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Olas-de-Libertad-versión-completaLeer Olas #1-12 en Ficciones
Cuaderno de bitácora de un navegante-explorador
El Clinamen y yo debíamos bajar a Tahití lo antes posible, para organizar luego el regreso a Francia. No tenía aún mucha idea de cómo iba a hacer para dejar el barco.
Me sentía intensamente feliz después de todo lo vivido con el cruce oceánico, el encuentro con un ser tan querible como Xin Ping, en las circunstancias en que se dio y la exploración maravillosa de las islas Marquesas.
Zarpé de Tahuata en dirección a Tahití con la opción de hacer escala en uno de los atolones del archipiélago de Tuamotu, preferiblemente Fakarava, por tener una passe ancha que es más fácil de afrontar por primera vez.
Las condiciones eran favorables, no había grandes vientos previstos, y los que había estaban bien orientados, de través. El oleaje era del Este, por lo que nos tocaría de lado, lo cual resulta incómodo, pero al menos no frena una buena marcha.
Según mis cálculos, la travesía de Tahuata a Fakarava nos llevaría 3 días de navegación y después de un día de reposo, seguiríamos hasta Tahití en el tramo final de casi 2 días.
Todo a bordo se desarrollaba como estaba previsto, ya habíamos navegado un día y medio. La bitácora iba dando cuenta de ello, pero al final de esa tarde, me pareció percibir en el horizonte, por popa, un frente de tormenta bien cargado.
Estaba tranquilo porque había estudiado bien la previsión, que para ese período daba cuenta de un viento moderado de noreste. También había cómodamente trimado (como se dice a posicionar las velas, en lenguaje náutico) de empopada. Estaban bien abiertas al viento de atrás, de la popa. Este no es el tipo de navegación más sencillo, es más bien incómodo, pero me permitiría soportar ráfagas de viento bastante fuertes, ya que el barco podría surfear las olas que acompañan las racheadas.
De repente comenzó a caer una tromba de agua y el horizonte se tiñó de un negro total. El oleaje había multiplicado su altura por dos, superaba los 2 metros, con algunas puntas, quizás de hasta 3 metros.
Con Clinamen hemos pasado anteriormente por esta clase de situación y yo confío en mi compañero, sabemos que hay que mantener la calma.
La temperatura bajó brutalmente con la humedad y fui un minuto a la cabina a buscarme una polera para mantener el cuerpo caliente.
Súbitamente, cuando subía los 4 escalones hacia el cockpit, escuché un tremendo Bang! Sientí que la embarcación partía de lado, sin gobierno. El autopiloto había soltado el control y en pocos segundos tenía que analizar la situación y buscar soluciones.
La primera medida fue restablecer un rumbo controlable y volver a configurar el autopiloto, asistente obligado para un navegante solitario, sobre todo en una circunstancia de maniobra crítica.
La segunda fue constatar que el estay de popa (cabo o cable que sostiene el mástil hacia popa) había quedado totalmente suelto y que la polea que permite ajustarlo tirando el mástil hacia atrás, había explotado. El ruido, había sido la botavara (temible barra horizontal sobre la que se monta la vela mayor) que golpeó violentamente contra dicha polea. No me detuve a pensar el cómo sucedió el incidente, eso sería para después. Antes que nada debía tomar las medidas apropiadas. Con las ráfagas de viento soplando por rachas, acelerando violentamente y cayendo después, si no sostenía el mástil debidamente, podría romper todos los obenques (cables que sostienen al mástil en los lados) y el estay de proa (cable que sostiene hacia adelante) y terminar desmatando.
No podía dejar que esa visión catastrófica se instalase en mi espíritu. “Rápido, soluciones”, le reclamaba mi espíritu a mi mente.
En un santiamén, me precipité hacia el amantillo, también llamado balancín (cabo que sostiene la botavara). Me resultaba la única solución urgente para reconstruir la función del estay roto, que sirviera de estay de fortuna. La botavara se sostendría con la propia vela.
Una vez puesto el barco en situación estable, reduje el velamen. Puse el motor en marcha para tener mayor control del rumbo, ante las condiciones que seguían agitadísimas, enrollé la mitad del génoa (la vela triangular de delante) y tomé un rizo de la vela mayor.
Terminadas las maniobras, el viento parecía haber amainado ligeramente o al menos ya no habían ráfagas tan fuertes. El Clinamen estaba nuevamente gobernable seguro y me podía sentar a reflexionar.
“¿Qué nos pasó? ¿Qué diablos nos pasó por encima?” Justo en el momento en que yo había bajado a la cabina. “¡No tiene cojones!”, diría un amigo español.
“¿La culpa la tuvieron las olas?” me pregunto.
“No, nunca echarle la culpa a las olas”, me digo, me respondo, pensando…
Las olas son el clinamen del mar. Son ellas las que rompen el determinismo de los movimientos del agua. Si no hubieran olas, el mar no tendría más que un movimiento regular, como si nos balanceáramos en una bañera llena. Las olas rompen la regularidad de ese ritmo, como el clinamen, definido como el desvío de los átomos.
Habíamos acabado de pasar un momento muy feo, quizá por el grado de riesgo en perder el mástil en el medio del océano más extenso del planeta, a día y medio de cualquier pedazo de tierra. Me sentía agotado.
Cerré los ojos y medité sobre la idea que me acababa de surgir: las olas eran el símbolo, el concepto mismo de la Libertad. Gracias a las olas, todo es diferente, nada es repetible, todo cambia. ¿El causante del incidente había sido el viento, la tormenta imprevista, una ola irregular que abatió el rumbo poniendo fuera de control al autopiloto?
Podía trazar conjeturas, pero al final creía profundamente que había sido el golpe de una ola irregular la que había producido el caos en el equilibrio que llevaba el barco.
Estaba sorprendido por el pensamiento que acababa de tener, como aquel día en que había traducido el texto sobre el concepto del Clinamen, en el curso de latín de la Sorbona, había quedado maravillado. No hay nada de pensamiento mágico en el pensar griego ni en la concepción que me hago de las olas, todos los criterios del Clinamen se pueden aplicar analógicamente.
Seguí durante buena parte de la noche con el motor en marcha para darme más seguridad de maniobra, necesitaba retomar mi calma interior. Después de un golpe emocional de esa envergadura, concluí que ese incidente estaba dentro del “Top 3”, después del tornado sorpresa en los Cayos de Cuba y de la caída del rayo sobre el mástil, en Livingston, Guatemala.
Al amanecer todo había vuelto a una suerte de calma, de equilibrio apaciguado después del zafarrancho de la tarde anterior. Apagué el motor y seguí con el velamen reducido, para no exigir demasiado al estay de fortuna en que se había convertido el balancín.
Nos quedaba aún todo un día hasta llegar a Fakarava y poder estudiar algún otro apaño.
El viento cayó bastante, y volvió a soplar según las previsiones recuperadas antes del zarpe. Calculé que con la distancia que nos quedaba aún por recorrer y la hora que era, no podíamos bajar de una velocidad de 5 nudos si no queríamos correr el riesgo de llegar de noche. Si así fuera, no podríamos entrar en el atolón.
En un determinado momento, el viento se convirtió en brisa y nuestro andar cayó a 3 nudos, era insostenible si no queríamos tener nuevos problemas.
Volví a poner el motor para ayudar la marcha y una hora más tarde, escuché un pafpafpaf… el ruido del motor me anunciaba un nuevo inconveniente.
Ahora era el turno del motor en hacerse la vedette de la travesía.
Intenté volver a encender el motor pero nuevamente un pafpafpaf. Pensé de inmediato en un problema con el gasóleo. Como el medidor de nivel del tanque no funcionaba desde del rayo guatemalteco, no podía darme cuenta si el percance era por falta de gasóleo o no. Razoné y concluí que podía agregar un par de bidones de combustible y seguramente volvería a arrancar. Pero no fue así, siguió el pafpafpaf. Terminé casi agotando la batería de arranque. Era una muy mala noticia. Seguiríamos totalmente a vela y teníamos que llegar en menos de una jornada.
Por suerte parecía que las olas nos empezaban a acompañar y yo les pedía que nos ayudaran con condiciones favorables, al menos hasta el atolón donde podríamos descansar y analizar como seguir.
El mar estaba bien orientado y el ánimo iba regresando a la normalidad a medida que tragábamos millas y nos faltaban unas horas para llegar.
Finalmente nos presentamos en la passe de Fakarava norte, la más ancha, casi antes del atardecer. El timing fue justo, pero no nos dejó mucho margen. Había escuchado que para pasar una passe, el factor fundamental era el macareo (las olas que se producen por oposición entre la bajada o subida de la corriente saliente o entrante y la marea exterior a la laguna del atolón).
La falta de experiencia no me permitió juzgar con seguridad, por lo que debí confiar en mi intuición, en observar la corriente y apuntar bien al centro de la passe, para no dejarnos arrastrar hacia el recife.
Pasamos bien y pudimos entrar, debo reconocerlo, con la ayuda de las olas. Parecían haberse convertido en nuestras aliadas.
Sin embargo tuvimos un nuevo percance al llegar al fondeo en la aldea de Rotoava. El enrollador del génoa se había trabado y no lograba enrollar toda la vela delantera por lo que me era imposible maniobrar para largar el ancla en el lugar elegido. Después de dar varias vueltas, me resigné a pedir ayuda a gritos a algún navegante de los que estaban fondeados. Claude, capitán de un catamarán, escuchó el llamado de ayuda se solidarizó y salió a darme una mano con la maniobra. Esa noche dormí como un angelito … después del temporal, con sus alas mojadas!
Al día siguiente, Claude me asistió para volver a hacer arrancar el motor y permitirme continuar la travesía y llegar a destino. Un gran tipo.
