré de este modo, entonces –como ahora- solía ser protestón pero no llorón.
De alguna manera mi decisión de poner punto final a esta primera etapa del viaje -que ha de llevarnos al Clinamen y a mi a dar la vuelta al mundo – en Pointe-à- Pitre, en la isla francesa de Guadalupe, es un debido homenaje a Florence. La «Novia del Atlántico», la magnífica capitana, muerta en accidente de helicóptero en Argentina hace justo un año en marzo 2015. Aunque parezca mentira, su muerte me afectó personalmente un poco por ciertas coincidencias que en determinadas circunstancias le interpelen a uno. Nació en Boulogne-Billancourt donde viví los últimos años en París pero murió en Argentina, donde yo nací. Triunfa como navegante confirmada justo cuando yo llego a Francia y empiezo a conocer cada personaje público, especialmente de la náutica. Se hizo mi preferida desde el primer momento.

Con tan sólo 21 años participó por primera vez en la Route du Rhum, que une Saint-Malo con la isla de Guadalupe, cada cuatro años, en una carrera ya mítica. Quedó en onceava posición. La gana en 1990, tras catorce días, diez horas y diez minutos de navegación. Es la primera mujer en hacerlo. Indomable, única, libre. Su biografía me acompaña en el Clinamen, como amuleto esencial. “El temor a la muerte es para mí el único verdadero terror posible. ¿De qué nos podemos asustar sino? ¿De perder un avión, una cita? ¿De la falta de dinero? La vida es un regalo, hay que vivirla plenamente y creer en su destino”. Vivir el mar requiere esa visión de entrega total. Relativizar, dar importancia a lo que realmente la tiene. De priorizar y de reconocer, es decir de volver a conocer aquello que creíamos saber. La amistad, el dolor, la responsabilidad, el amor, la paternidad, el sacrificio, la resistencia, el trabajo, la filosofía, la pasión, la música. Todos esos conceptos dejan de tener el mismo sentido que tenían previamente, porque los has re-conocido. Ese es el sentido de renacer, que te permite la navegación solitaria. Cada vez que dejé ir mi emoción hasta el llanto o el grito primal fue reconociendo alguno de esos valores que nos parecen tan básicos.
Uno de los hechos más extraños de esta parte de la travesía es el silencio de los delfines. No han vuelto a aparecer desde que salí de Cabo Verde. Me había acostumbrado a su presencia. Será porque la navegación se ha vuelto algo más tranquila, o sencillamente porque yo ya he aceptado la Serendipia absoluta de este viaje y lo extraordinario es que no pase nada, aunque ya me había acostumbrado a que siempre hubiera algún suceso inesperado, o una dificultad a resolver o un momento mágico a aprovechar.
Me visitan peces voladores que insisten en complementar mi dieta. A pesar de ciertas acusaciones infundadas que recibo desde tierra, puedo asegurar que los ejemplares que llegan a mi plato, se suicidan en cubierta. Agregaría que las criaturas del mar están a salvo conmigo. Soy un navegante aceptable, quizás. Pero soy un pésimo pescador, afortunadamente para el equilibrio biológico de los mares.

El Clinamen va devorando millas gracias a unos alisios perfectos que nos propalen a gran velocidad. Cada día que pasa, la certeza del final me tiene por un lado acongojado y por otro excitado. ¿Será cierto que lo habremos conseguido? Cruzar el Atlántico en solitario
por momentos me parece que no fue para tanto. Aunque no sea nada comparado con otras aventuras mucho más extremas, ésta es la que yo puedo contar, la que yo puedo compartir escribiéndola y escribiéndomela.
Dicen que la tierra antes de verla se hace presente. Cuando faltaba casi la mitad empezaron apareciendo sargazos, aislados primero, después en forma muy regular. Quizás por ser el principio de la primavera, las primeras aves que vi fueron golondrinas que venían en sentido contrario. Ellas también deben haberse alegrado de un encuentro en la mitad de su formidable trayecto.
Punteo GPS a las 19:00 UTC del jueves 31 de marzo del 2016.
16º 01.980′ N y 58º 30.468′ W – Rumbo 275º, Con un viento estable de alrededor de 18 Knts. corregí el rumbo ligeramente hacia volver a colocarme en el paralelo 16. Olas de 1 metros, ideal. Velocidad 6,5-7 Knts. Distancia a destino 170 Nm. 152 millas realizadas en las últimas 24 horas. Excelente regularidad.
¡Y llegó el día, el momento que esperaba! Volvieron los delfines, los primeros que me visitan desde hace tantos días. Los primeros que vienen seguramente del Nuevo Mundo, aquél al que se le llamó América. Quedan 160 Millas náuticas (la distancia entre Port Ginesta e Ibiza). ¡Tierra! ya no es un destino, es la realidad que se me aproxima. Con todo su peso. La realidad es París, es Barcelona, es la familia, los amigos, las responsabilidades profesionales, todos mis colaboradores en los distintos emprendimientos en que participo que ya empiezan a ser un número abultado. Nada de esa realidad cabe en el Clinamen, o quizás sí pero cabe sólo para acompañarme discretamente, respetando los silencios que se nos imponen, sabedores somos, mi realidad y yo, de que ahora sólo importa llegar a puerto y procurar hacerlo bien.
¿Por qué la soledad no está presente en mi navegación solitaria? Para mí, la soledad no se vive en el océano, en 11 metros de eslora por 3 de ancho que no paran de moverse de un lado para otro. No estoy solo, ni me siento solo. Ni un segundo de esta travesía he pensado en la soledad en estos términos. Las historias de soledad duras, sufridas, son aquellas en las que alguien no tiene con quién comunicar, con quién hablar, con quién compartir. Afortunadamente no es este mi caso. Estoy solo en el Atlántico, pero no estoy realmente solo. He podido comunicar y compartir mi experiencia con decenas de personas.
Aunque pueda sorprender, los franceses siempre han sido unos entusiastas de la historia de Robinson Crusoe. Jean-Jacques Rousseau no permitía que su alumno Emile leyera otra obra que no fuese la de Daniel Defoe. Esa obra tiene hoy ribetes discutibles. Pero el concepto “soledad” tiene un antes y un después del fenómeno Crusoe. Hay quien dirá que las tecnologías impiden el aislamiento absoluto. Es cierto. Ningún recodo del mundo está mudo. La comunicación llega a todas partes. Somos animales sociales, sin comunicación agonizamos. Pero la tecnología no es comunicación. Es lo que decimos sí, pero sobre todo cuenta a quién se lo decimos. Es tener a quién hablar. La verdad no está en el qué, ni en el cómo, sino en el quién.
Quedan menos de 60 millas. Ya no hago punteos intermedios. La regularidad y el buen augurio de mis delfines protectores me han inflado el ánimo. La emoción empieza a apoderarse de mi y no me permite encontrar las palabras. Me saldrían a borbotones miles de imágenes, de sensaciones. El cuerpo me recuerda golpes y arañazos, huellas. Estoy magullado, pero no siento físicamente el cansancio. La adrenalina es una droga poderosa, sin duda. La serotonina que mi cerebro debe estar liberando me tiene en estado casi de éxtasis.