La Serendipidad, ese vocablo tan en voga en estos tiempos, me lo envió en ese difícil transe, o será mi ángel de la guardia que me lo puso en el camino …
Claude resultó ser un joven retirado, cuya especialidad era la mecánica, o sea que de motores conocía como yo de dulce de leche. Además, en un catamarán se tiene espacio para acarrear material y herramientas y el amigo tenía todo lo que se pudiera necesitar. Destapamos el conducto de llegada del gasóleo, obturado por la amalgama causada por las bacterias en el combustible, con una botella de aire comprimido. Un Mc Gyver de lujo que para todas las ocasiones tiene un remedio y un método apropiado.
Para mí resultó antes que nada, una persona generosa, amable, disponible y de un temperamento servicial sin solicitar nada a cambio. Es bueno encontrar esa clase de gente en circunstancias a veces desesperadas. Nos reconcilian con lo mejor de la sociedad, pero lo más importante es que estas situaciones sean la ocasión para crear una valiosa amistad que trascienda el favor circunstancial.
No tenía mucho tiempo que perder, así que puse rumbo definitivo a la isla de Tahití.
Me quedaban sólo 48 horas o perdería mi vuelo a Francia.
Tuve suficiente viento y la alegría mayor se me dio cuando al llegar a la Passe de Tahití, extenuado y con ganas de arribar, me escortó una manada de delfines como para coronar simbólicamente la llegada. Una gran emoción me inundó el espíritu, como cuando llegué a Pointe à Pitre, Guadalupe, un 2 de abril de 2016.
Dejé el Clinamen en la zona de fondeo entre la marina de Taina y el hotel Intercontinental. Claude me había dado el dato de un muchacho de confianza que cuidaba barcos de gente como yo que debía marcharse por un tiempo y dejarlos en custodia. Llegué justo a tiempo a Papeete para guardar todo, poner un mínimo de orden, hacer el checkin y al otro día, en la madrugada estaba volando a Francia. Me costaba creerlo.
De regreso en París, además de las prioridades profesionales, me embebí en una misión superior, ocuparme de la regularización del amigo Xin Ping como refugiado político.
Recorrí las distintas reparticiones de la administración burocrática francesa y también me recibieron en la Delegación de la Polinesia. Me fue muy difícil explicar la situación vivida por él tras la huida de su país y posteriormente el rescate en el Clinamen.
Con gran esfuerzo obtuve un resguardo provisorio gracias al cual Xin Ping podría presentarse a la Gendarmería de Hiva Oa para registrarse. A partir de ese logro mayúsculo, tomé impulso para solicitar un visado especial para Lea, presentándome como garante.
En el mes de junio recibí ambos documentos firmados por la Delegación de la Polinesia y el representante del estado francés, algo así como el Prefecto o enviado del Presidente de la República.
De inmediato le envié un whatsapp a mi amigo Xin Ping y se emocionó hasta las lágrimas, según me respondió, conmovido. Necesitaba ahora que le hiciera un último favor fundamental, que le sacara el pasaje a Lea, lo que hice ese mismo día.
Me sentí muy feliz por haber podido aportar algo de mi oleaje personal en la historia de la pareja de Lea y Ping.
En el verano, Lea volará de Hong Kong hasta Papeete en un vuelo interminable de 22 horas con 3 escalas, pero para ella esas horas serán olas hacia la felicidad junto a su amor.
Yo, todavía no he regresado con el Clinamen a las islas Marquesas todavía, porque los vientos nunca me fueron propicios para retornar hacia el noreste y he preferido por ello, realizar otros programas de navegación más cercanos a la isla base de Tahití. Sin embargo, me repito seguido que ya las olas me retornarán a Tahuata y podrá recrearse un día esa hermosa imagen soñada por Xin Ping. El Tío Clinamen regresará a la playa de la palmera y será bienvenido por Lea, sus dos hijos y el tenaz y valiente Xin Ping.
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Lea esperó durante 2 días que Xin Ping, su prometido, regresara de la Universidad. En los tiempos de las protestas, los estudiantes más politizados, militaban tanto como estudiaban. Las universidades en China son sumamente exigentes y una de las armas del régimen político contra los activistas es hacerlos fracasar en sus estudios para que se vean obligados a abandonar su carrera. Xin Ping era un buen estudiante, pero al mismo tiempo estaba comprometido con el deseo de luchar por una Nueva China. Quería modernizar al régimen desde adentro, obtener victorias democráticas que les permitieran sentirse más libres en el gran país que los vio nacer. Xin Ping no aspiraba a emigrar como muchos estudiantes que solicitaban becas en Estados Unidos o Europa. Quería fundar su familia cerca de sus padres y desarrollar una empresa con la que tener una situación económica razonable. Lea y su novio ya habían hablado de tener un hijo en cuanto pudieran adquirir una vivienda propia cerca del centro de la ciudad.
Fueron 48 horas angustiosas, pero peor fue lo que vino después. La madre de Xin Ping vino corriendo a ver a Lea para contarle lo que había escuchado por la mañana en el mercado. Las clientas y los tenderos discutían sobre las últimas protestas estudiantiles y las consecuencias de la represión del gobierno. Una gran cantidad de estudiantes había sido detenida y después de sumariarlos los ponían en prisión preventiva. A otros los habían asesinado y sus cuerpos habían desaparecido.
Lea entendió el mensaje desolador que le estaba transmitiendo su futura suegra. Si no tenían ninguna noticia de Xin Ping, podría ser que estuviera detenido o peor aún, muerto.
Durante varios días, las mujeres no cesaron de recorrer las oficinas gubernamentales para intentar conocer el paradero de Xin Ping. Si estaba preso sería casi un alivio para ambas. La peor situación era terminar el día sin noticias…
Un mes después de las protestas, Lea había establecido contacto con todos los amigos de Xin Ping que estuvieron con él el último día. El testimonio más preciso daba cuenta de su presencia cerca del puerto. Nadie lo había visto detenido ni en las inmediaciones donde hubieron más víctimas mortales.
Todos los días, Lea esperaba que Xin Ping apareciera contándole que había logrado esconderse y que había esperado el momento para salir nuevamente a la superficie. Visitaba a diario a la mamá de su prometido para darse ánimos mutuamente.
Cuando los padres de Lea, que eran originarios de una zona agraria de la provincia de Wuhan se trasladaron a vivir a la ciudad, sus hijos eran aún pequeños. Lea, la mayor de los tres, ayudaba a su madre con la huerta y con el cuidado del hermano más pequeño, cuando su madre no regresaba a tiempo a la casa, en épocas de cosecha. Eran una familia numerosa en China. Después del abandono de la regla de un hijo por pareja, como su primogénita había sido mujer, el padre había insistido a su esposa con tener otro hijo, deseaba que fuese un varón. Y así fue, llegó Chang, que fue muy festejado porque nació en el período de mayor crecimiento de la economía china. Todo era expansión tecnológica, las ciudades se desarrollaban a fuerza de rascacielos y todos los días, el país asiático registraba nuevos récords de exportaciones y de nuevos grupos industriales millonarios.
En las zonas agrarias el desarrollo no se vivía al mismo ritmo. El tercer embarazo de la mamá de Lea fue inesperado. Las autoridades comunales no lo acogieron muy bien, mantenían aún ciertos conceptos de control de natalidad. Una familia de 5 no era muy aceptada en la aldea, sobretodo por los ancianos, que habían conocido las épocas represivas de la Revolución Cultural. La madre debió incrementar sus horas de trabajo en el campo y depender de la ayuda doméstica de Lea, quien se hizo muy responsable desde pequeña.
El padre fue criticado por su entorno y en lugar de recibir más ayuda y apoyo de sus colegas, recibió reproches y discriminación en su progresión profesional. Él se desempeñaba como contable en una cooperativa cerealera. Antes de tener su tercer hijo, era el administrativo mejor valorado por los directivos y parecía tener un puesto asegurado en el comité comunal. Al ser padre por tercera vez, fue como si se habían apartado de los estrictos parámetros de esa sociedad. ¿A quién habían consultado antes de agrandar el núcleo familiar a 5 ?
Las jornadas eran largas para los dos padres y cuando estaban todos juntos, compartían el cansancio. Se movían lentamente, el ritmo era cansino y a la hora de la cena, se hablaba poco en la mesa. Los niños debían esperar a que el padre hablara antes de ellos hacerlo por lo que si él no habría la boca, los niños comían mirándose cómplices, pero ninguno pronunciaba ninguna palabra.
Cuando la Cooperativa decidió seguir los planes de reestructuración de la administración central, el padre fue despedido sin mayores explicaciones. El régimen comunista oficial, ejecutaba despidos sin miramientos ni indemnizaciones. La familia se vio obligada a emigrar a la ciudad.
La difícil situación familiar, obligó a la madre de Lea a apoyarse en su ayuda para todos los quehaceres domésticos.
Vivían en la misma casa desde que habían llegado a la ciudad. Ocupaban los 5 amontonados un apartamento de un solo ambiente.
En la infancia había sido divertido pero al inicio de su adolescencia se le hacía complicado. Lea soñaba con tener su rincón privado, no soportaba que sus hermanos la miraran de reojo cuando se cambiaba, que le hicieran bromas sobre sus senos que iban tomando forma.
No podía invitar a nadie, prefería ir a la casa de sus amigas o quedarse hablando en la calle. Su decisión de ingresar a la universidad no era tanto académica sino más bien de sobrevivencia, de tener un espacio propio alejada de sus padres y hermanos.
Conoció a Xin Ping en la primera reunión de comité estudiantil a la que participó. Le llamó la atención ese muchacho callado y observador, que de vez en cuando pedía la palabra para decir algo que la audiencia siempre apreciaba. Cada propuesta que planteaba era aceptada por la concurrencia. No parecía tener temperamento de líder, pero a Lea le pareció un chico muy equilibrado y con una audacia tranquila. A ella le gustaba su personalidad. Sus miradas se cruzaron las y ella le sonrió. Él le devolvió la sonrisa con un gesto tenue con los ojos. Al terminar la reunión cuando estaban despidiéndose de los compañeros conocidos, Xin Ping se acercó por detrás a Lea y le tocó suavemente el hombro. Ella se dio vuelta sorprendida y él se presentó. Le hizo una pregunta relacionada con lo discutido en la reunión, pero ella le respondió algo aturdida, para salir del paso. Él le ofreció su mejor sonrisa y le preguntó directamente si aceptaba ir a tomar algo con él. Fueron a una cafetería cercana, muy frecuentada por los estudiantes.
Lea observó lo popular que era Xin Ping entre sus amigos, conocidos y estudiantes que lo frecuentaban en las reuniones. Su templanza y calidez eran muy apreciadas, así como también sus propuestas y la forma de plantear los problemas. Con su estilo pragmático y positivo, transmitía convicción en sus ideas y lograba consenso.
Ese día, antes de terminar la tarde, Lea se enamoró de Xin Ping. A él lo había seducido la sonrisa franca de la joven compañera. Ella le transmitía una personalidad firme, responsable e íntegra. La acompañó hasta su casa mientras ella relataba toda la historia de su familia y de cómo habían llegado a la ciudad. Al llegar, ella no lo invitó a pasar, le explicó su situación familiar. Sus hermanos aún adolescentes, la molestarían mucho si entraban. Al despedirse, Lea le hizo un gesto para evitar que él le diera un beso, prefería una despedida formal, por si la estaban observando pero le dijo donde podían encontrarse al día siguiente.
A partir de ese día no dejaron de verse hasta el incidente de las manifestaciones y de la huída de Xin Ping. La casa donde vivía Xin Ping con los suyos era más amplia y no vivían hacinados sino cómodamente, con suficiente espacio para que cada integrante de la familia tuviera cierta privacidad. La madre de Xin Ping se encariñó con Lea desde el primer día que la conoció. Le dijo a su hijo cuánto le gustaba esa chica. Lea era atenta, inteligente y cariñosa, pero con temperamento. Sería una excelente compañera para su hijo, ella como madre estaba segura. Le agradaba tanto su joven nuera que a criterio de su hijo, la madre le robaba demasiado tiempo para estar con su novia. Por un lado le producía cierto orgullo que su madre se hubiere entendido tan bien con la mujer que amaba y por otro lado, a veces se la tenía que arrancar de su atención absorbente.
Pasaron casi dos meses hasta que Lea recibió un mail escrito en inglés y proveniente de una persona desconocida. Una tal Sara Huong, la saludaba desde la Polinesia Francesa. Sara le contaba en unas líneas, que era de origen chino y había tenido la suerte de conocer a su novio que había estado visitando la isla de Tahuata, dónde ella vivía. El correo no decía mucho más, como para no llamar demasiado la atención. Sólo intentaba darle la pista a Lea de que Xin Ping estaba vivo.
Lea contestó inmediatamente para obtener más detalles. Llamó a la madre de Xin Ping y le contó que había recibido un extraño mail. Lea interpretó que era una señal clara de que Xin Ping estaba con vida, pero no entendía mucho más. La esperanza había renacido y sólo quedaba aguardar un nuevo correo aclaratorio.
Al día siguiente recibió otro mensaje, pero esta vez de un francés, un navegante que decía haber rescatado a Xin Ping en el Océano Pacífico y que conocía su paradero, pero que por el momento no podía decirle nada más.
Xin Ping al disponer de la computadora de Sara pensó en conectarse a su cuenta de correos para enviarle él un mensaje a Lea y a su madre, pero razonó que seguramente sus comunicaciones estarían vigiladas e intervenidas. Por esa razón le solicitó a Sara que fuera ella quién escribiera a su novia, dándole solamente unos indicios.
Xin Ping había guardado celosamente mi dirección de mail y me escribió también de inmediato indicándome su paradero. Se encontraba en la isla de Tahuata y decía dónde lo podía encontrar. Estaba sano y salvo, vivía por el momento bajo la protección de Sara Huong, en un cuarto del almacén de Vaitahu. Deseaba como pocas cosas en el mundo, estrecharme pronto en un fuerte abrazo. Me debía su vida y ahora que se sentía a resguardo le era muy importante poder decírmelo y mejor en persona. Me envió la dirección electrónica de su novia, Lea, y me pidió que le escribiera de su parte, que en un corto mensaje le contase que yo lo había rescatado en el mar y que se encontraba bien, pero sin decirle el lugar, por si la casilla de correo de Lea estuviera bajo control.
Ping durmió mucho mejor esa noche. Cerró los ojos pensando en que pronto vería a Lea y que todas las penurias pasadas no habían sido más que una pesadilla.
Apenas se durmió, soñó que estaba viviendo en una playa de arenas blancas, cuidando una huerta, a la que había devuelto toda su productividad. La cabaña abandonada y destartalada se había convertido en una humilde pero bien restaurada casita de madera, chapa y hojas de palmera. La había arreglado íntegramente él mismo, cuando la dueña del terreno le había dado su autorización. Estaba cosechando unas papas y unas batatas que se daban muy bien en ese suelo arenoso, cuando escuchó a sus dos hijos gritar con algarabía que el Tío Clinamen, como me llamaban, había entrado en la bahía. Xin Ping se levantó y vio a su mujer, espléndida, feliz, saludando en dirección de la playa al barco que estaba echando su ancla.
A la mañana, Xin Ping se despertó descansado, hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien. Miró a su alrededor, recién despuntaban las primeras luces. Eran las 5 de la mañana, hora de empezar a preparar la apertura del almacén. Plegó el catre y las sábanas que le había prestado su amiga Sara. ¡Qué bendición había sido encontrarse con una persona tan solidaria, amable y comprensiva! Pensó que en realidad, desde su rescate, había tenido muy buena suerte. Las pocas personas con las que se encontró fueron de una ayuda excepcional. Ahora que había podido escribirle a Lea, se sentía un hombre realmente afortunado, pese a las desgracias sufridas desde que había huido.
Se puso rápidamente en marcha, sin perder tiempo, quería volver a conectarse para ver si había recibido respuesta de Lea. Antes debía dejar todo listo para que cuando Sara llegara, no lo regañara.
Como cada días, Sara llegó a las 5 y 45. A las 6, la tienda recibía sus primeros clientes tempraneros. Saludó a Xin Ping y lo notó más sonriente y descansado. Encendió la computadora y su amigo se mantuvo a su lado, estaba ansioso por recibir un mail. ¡Tenía una respuesta de China! Y también recibió mi contestación en la que le decía que estaba muy feliz de saberlo con vida y le contaba que me encontraba aún en la isla de Nuku Hiva, en la maravillosa bahía de Anaho. Había temido realmente por su desaparición en el mar y le prometía que pronto vendría a verlo a Vaitahu.
Sara, como responsable de la tienda le sonrió cálidamente, pero con amabilidad le dio a entender que no era el momento de responder. Le prometió que le dejaría hacerlo en cuanto cerraran el negocio para la pausa del mediodía.
Para el alma inquieta de Xin Ping, Esa mañana transcurría con una lentitud insoportable. No dejaba de mirar el reloj porque tenía la impresión que las horas duraban más de lo normal.
A las 11 y 30, hora del almuerzo, Sara no necesitó llamar a su amigo, él estaba delante suyo esperando la orden de cerrar la cortina del depósito.
Se sentaron nuevamente en la computadora y Sara ofreció abrirle una cuenta de mail propia y con un nombre nuevo. Así se podría comunicar con los suyos, sin depender de ella y evitando usar su cuenta china, que debía estar intervenida. Escogió llamarse Wang Li y desde esa nueva identidad le volvió a escribir a Lea, citándole un par de detalles íntimos por los que ella sabría que podía confiar que era Xin Ping, su enamorado.
Al terminar la jornada, podría disponer de la computadora para comunicarse con su nueva cuenta, pero Sara le rogó que se abstuviera de usarla para cualquier otra cosa. Vairae le había prohibido a ella usar la computadora para asuntos personales.
Al final de la tarde, Xin Ping retomó sus correos. Había recibido una respuesta emocionadísima de su querida Lea. Era muy directa y elocuente, le rogaba que hicieran hasta lo imposible por volver a estar juntos. Sin despertar sospechas en relación con su desaparición y su nuevo paradero, ella había preguntado en el comité estudiantil en el que militaban, de qué formas podía viajar al exterior. Lo que había podido averiguar era que se necesitaba bastante dinero para obtener una suerte de salvoconducto y salir como turista desde Hong Kong hacia Europa, Australia o Estados Unidos. El gobierno central estaba dejando salir a jóvenes disidentes como forma de descomprimir la tensión política. Aunque ella no estaba fichada, o al menos eso suponía por no ser activista, era mejor extremar las precauciones.
Xin Ping le informó por un lado, cómo acceder a su cuenta de ahorros en China, advirtiéndole que no eran más que escasos. Por otro lado, le contó que recién empezaba a trabajar en la isla y no podía pedir un adelanto. Escribió también unas líneas para sus padres, tranquilizándolos y pidiéndoles si podían ayudar a Lea con algo de dinero para poder viajar a su encuentro. Sabía que les estaba pidiendo un sacrificio importante, ellos no estaban muy holgados económicamente en los últimos meses. Desde que habían estallado las protestas, su comercio no andaba bien y con la pandemia, los ahorros se fundían como la nieve en primavera.
Al otro día tenía la alegría de tener noticias de su madre y un abrazo de su padre. En cambio, Lea le comentaba que la situación económica no permitía costear los gastos de un viaje desde China a un destino tan lejano como la Polinesia. Y también se presentaba el problema de los visados y de las restricciones sanitarias. China estaba cerrada para muchos países y otros como Australia, directamente se habían cerrado ellos mismos, suspendiendo los vuelos turísticos desde y hacia todos los destinos.