Punteo GPS a las 19:00 UTC del viernes 01 de abril del 2016. ¡Quizás sea mi último punteo del Diario de a Bordo!
16º 12.253′ N y 60º 58.233′ W – Rumbo 270º, Viento estable algo más suave entre 12 y 18 Knts. Sigue de Este. Olas de 1,5 metros. Velocidad 6-6,5 Knts. Distancia a destino 35 Nm. 142 millas en 24 horas. Llegaré de noche cerrada, espero que con el plotter detallado con el que cuento, consiga entrar bien en el puerto y encontrar la Marina de Bas-du-Fort.
Ya puedo escuchar la radio de Guadalupe. El Creole, ese lenguaje que es más música que palabra, no tardará en resonar en el Clinamen.
Me siento redimido. Simbólicamente liberado de sufrimientos y debacles. Como si todo hubiera sido un cómodo y fácil viaje al otro lado. Cuando amarre el Clinamen en el puerto de Point-à-Pitre la redemptio habrá sido absoluta. Eso no significa que no vuelva a sufrir, a errar, a fracasar. Eso significa que ya no seré el mismo que antes sufría, erraba o fracasaba. Ya lo he dicho, vuelvo siendo yo, pero más yo que antes. Empiezo a ser consciente de que esta primera etapa llega a su fin y las lágrimas no cesan de recorrer mis mejillas sin motivo particular. No encuentro las palabras. Se me escapan. No quiero dejar de llorar y apenas puedo escribir.
La Desirade, ahí está mi primera tierra a la vista. Un islote de 11 kilómetros de largo por dos de ancho, habitada por 1700 personas. Las Antillas en estado puro. Mi primera tierra desde Cabo Verde. El objetivo del deseo. Grito como un poseso. Lanzo exclamaciones a los dioses, a los delfines, a las sirenas, a los pobres pescados voladores, a las gaviotas, a los sargazos, a las olas, al viento y al mar.
Voy dejando atrás el océano, para entrar en un mar humano, habitado, surcado por coches, no navíos, por personas, no delfines protectores. El océano se acaba donde empieza el hombre. Esa es la frontera por la que mi barco y yo hemos navegado y que estamos por volver a cruzar.

Suenan las canciones de Paolo Nuttini, este cantante escocés que descubrí poco antes de zarpar. No he hablado de la música que me ha acompañado durante la travesía. La mayoría fueron artistas que descubrí recientemente o bien algunos clásicos. Algunos temas me recordarán siempre ciertos momentos claves. Uno que me resonó profundamente porque apareció en un momento de reflexión particular fue el «True To Myself» de Ziggy Marley.
Son las 02.14 UTC del sábado 2 de abril cuando atraco el Clinamen en el puerto de Pointe-à-Pitre, solo, en la oscuridad, sin ninguna clase de presencia porque ya nadie responde en el canal 9 de la radio VHF, ni en el teléfono de Capitanía. Durante dos semanas he viajado por el mar sin hombres. Por el mar como destino. La aventura llega a su fin momentáneo. Es tan importante estar preparado para zarpar como preparado para atracar. Es tan complicado salir como volver. Quizás en este momento diría que es mucho más complicado regresar. Seguro que es infinitamente más complejo poner el primer pie en tierra firme, que liberar el barco del muerto e izar la vela mayor por primera vez. Empiezo a ser consciente de lo que he conseguido y al mismo tiempo no acabo de comprenderlo en las consecuencias que me acarreará.
Sufro un cierto cosquilleo en mi oído interno. Mi cuerpo se había acostumbrado al mar, y ahora empieza el difícil aprendizaje de la tierra firme. Camino titubeante, pensándolo, mis pasos me parecen inciertos. Empiezo a darme cuenta que me sucede lo mismo que a Florence Arthaud: puede que sufra cuando no navegue.

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