Lea no quería ni podía renunciar a su vida con Xin Ping ahora que sabía que él la estaba esperando.
Las protestas estudiantiles cesaron durante la pandemia y el gobierno aflojó la persecución política, concentrándose en la seguridad sanitaria que era la mayor preocupación mundial.
Lea y Xin Ping se escribían a diario y éste le contaba con lujo de detalles lo que hacía en su nuevo hogar, la vida de cada persona del pueblo que conocía y los planes que tenía para cuando pudieran verse.
Además, Xin Ping le contó del día de nuestro reencuentro, la enorme emoción del prolongado abrazo. Xin Ping saltaba de alegría y repetía palabras en su idioma que sólo él y Sara entendían. Esa noche lo invité a cenar en el Clinamen y cuando subió nuevamente al barco se postró besándolo en agradecimiento profundo.
Yo debía emprender pronto el regreso a Francia y le prometí a mi amigo que haría todo lo posible para ayudar a Lea a conseguir un visado para reencontrarse con él, pero había más de una dificultad, ya que él mismo debía iniciar antes un proceso como refugiado político. Yo era su principal testigo pero mientras averiguara todos los trámites por realizar, era mejor que él se quedara en esta pequeña isla donde ya todos sus habitantes lo habían adoptado.
Por razones de seguridad, siempre dispongo de 2 celulares y como ya estaba en la última etapa de mi viaje, le obsequié uno a mi amigo para que pudiera conectarse con autonomía, sin depender de la computadora del almacén. Lo primero que hizo Xin Ping fue descargar la aplicación WeChat, equivalente chino de Whatsapp, y llamar a Lea para que yo la conociera antes de zarpar.
Lea respondió con sorpresa, algo de miedo, pero después de unos segundos de emoción y lágrimas, se le notaba la cara de dicha. Era delgada, su cabello negro, lacio y largo, recogido prolijamente detrás, mostraba su dulce rostro emocionado.
Me pareció algo tímida, quizá por mi presencia. Su inglés no era muy bueno así que no pudimos conversar demasiado.
Yo me alejé, dejando a los dos enamorados solos en su primer encuentro cara a cara desde hacía tanto tiempo.
Marjo se sentía muy desalentada. Por momentos pensaba estar convencida de que una oportunidad no hace a una vida. Sentía que no debía desilusionarse tanto por no haber podido encontrar a ese tipo que nunca había visto. Tan sólo había escuchado una conversación a sus espaldas y su imaginación o su anhelo de un gran amor, la habían hecho soñar en que ella podía ser esa elegida por el destino. Para darse ánimos se consolaba diciéndose que si ése debía ser su amor, aquel del que habla la canción, hubiese recibido un gesto, una señal, se hubiese dado vuelta para verlo y entablar una conversación que durara para siempre. No se dio así, el tipo se levantó y se fue con sus amigos sin siquiera notar la presencia de Marjo.
Si no se volvieron a cruzar más tarde, en los múltiples lugares posibles donde coinciden la gente de barcos, es que esa relación no era para ella. Era una simple ilusión que había crecido una noche de porros y melancolía. Debía dejar de pensar que era una oportunidad perdida. ¿Por qué embarcarse emocionalmente en una historia que nunca había tenido ni tan siquiera un punto de inicio?
Una oportunidad lleva implícita la noción de elección, de libre albedrío, de tener la opción de tomarla o dejarla. Marjo no tuvo ninguna opción. Es más, ella forzó, por romanticismo atávico quizá, una ilusión de una oportunidad que no debía dejar pasar, pero que no revestía visos de realidad.
Muchas veces confundimos al azar o a las coincidencias, con oportunidades que se nos presentan en la vida. La llamada suerte, el azar, se presenta sin opciones, se deja caer, no nos solicita protagonismo ni acción. En el mejor de los casos puede emparentarse con una oportunidad, cuando requiere nuestra aceptación.
Lo que “nuestra estrella, nuestro destino” ofrece a nuestro libre arbitrio son las opciones oportunas, fugaces, las que nos llevan a decidir por un rumbo u otro. Es el reino de la intuición que guía a la libertad del Clinamen, ese concepto primitivo que los primeros griegos habían descubierto para contrarrestar el determinismo reinante.
Hay quienes no saben o no quieren escuchar su intuición, su voz interior que define al Clinamen. Prefieren actuar por pura racionalidad y conservadurismo. Si toda la información de que disponen no lleva a una conclusión evidente, prefieren siempre dejar pasar las oportunidades de volar. No se preguntan por qué los pájaros vuelan. Ante la duda, eligen no elegir, escogen la inacción, la preservación. Prefieren errar por omisión que por haber cometido un error.
Marjo sentía que el viajar la confrontaba a menudo a estas dos nociones de tomar o dejar pasar. Cuando se encontraba bien y serena en su interior, estaba segura de que la felicidad no consistía en tomar el camino seguro sino en correr el riesgo del error, arrancar el vuelo sin razón aparente. Una intuición íntima le permitía sentirse libre, feliz, viva.
Un día escuchó o leyó una frase que la marcó: “deja de ser un contable de hechos acertados y conviértete en un aventurero de la vida.”
Se embarcó en un catamarán que partía hacia Tahití. Fueron tres días de navegación sin mayores inconvenientes, ni muchas tareas que realizar a bordo. Hicieron una escala en el atolón de Fakarava, en el centro del archipiélago de las Tuamotu. Durante la travesía dio muestras cabales de su saber navegar, de su excelente disposición a bordo y se mostró incluso afable y divertida. Eran tres a bordo. Jean-Michel, el capitán, Richard, un joven viajero que había mentido un poco sobre sus conocimientos y capacidades como tripulante, y Marjo. En el mundo de la vela de recreo, sobre todo en actividades como los charters para vacaciones náuticas, hay un machismo latente que no siempre se expresa. Eso implicaba que el joven Rich sería el marinero y que Marjo, se ocuparía de la cocina durante la travesía. El plan inicial no la incomodó, sabría ocupar su lugar en el viaje. Sin embargo, Jean Michel, experimentado capitán de charters, vio actuar a sus tripulantes en las primeras maniobras y al segundo día invirtió los roles. Marjo pasó a cubierta como marinera y el joven Rich se ocuparía de los quehaceres domésticos.
A Jean Michel le agradaba mucho la presencia de Marjo, estaba siempre atenta y dispuesta para las maniobras. No tenía que repetirle dos veces la misma orden y colaboraba con reflexiones, comentarios e ideas para hacer las cosas de la mejor manera a bordo. Era ágil, habilidosa y él la encontraba bastante atractiva.
Una noche en la que ella estaba cumpliendo su cuarto de guardia, el capitán se levantó y salió a cubierta. Era un espectáculo maravilloso de estrellas. El cielo puro en medio del océano, en el punto más alejado de toda civilización y polución ambiente. Después de admirar la escena por unos segundos, buscó a su tripulante que estaba ausente del puesto de comando.
En la oscuridad de la proa distinguió una pequeña lucecita que no era ni un lucero ni plancton iluminado por el movimiento del agua. Ahí se encontraba Marjo, fumando en silencio.
Al capitán no le gustaba que se fumara a bordo, pero la imagen por demás melancólica y en perfecta armonía con el momento ablandó lo que iba a ser una reprimenda. Se acercó a su marinera y al llegar se dio cuenta que ella había estado llorando. Le preguntó si estaba todo bien y ante el mudo asentimiento de la mujer, Jean Michel entendió que era preferible dejarla tranquila y disfrutar de este particular instante que les regalaba la noche. Regresó al cockpit y tomó anticipadamente el cuarto de guardia que le correspondía en unos 45 minutos.
No se quedaron mucho tiempo en Fakarava, hicieron provisión de agua y de comida fresca; el capitán habló con la compañía de charters para confirmar su próximo contrato y dispusieron de un par de días para ir a nadar y bucear en la passe de Fakarava Sur. Desde allí salieron nuevamente al océano y emprendieron los últimos dos días de navegación hasta Papeete.
El día antes de la llegada un pensamiento carcomía el espíritu del capitán. Marjo se había comportado como una de las mejores tripulantes y a él le intrigaba saber qué haría ella al finalizar ese viaje. Cada vez que hablaban durante las comidas que compartían, Marjo se mostraba renuente a decir sus planes futuros y hasta algo taciturna.
La última noche, Marjo fue a reemplazar de guardia a Jean Michel pero éste no se retiró de inmediato. Con la excusa de contarle cómo había estado la noche, se fue quedando…
Jean Michel le propuso a Marjo quedarse como tripulante en su próximo charter. Los clientes, eran una pareja con un niño pequeño que habían contratado dos semanas para el clásico periplo de las islas de la Sociedad o îles sous le Vent. Solo necesitaba un tripulante para ese viaje y él estaba muy contento con Marjo.
Ella no estaba segura de querer aceptar. El era muy correcto y gentil con ella, la respetaba y sintió que si le proponía el trabajo era que estaba satisfecho por su capacidad como marinera. Se sintió orgullosa de ser demandada pero no quiso aceptar de inmediato. Quería asegurarse de que en la proposición no hubiera una doble intención de parte del capitán. El tenía novia en Papeete. Marjo pensó que esperaría a que el tipo se volviera a encontrar con su pareja al regreso a puerto, de esa forma habría menos riesgo de emociones confusas.
Le respondió que cuando llegase a Papeete, esperaba una respuesta sobre una oportunidad laboral como maestra y que si le salía iba a privilegiar volver a su vocación de trabajar con niños. Le daría una contestación definitiva al día siguiente de su arribo a Tahití.
Llegaron a la marina en medio de la tarde. Al capitán lo esperaban la gente de la agencia y su novia con un bebé en sus brazos. Paradójicamente, esa “foto de familia“ le cayó muy bien a Marjo. Encajaba con el personaje del capitán, prolijo y respetuoso. Así se había comportado siempre con ella. El tipo le resultaba muy agradable pero no terminaba de ser “su tipo”. Pese a ello, o quizá gracias a eso, pensó que si no le salía el puesto de maestra, una misión de 2 semanas en un charter le podía ayudar para su economía de subsistencia.
Al día siguiente, recibió la respuesta negativa del empleador y fue directamente a la marina a dar el ok a Jean Michel. El capitán estaba limpiando la cubierta y cuando vio venir a la rubia, se alegró mucho, deduciendo que venía a darle una buena respuesta. En efecto, ella le dio el si desde el pontón y él como forma de bienvenida le extendió el cepillo para limpiar la cubierta blanca. Se rieron y él la ayudó a subir a bordo y a acomodarse.
El primer charter se realizó sin ningún inconveniente y fue de lo más placentero. El entendimiento entre Marjo y Jean Michel era ideal, nunca un tono subido de voz, hasta se adivinaban los pensamientos! Los pasajeros, la pequeña familia de tres eran de una amabilidad y discreción que a veces era dificíl maniobar el barco sin tener la sensación de perturbarlos.
A ese primer contrato le siguieron tres más. Hubo algún desperfecto que arreglar, alguna situación tensa que gestionar pero el capitán y Marjo nunca tuvieron una pelea o intercambio tenso o subido de tono.
Iban a ser tres meses que navegaban juntos y la asociación parecía rendir buenos frutos. En la última noche de travesía, volviendo de un charter a Rangiroa, Jean Michel volvió a despertar durante la guardia de Marjo. Era una noche de luna llena y el aire estaba especialmente agradable. Se acercó sigilosamente, para no despertar a los turistas y comenzó a explicar a Marjo lo bien que se sentía navegando con ella. Que nunca se había entendido mejor con un tripulante que como le resultaba con ella.
Marjo veía que la conversación podía desviarse hacia otro terreno y mientras lo escuchaba, intentó cuestionar sus propios sentimientos. Era cierto que ella también se encontraba muy a gusto y que el tipo le resultaba atractivo, pero cada reflexión le devolvía la imagen de la novia con el bebé en brazos. No quería ser la causa de un drama familiar.
Cuando sintió que Jean Michel acercaba su rostro como nunca lo había hecho antes, se giró y sin voluntad de rechazarlo completamente, le puso su mano en los labios y le dijo que sentía mucho no poder corresponderle en esa forma. Hacía 2 días que había escuchado en el playlist de los turistas la canción de la palmera, que coincidencia! Eso le había hecho pensar en que probablemente había llegado el momento de regresar a Europa y retomar la búsqueda de trabajo como maestra, que era su vocación desde chica.
Le contó a Jean Michel cuáles eran sus planes y que sin ánimo de ofenderlo, pensaba dejar los charters. No le dio más explicaciones. Se levantó y con un beso en la frente le deseó buenas noches y se retiró a su camarote.
Le daba mucha pena dejar el Fenua, el Territorio, como llaman los locales a la Polinesia. Había pasado momentos muy lindos pero sentía que su nuevo rumbo estaba en tierra. Quería reencontrarse con su madre que hacía mucho que no veía. Pensó en algunos amigos a los que llamaría y que le daría mucho gusto volver a ver y consiguió un billete de regreso.
No se sentía desanimada por regresar a Francia pero un dejo de tristeza acompañaba su espíritu mientras hacía la cola de la compañía French Bee, en el exótico aeropuerto de Fa’a. Quizás podría describir su ánimo como ligeramente decepcionada, porque muchas veces pensó que aquí se quedaría hasta el final de sus días. También estaba algo cansada de andar sin certeza, sola y sin un sentimiento legítimo de amor por alguien. A quiénes había amado la habían desilusionado y a quienes la habían querido a ella, los había rechazado con alguna justificación.
Durante los primeros 10 días en Francia, se dedicó a ver a su familia y a sus amigos más entrañables que estaban felices de haberla recuperado para ellos. Pero a ella todavía le costaba encontrar con quién hablar sobre los sentimientos que tenía, que seguían dando vuelta sin precisión, sin hacerse conscientes y manifiestos.
Finalmente, llegó el día de su primera entrevista de empleo para un establecimiento de educación privada. Era una escuela del método Montessori, una pequeña institución formada por un grupo pedagógico original y destinada a una clase media urbana con alto poder adquisitivo. En comparación con las escuelas que había visto al otro lado del mundo, el contraste era muy fuerte.
Esperó unos minutos en la sala de espera y la recibió un hombre que le pareció haber visto antes. Era apuesto, pero no por eso le daba esa impresión de déjà vu. Había un aire, algo… lo siguió hasta la sala de reuniones y hasta la forma en que el caminaba le resultó familiar. El se presentó y extendió su tarjeta, el nombre la iluminó. Era Robert, aquél joven del autobús de su infancia. Todos los detalles que le habían llamado la atención se confirmaron en un instante. Estaba emocionada.
Mientras él le explicaba los requisitos del trabajo y las normas de la escuela, ella sólo escuchaba sus recuerdos. Reconocía todo en él, ciertos gestos que no cambian en el rostro adulto. Todavía tenía el temple que portaba de adolescente, pero con la madurez que le confería la edad. Marjo intentaba disimular su falta de atención y con gran entusiasmo contenido le dejó entender que le parecía que se habían conocido con anterioridad.
El entrevistador aclaró que no la recordaba y que su nombre no le daba mayores indicios. Era normal, ella nunca había tenido la ocasión de darle su nombre en el autobús. Algo molesto por la situación, Robert releyó el curriculum y admitió que conocía el colegio al que ella había ido porque en su adolescencia él vivía no muy lejos de allí. Le aclaró que él sólo se ocupaba del reclutamiento, que no era parte de la empresa en donde se ofrecía el puesto vacante. Marjo procuró volver su ánimo hacia la formalidad de la reunión y terminó la entrevista serenamente haciendo valer sus experiencias de vida así como los estudios pedagógicos que había seguido antes de marcharse de viaje.
A los 2 días recibió un llamado de Robert en el que le indicaba que él había dado su opinión conforme y que ella tenía buenas posibilidades de ser contratada. También le comentó que existía otra oportunidad laboral en la Costa Azul, un puesto equivalente y en un lugar que a ella le podía interesar más, un pueblito cerca de Aix en Provence. Le propuso encontrarse al día siguiente para tomar un café ya que luego él regresaba al sur de Francia dónde vivía habitualmente. El quería explicarle el puesto de trabajo y el proyecto del sur, antes de que ella escuchase la proposición definitiva de la escuela parisina. Ella aceptó encantada, no lo podía creer.
Se dieron cita a las 11 y se encuentran tan a gusto que él le propone almorzar juntos después de haberle explicado el proyecto provenzal. Ella le cuenta por qué le había dicho que creía conocerlo la primera vez que se vieron.
Pasan toda la tarde charlando sobre los recuerdos de la infancia común. Ella le cuenta, desahogándose, sobre la decepción de aquél último día en el autobús y ambos relatan la historia de sus vidas.
A las 4 de la tarde, él debe marcharse para tomar el tren de regreso al sur. Al despedirse, la toma suavemente de los hombros y le propone aceptar la oferta del sur. Bajando la voz, como para reforzar la intimidad de la propuesta, le confiesa que de esa manera se darían la chance de conocerse más.
Marjo sopesa la oportunidad delante suyo y decide en pocos segundos no dejar pasar otro autobús…
Consiente moviendo la cabeza y se dan el primer beso.
Una semana más tarde, Robert la espera en la estación de tren de Aix, se abrazan como si lo hubieran hecho siempre y se prometen no separarse más. Ella le sugiere que en una de las muchas lunas de miel que pasarían juntos, le gustaría ir a Tahuata, a visitar a su palmera de doble cabeza.
Karen y Marjo se despidieron de Xin Ping en el muelle de cemento donde atracan los botes auxiliares. La aldea de Vaitahu, en Tahuata, da sobre el mar pero no tiene un embarcadero muy protegido. No parece ser un pueblo de pescadores, al lado del muelle hay una cámara de frío toda desmantelada y con pinta de llevar mucho tiempo sin funcionar. Quizás porque Tahuata está tan cerca de Hiva Oa, no desarrolló muchas tiendas ni servicios.
La población de toda la isla es de unos pocos centenares y en Vaitahu deben vivir 50-60 personas, se conocen todos, muchos son parientes.
La gente de la isla es muy discreta con los extranjeros, pero no se muestran indiferentes ni faltos de simpatía. Están acostumbrados a que los visitantes vengan con una excursion de Hiva Oa, solo a pasar el día. En cambio, cuando alguien se queda un par de días, lo notan y aprovechan la conversación para hacerles conocer las particularidades de Tahuata.
La comunidad religiosa es importante, gracias al hermoso e imponente templo construido con piedras y madera exótica local trabajada. Cumple perfectamente con los preceptos arquitectónicos de los tiempos de las catedrales: inspirar respeto, admiración y devoción entre los fieles.
Xin Ping vio alejarse a sus amigas, se dió vuelta y se dirigió a la aldea. Con las mujeres había ido al almacén de la aldea pero se había quedado afuera porque no tenía dinero. Desde afuera había visto que la cajera tenía rasgos más asiáticos que polinesios. Ahora, había regresado para conocer a la joven e investigar sobre su origen. Se sentó cerca de la puerta del almacén, a esperar que ella saliera.
La dueña del local, la bella Vairae, se dio cuenta de la presencia solitaria de Xin Ping. Con la tradicional acogida de una auténtica vahiné local, segura en su territorio, se acercó a preguntarle al joven en qué le podía ayudar o qué estaba esperando. Xin Ping le respondió en inglés que no sabía hablar francés y que era chino. Inmediatamente, Vairae llamó a la cajera, Sara Huong, la joven china que hablaba tanto inglés como chino. Pese a haber nacido en Tahití, sus padres le habían hablado siempre en el dialecto de su cantón de origen y esa era su lengua familiar. A Sara le dio mucho gusto poder hablar con Xin Ping, que entendía perfectamente por provenir de un cantón vecino al de la familia de la joven.
Vairae los dejó conversar en la puerta y entró al almacén. Le gustaba ayudar y sentir que la gente la respetaba tanto como le eran agradecida. Todos en la aldea y probablemente sin exagerar en toda la isla, le debían algún favor a la hermosa y madura Vairae. Ella era considerada por unanimidad como el personaje más importante de la isla, después del alcalde. Ella, a su vez, sólo le debía a una sola persona que la había ayudado siempre, su ex marido. Carlos, era un tipo muy especial. Una persona de una franqueza proporcional a su generosidad. Cuando se fue a vivir a Ua Po, él compró todo lo que Vairae necesitaba para iniciar su negocio con éxito y no tener que depender de nadie, ni siquiera de él. Las razones de su partida eran irreconciliables con Vairae. Él había conocido a su tercera vahiné con la que esperaba un bebé y como su nueva elegida era de Ua Po, se mudaría allí con ella, pero no sin antes asegurarle a Vairae una situación económica como la que ella se merecía. Vairae no podía quejarse, hacía diez años que con su belleza ancestral había cautivado a Carlos, quien había dejado a su primera mujer por ella.
Era mejor no enterarse cómo obtenía sus recursos financieros este personaje, reconocido y algo temido por los misterios que escondía. Carlos era un “popa”, como le llaman a los colonos blancos. De dudoso origen; decía que era francés, de familia bretona, pero con un nombre que sonaba español y a historias de corsarios y contrabandos.
Todos sabían que había pasado por la prisión (quizá más de una vez) porque de vez en cuando se confiaba sobre algunos asuntos grises que había protagonizado. Sin embargo todos los que lo conocían lo respetaban y tenían algo que agradecerle. Todo quien necesitara algo podía solicitar ayuda a Carlos, quién nunca diría que no. Imponía sus condiciones y tenía una moral muy alta para las deudas. Nadie le fallaba y todos se jactaban de ser su amigo. Si había tenido un pasado turbio, en estas islas, Carlos estaba a salvo, no le faltaría quién lo defendiera a muerte.
Xin Ping y su compatriota hablaban a una velocidad inusitada. Xin Ping estaba feliz, no podía creer la suerte que había tenido. Le contó toda su historia a Sara que lo escuchó con gran compasión pensando de qué forma podía ayudarlo y protegerlo.
Cuando Vairae regresó para pedirle que cerrara la tienda, Sara le preguntó a su nuevo amigo dónde estaba parando. Ante la falta de respuesta, se le ocurrió una gran idea. Recordó que próximamente, su patrona se ausentaría por dos semanas y que el único inconveniente que tenían era que llegaba una carga importante de mercaderías y Sara sola no iba a poder ocuparse de la recepción, el orden en el depósito y atender la tienda sola a diario. Sara le contó a Vairae que Xin Ping era un pariente lejano, de una provincia vecina a la de sus padres y que estaba viajando pero le habían robado todo su equipaje por lo que necesitaba un trabajo y un lugar donde dormir. Le propuso a su jefa que lo tomara a prueba durante su ausencia. Él seguramente aceptaría trabajar esos días con ella, a cambio de casa y comida.
Vairae aceptó la propuesta a condición de que Sara se responsabilizara por el joven desconocido. La realidad es que esta solución le venía al dedillo, le resolvía una preocupación causada por el retraso del barco justo en un momento en que ella debía viajar a Tahití.
Xin Ping sintió que claramente su vida estaba dando un vuelco respecto a todas los riesgos y penurias que había vivido días atrás. Estaba feliz de poder aprovechar esa oportunidad, quedarse en la aldea y sentirse protegido por su compatriota con la que esperaba aprender muy rápidamente todo sobre la vida allí.
En los días sucesivos, Sara le contó sobre la historia de la inmigración de chinos en la Polinesia. Que aquí ya están acostumbrados a ellos, que hay muchos en el comercio y que son bien tratados, mejor que en muchos otros países del mundo. Que ella misma tiene un hermano casado con una tahitiana y que su novio es tahitiano también y las familias mixtas son muy comunes, mezclándose incluso con popas que se quedan a vivir en las islas definitivamente.
En la parte de atrás del depósito arreglaron un cuartito donde Xin Ping podía dormir en un catre y recuperar un espacio propio aunque fuera muy reducido.
Cuando llegó el barco, Sara estaba muy contenta con el esfuerzo que su joven amigo le ofreció sin contar horas ni energía. Para devolverle el favor, se le ocurrió preguntarle si no quería que le prestara la computadora para poder comunicarse con su novia, su amada Lea. Xin Ping se puso a llorar de alegría y le dijo que había pensado varías veces en pedírsela pero sentía que todavía debía ganarse su amistad.
Una vez superada la etapa de supervivencia, había renacido en Xin Ping la obsesión de volver a reunirse con su enamorada. Por lo pronto, saber de ella, de su familia, sobre cómo estarían sufriendo por no tener más noticias de su paradero y si seguía con vida. Las protestas en China habían sido reprimidas con un alto grado de hostigamiento y mucha gente había desaparecido.
Tenía que ser cuidadoso al volver a tomar contacto con ellos porque suponía que el gobierno central tendría a sus familiares bajo control de llamadas y correos para conocer su paradero. Xin Ping pensó también en avisarle al navegante que le había literalmente salvado su vida. Probablemente no estaría muy lejos y podrían reencontrarse.
Cada noche se acostaba con esa obsesión persistente, cómo volver a encontrarse con su novia Lea y sacarla de China. Aquí estarían a salvo y serían felices sin lugar a dudas. Haría todo lo que tuviera que hacer para lograrlo, no descansaría nunca ni ahorraría ningún esfuerzo hasta obtenerlo.
Océano Pacífico
Xin Ping sale tímidamente de entre la vegetación y se atreve a hablar con las mujeres, se dirige a ellas directamente en inglés. Les cuenta cómo llegó hasta allí, les dice que necesita seguir escondido hasta saber cómo es el trato de la población local con los extranjeros y especialmente con los chinos.
Las mujeres, al inicio sorprendidas, entienden su situación y se presentan
– Yo soy Marjo y ella es Karen – ambas le sonríen
-Llegamos con nuestro barco – dice Karen y señala al único velero anclado cerca de la costa
Ellas lo tranquilizan y lo invitan a su barco a comer y relajarse. Quieren ayudarlo a reponerse de las peripecias que creen que habrá vivido.
Lo que las dos amigas no pueden imaginarse es hasta qué punto la historia del joven estudiante es tan sórdida y sin embargo tan actual, de nuestros tiempos. China es todavía un país donde existe un fuerte contraste entre la modernidad y el atraso societal resultado de las dictaduras políticas y un alto grado de corrupción. Un estado de cosas comparable a Occidente hace un siglo atrás. En cambio en las sociedades democráticas, a pesar de sus decadencias en múltiples aspectos, se han logrado avances fundamentales y se continúa luchando por el respeto al individuo. Al comparar una sociedad con la otra, sentimos el privilegio de haber nacido “del lado bueno de la cortina” como se pudo haber dicho en otro momento histórico.
Hoy en día, la tecnología y el desarrollo económico ofrecen a los chinos la posibilidad de adquirir un sinfín de bienes materiales. Un pueblo alienado es más dócil y manipulable. De esa manera los estamentos gobernantes pueden tener la ilusión de mantenerse eternamente en el poder.
El barco de las mujeres se parecía bastante al que le había salvado la vida, rescatándolo del infierno del pesquero en el cual se había refugiado para salir de China. Era la primera vez que Xin Ping subía a yates de este tipo. Comenzaba a entender como los navegantes disfrutaban la libertad que ansiaban. Estos barcos son cáscaras flotantes, pensó, pero parecen seguros y permiten desplazarse con viento a favor o en contra, en la dirección que uno desee. Sus dueños no son millonarios ni pareciera que se necesitase de grandes reservas de combustible. Sintió la dicha de compartir ese sentimiento de bienestar aunque fuese sólo por unos instantes. Esta fugaz sensación permitió a Xin Ping soñar con un futuro mejor del que había dejado atrás. Sin embrago, sentía una falta atroz que cada día se profundizaba más. Extrañaba horrores a su novia, a su pedazo de vida que le había sido arrancado sin piedad ni miramientos. De repente se sintió triste y se le notó en el rostro. Karen ve el cambio en la mirada – Te sientes bien? Estás mareado? – ella ha visto tanta gente que enseguida de subir a un velero se sienten en desequilibrio y sufren de mareos y malestares diversos.
-No, estoy bien – responde Xin Ping y les explica que se siente cómodo y seguro con ellas pero que tuvo un momento de melancolía al recordar a la mujer que ama y que tuvo que dejar en su país de forma forzada.
Las mujeres le piden que les cuente su historia y así llega al momento en que les explica cómo llegó al Clinamen, y ellas le piden detalles del Capitán. Concluyen que debía ser el mismo que se cruzaron hacía unos días en Nuku Hiva y que habría dejado la canción en el tronco de la palmera. Marjo no tiene descripción física de él, porque no se dio vuelta para verlo, pero su amiga Karen cree haberlo visto en el momento en que se retiraban, mientras ellas cantaban y tocaban música. Por la descripción que les hizo Xin Ping, le parecía que podía ser el mismo, que habría pasado por Tahuata en su paso hacia la capital de las Marquesas donde debía hacer su documentación de ingreso aduanero.
Xin Ping se sintió más tranquilo de pensar que su amigo no habría tenido problemas por su culpa, que habría llegado a salvo a su destino y que no estaría demasiado lejos. Si él lograba quedarse por la zona sin llamar demasiado la atención, quizá volvería a cruzarlo. Tenía que encontrar la forma de insertarse en la vida local sin despertar sospechas ni resquemores.
Las mujeres escucharon su historia con atención y compasión. Querían ayudarlo y le ofrecieron llevarlo con ellas hasta Vaitahu. Karen, que navegaba por las Marquesas desde hacía más tiempo, le confirmó que en esa isla no había policías ni autoridades de las que podía temer. Además le explicó que la enfermedad que afectaba al mundo entero, la pandemia llamada Covid, no había llegado aún a las Marquesas.
– Los controles de la prefecturas locales se han intensificado pero nosotras tenemos todos los documentos en regla – agregó Karen
Xin Ping no tenía nada que temer, él estaría resguardado como acompañante. En la aldea de Vaitahu, él podría pasear sin miedo. También podrían averiguar cómo era la vida allí, en caso de que él quisiese quedarse un tiempo en esa isla. La mayor ventaja para Xin Ping de viajar con las turistas sería que ya no correría el riesgo de ser visto como un náufrago recién llegado. No tendría que esconderse más.
Durante el viaje a Vaitahu, Marjo hizo que Xin Ping hablara más del Capitán del Clinamen. Quería saber más detalles de él, había pasado a ser de una simple intriga a casi una obsesión. Después de todo lo que le había sucedido en su vida, ella se preguntaba por qué aquel día en el bar no se había dado vuelta cuando escuchó a sus espaldas el relato romántico de una canción que había sido depositada en una palmera para que una persona especial la hallara. Por las descripciones de Xin Ping, ya estaba segura que el capitán era el mismo de la canción.
Pensaba que se habían desencontrado, que había perdido una nueva oportunidad en su vida y eso la mortificaba. Ya había estado reflexionando mucho acerca de eso y de la razón, o más bien las razones, por las que pasados sus 40 se encontraba aún sola.
Sentía que sus relaciones anteriores habían fracasado porque no se comprometía lo suficiente. Y luego, la habían traicionado. Las decepciones habían sido múltiples y diversas, pero realmente, ¿podía achacársele la culpa a ella? ¿Era ella la que escogía oportunidades erróneas, o era ella la que no tomaba buenas decisiones?
Mientras Marjo reflexionaba, observaba a su amiga Karen y pensaba en su vida. Karen había estado felizmente casada durante casi 20 años pero había perdido a su marido, su alma, su pareja y compañero. Ella ya no sentía la necesidad de encontrar a nadie más que la acompañara a diario.
Había vivido un amor que parecía eterno y que sólo se había acabado por el motivo más natural, la muerte. Su marido, Roger, había sucumbido a un cáncer fulminante. Una metástasis silenciosa se había instalado en su cuerpo. Cuando sintió dolores y se hizo ver, su diagnóstico fue definitivo. Habían vivido 20 años juntos y felices y él pidió que lo dejaran irse de la mejor manera, sin hostigamiento médico que le prolongase malamente unos días o meses y causara sufrimiento para ambos. Ella aceptó esa fatalidad y la decisión de Roger que algunos juzgaban como egoísta, pero que ella entendió como de una gran generosidad. El no quería hacerla sufrir y prefería irse con los mejores recuerdos y dejarle a ella también su mejor recuerdo. Fueron 3 meses en los que el deterioro físico fue muy veloz, pero Roger parecía no quebrantarse mentalmente. Le transmitía la misma buena salud de siempre, el amor incondicional y el mayor agradecimiento por los bellos años pasados juntos. Karen fue haciendo su duelo con Roger aún vivo y ambos exploraron el proceso de la muerte, inevitable, la que debían aceptar de la mejor manera. Transitaban los pasos finales, se preparaban para separarse. Nunca habían pensado como sería, cuando ni como, solo sabían que habían vivido con plenitud y Roger sentía que había tenido una buena vida sobre todo desde que había conocido a Karen.
Poco antes del diagnóstico de su enfermedad, ellos habían comprado el velero para algún día animarse a dar la vuelta al mundo juntos pero no habían podido avanzar en ese proyecto. En su lecho de muerte, Roger le pidió a Karen que ella hiciera realidad ese sueño mutuo. Su único ”último” deseo era saber que él estaría con ella durante ese recorrido, aunque le llevara muchos años lograrlo.
A la muerte de su marido, Karen arregló toda su situación material, financiera y de ingresos para poder dejar su trabajo y marcharse a cumplir el sueño que no podía postergar más. Sentía, como un imperativo, el mandato que le había dejado Roger, ser feliz y llevarlo en su recuerdo, sentir su presencia en forma permanente.
Karen había planeado dirigirse a Hiva Oa después de visitar Tahuata. Tenía ganas de conocer a todos los que habían compartido los últimos años con Jacques Brel. Quería entender qué era lo que el Gran Jacques había encontrado en las Marquesas y que tanto lo había seducido. Le habían comentado, o lo había leído por ahí, que Jacques buscaba escapar del asedio de su fama y que ser un desconocido en la isla le había devuelto la paz. La digna indiferencia de los marquesinos ante su presencia habían subyugado al artista.
En las aldeas de Hiva Oa, Jacques volvía a ser simplemente Jacques y la gente lo invitaba a sus humildes casas para tomar una citronade, un jugo de mango o simplemente un vaso de agua de coco fresca. En esas ocasiones, esa gente no le pedía que contara todo sobre su vida sino que eran ellos los que con humildad y generosidad le contaban sus pequeñas historias de familia. Describían lo que habían cazado en el monte o pescado en su última salida en bote. A Jacques le encantaba reir sin medirse, a carcajadas y con franqueza. La gente muy rápidamente lo adoptó como hijo del Fenua (el país, el terruño).
A Roger le había fascinado la calidad humana de Brel, conocía todas sus canciones de memoria. Uno de los puntos que tempranamente le había marcado a Karen en el mapa de sus exploraciones era el de la isla de Hiva Oa, la elegida por Brel para ser feliz sus últimos años.
Para Karen, llevar a Xin Ping a Vaitahu, unas pocas millas al sur de dónde estaban, no representaba un gran desvío de Atuona, su destino para fondear en Hiva Oa. La que le preocupaba ahora era su amiga Marjo, a la que veía un poco obsesionada con la idea de encontrar a ese navegante, no se perdonaba haberse perdido la oportunidad de conocerlo aquella noche en el muelle de Taiohae.
Marjo le había confesado que sentía que ella era la protagonista y destinataria de la canción. Sin embargo, no tenía nigún indicio objetivo. Karen coincidía, estaba convencida de que todo era una ilusión romántica que Marjo había creado y personalizado en ella. Sus fracasos amorosos anteriores la habían dejado marcada pero esta historia la invitaba nuevamente a soñar, era una nueva oportunidad que esta vez no tenía derecho a desperdiciar. Karen había experimentado una gran historia de amor con Roger entonces no podía desalentar a su amiga, pero sentía que no quería alimentarle una ilusión que quizá no fuera más que eso y que la llevaría a una nueva decepción y a una tristeza profunda.
Marjo miraba la espuma de las olas en el horizonte y se dejaba llevar por el sueño de un amor que todavía no le había tocado vivir, que ella no entendía por qué no la había correspondido. Si en el pasado se había reprochado haber perdido oportunidades o haber tomado las malas decisiones, esta vez quería intentarlo. Pero con la vista en el lejano azul se preguntaba ¿Qué hacer, cómo volver a cruzarlo? Ni siquiera conocía el nombre del navegante y solamente tenía la sospecha de que sería el mismo que había salvado al joven chino. Ni siquiera eso era una certeza, solamente una sospecha que en su ilusión, ella quería creer como válida.
Su amiga Karen ya no pensaba regresar a Nuku Hiva, quería quedarse un tiempo en Hiva Oa. Marjo la seguiría hasta Atuona y allí decidiría si conseguía algún velero que se dirigiera a Nuku Hiva o bien si especulaba con que el navegante, después de Nuku Hiva vendría a visitar Hiva Oa, en cuyo caso lo más sencillo y sensato sería aguardarlo allí mismo, contando con que esa vez la oportunidad tan ansiada se presentase…
Llegaron a Vaitahu en las primeras horas de la tarde, los pocos comercios, bares y hasta los templos religiosos estaban cerrados durante el receso del mediodía, por los calores habituales, la siesta era obligada.
Dieron un paseo los tres juntos. Xin Ping se sorprendió con la imponente iglesia de piedra. La belleza de los trabajos de madera tallada lo conmovieron, por primera vez lograba distenderse de la persecución o la culpa. Sentía que el encuentro con las dos viajeras le habían permitido relajarse, su espíritu reaparecía y lo predisponía para poder admirar el arte. Xin Ping sintió un profundo alivio, como si un enorme peso que llevaba desde hacía tanto tiempo se desprendiera finalmente de su espalda.
Se agachó frente a la puerta del templo y en las escalinatas se puso de rodillas, besó el suelo en agradecimiento, sentía que esta tierra le daba la bienvenida, que los espíritus del lugar lo aceptaban. En el fondo de su alma percibió que debía instalarse en ese lugar, sentía que había llegado a su destino. No habría más peregrinaje en vano, su corazón lo sabía, debía escucharlo y dejarse guiar por él.
****
Karen y Marjo se despidieron de Xin Ping. Estaban contentas porque lo veían seguro y agradecido. El les repetía sin cesar que estaba emocionado de haber encontrado su lugar en el mundo gracias a ellas. -Vuelvan a visitarme, las estaré esperando – les imploraba con su mirada y su sonrisa.
Para ellas, ese pedido era simple, quizás no terminaban de entender la magnitud de lo que Xin Ping experimentaba por primera vez, la libertad. Entendieron que para el refugiado, el primer lugar en donde se encuentra un poco de paz es el mejor lugar del mundo.
Las amigas pasaron esa noche en el velero, preguntándose dónde y cómo se las arreglaría Xin Ping para encontrar un lugar para dormir en la aldea. Él no había aceptado su hospitalidad, negándose a dormir en su barco. – Ya encontraré refugio, no se preocupen por mí – les dijo. El estaba acostumbrado a encontrar refugio natural.
Zarparon al otro día, muy temprano por la mañana. Tenían aproximadamente 3 a 5 horas de navegación hasta Atuona, era un lugar conocido por la falta de espacio de fondeo, entonces querían llegar temprano para tomar los recaudos necesarios.
Al llegar, comprobaron la falta de espacio para posar su ancla. La atracción turística que ejercen la vida de Brel y de Gauguin en la isla, ambos enterrados en el cementerio del pueblo y con una lindísima vista al mar, hace que la pequeña bahía cerrada de Atuona esté congestionada de barcos y además hay que dejar un espacio libre para la maniobra de los ferries.
Después de 2 semanas de estadía en Hiva Oa, Karen estaba muy contenta de todas sus excursiones hacia las distintas aldeas donde entrevistaba a todo quién hubiera tenido contacto con el célebre cantante belga. Marjo, en cambio ya se había hecho conocer de todos los veleristas. Todos parecían haber cruzado al capitán que ella buscaba pero ninguno podía ser certero sobre su paradero. Incluso la gente que venía de navegar y pasar un tiempo en Nuku Hiva, no le aportaban ninguna esperanza de encontrarlo pronto. Ya estaba totalmente descorazonada sobre su idea de cruzárselo nuevamente.
Al término de una charla bastante íntima con Karen, en la que compartieron sus conceptos de amor y felicidad, Marjo decidió que aquél evento de la canción había sido singular pero efímero, había sido tan sólo una coincidencia. Se decía a si misma -Es una historia sin sentido, sin principio ni final. Es más bien una construcción propia, producto de un sueño idílico del amor. No tiene sentido regresar a Nuku Hiva, ni esperarlo en Hiva Oa – suspiraba largamente y seguía buscándo una explicación. Si había sido una señal del destino, al que ella debía obedecer o darle una oportunidad, esa suerte regresaría de una manera u otra. Racionalizó sus emociones devenidas un poco ilusiones vanas y decidió aceptar partir hacia Tahití con un velero que partiría dos días después.
Al tomar esa decisión se sintió aliviada, el peso de la ilusión que había sustentado hasta ese momento la había desbordado. Al relajarse, recordó que en la última conversación con Xin Ping, él entendió que ella estaba buscando a su amigo velerista y le escribió en un papel diminuto la dirección de su mail. Ella dudaba de que se tratase de la misma persona por lo tanto hasta ese momento no había ni contemplado el escribirle. Antes de acostarse, buscó entre sus cosas el papelito y aunque seguía indecisa en escribirle (¿para decirle qué?), se tranquilizó al comprobar que no lo había perdido.
Esa noche durmió bastante mejor que en las semanas previas. Su descanso había sido también perturbado por esas expectativas fantásticas que se había hecho…
Océano Pacífico
“El verdadero milagro de la vida no es encontrarse con uno mismo, que después de todo no es más que una paradoja de quinta… Lo importante es encontrarse con alguien.
Esos efímeros puentes que, dentro de este mundo de islas, algunos suelen tender; efímeros porque duran muy poco y hechos, quizás de la misma materia de la que están hechos los sueños.”
…
“Sólo una vez, en la vida de un hombre, pasa un centímetro cúbico de suerte y sólo la pescará el que esté todo el tiempo atento.
Nos toca sólo un cachito de suerte en la vida y el peor de los pecados es dejarla pasar. Hay que estar atento a las señales, atento a las citas, que se cumplen, pero son muy pocas, atento a los sueños que se dan, pero son muy pocos…”
Algo así decía en una locución radial el locutor, escritor y comediante, Alejandro Dolina.
Hice recolección de unas cuantas frutas maduras, algo de tomates, casi silvestres, de aspecto descuidados, pero llenos de sabor, unos pepinos, alguna berenjena y logré rescatar algunas papas, que se escondían entre las matas. Seguramente ya habrían sido cosechadas y éstas que quedaban en el suelo eran de las que afloran posteriormente, como queriendo salir a la superficie.
Escogí un pequeño régimen de bananas, como se le dice al madejo entero de esa fruta, que se corta verde para que madure una vez arrancado.
Volví al Clinamen pensando en que la aún mínima posibilidad de encontrar a Xin Ping se habría definitivamente desvanecido. Ya no me quedaba otra alternativa y debía dirigirme a Nuku Hiva para inscribir mi ingreso en el Territorio de la Polinesia Francesa.
Con la angustia manifestada por la población local a flor de piel, si no lo hacía en breve, corría el riesgo de que me denunciaran y que se me complicara la estadía posterior.
Las condiciones de navegación no eran malas, tampoco muy favorables, pero sentía la felicidad profunda por la satisfacción íntima de haber concluido el cruce oceánico. Sólo pensar en la suerte que debía haber corrido Xin Ping, le ponía sombras grises al sentimiento de cierta plenitud.
Ochenta y cinco millas náuticas separan la isla de Tahuata de la isla mayor, llamada Nuku Hiva. Había calculado que, a una media de 6 nudos, tardaría unas 14 horas, por lo que salir demasiado temprano no era la mejor solución. Esa opción me significaba arribar con el sol ya puesto y bien entrada la noche. Preferí entonces esperar a la tarde, saliendo cerca de las 16 para, según aquellos cálculos, llegar al alba.
Aproveché el día para descansar profundamente, retomar fuerzas y hacer una última escapada a tierra y echar una mirada a la palmera. No se notaba ningún signo de que una visita hubiere regresado, la nota estaba aún en el tronco de la palmera, intacto.
Nadé un poco por la tarde y al regresar a cubierta, me pareció ver pasar un tiburón, de punta negra, no muy grande, pero el pensamiento siempre desvaría hacia lo que hubiera podido pasar si era otra clase de tiburón…
Secándome al sol me puse a meditar sobre la situación de los últimos días. El encuentro fortuito o imprevisto, con el tan especial joven amigo chino me había dejado pensando en esos puentes frágiles, tenues y efímeros de los que hablaba Dolina. La amistad, el amor, la vida misma muchas veces dependen de un instante, de un hilo más dispuesto a romperse, a tensarse y soltarse, que a consolidarse.
Cuán inconscientes sobre el sentido de la vida somos mientras estamos bien, en seguridad o simplemente distraídos. El llamado confort es de lo más atontador, mediocre y falto de interés. Solamente una pérdida de un ser querido, o un accidente aterrador, nos hace presente esa condición tan débil sobre la que se fundan la mayoría de los fracasos o desencantos.
¿No deberíamos proponernos de vivir una vida de excepción y que los momentos efímeros fueran los de reposo? ¿Que el confort no fuera la regla, de la que soñamos salirnos en breves momentos, sino la excepción, como el sosiego lo es para el guerrero?
La vida es inseguridad, incertidumbre, descubrimiento, exploración, búsqueda, novedades, sorpresas y oportunidades, peligros y alivios, reencuentros y desencuentros.
Somos todos islas que tememos al mar como una amenaza de desaparición. Preferimos la estabilidad de la roca que parecería que es inamovible y milenaria. El horizonte amplio nos da terror, porque nos obliga a soñar con la lejanía del infinito, el más allá de dónde sale y adónde se acuesta el sol. Los valles con sus paisajes reducidos y conocibles, controlables, permanentes, funcionan también como islas, encerrándonos. ¿para qué unos pobladores de un valle irían a visitar a los habitantes del valle vecino? Quedarse en casa, sentirse seguro, al abrigo de cualquier sorpresa o intemperie es el sueño de los sin esperanza, sin aliento, sin pulso vital.
Esos efímeros puentes de Dolina… me repetía. Lo excepcional dura poco y está hecho de la misma materia de los sueños, pensaba … asumiendo que acababa de cruzar el segundo océano, el magnífico Pacífico, que encierra aún hoy día tantos misterios. Fueron 3 semanas que pasaron tan rápido que recordarlas durante esta pausa en una playa paradisíaca ya me parecían haber sido soñadas.
¿El amigo Xin Ping, sería real o soñado? Sentía que de una manera u otra había nacido una amistad que se asemeja a un puente tendido desde esa situación improbable, inolvidable.
Seguramente se habrá salvado y un día me contactará, conseguirá dar conmigo y el reencuentro será tan maravilloso como la emoción de los alemanes orientales atravesando la Puerta de Brandenburgo en aquélla revuelta contra el Muro de Berlín.
Nuestra amistad se gestó en los días de liberación para el joven estudiante oriental, pero hoy ya me parecía que había sido una corta anécdota de dos vidas que se encuentran sin quererlo, sin la más mínima intención previa. Sin embargo, para Xin Ping, fue un puente hacia su salvación, aunque ahora quizá estuviera nuevamente frente a nuevos peligros
acechándolo.
¿En qué momento empezó mi sueño de echarme al mar?
Muchas veces cuento el relato con el punto de partida en la lectura de la historia de Dove y su joven capitán Robert Lee Graham, que con 16 años se convirtió en el primer adolescente en dar la vuelta al mundo en un velerito de 24 pies, apenas 7 metros. Después de 6 años de travesía, logró completar la circunvalación regresando con una joven esposa y una niña.
Pero sentado sobre la cubierta, empujé mi reflexión un poco más allá de ese simple hecho anecdótico. La imagen de las horas de sábado por la tarde asomado al balcón de la casa familiar que daba sobre la avenida Libertador y disponía de una imponente vista al Río de la Plata se me antojó como la verdadera formadora de esos sueños de evasión, de partir lejos, muy lejos, hasta donde la suerte me llevara.
El gigante río color de león no era el mar, o en todo caso sería un Mar Dulce, como le había llamado el expedicionario Juan Díaz de Solís al descubrirlo en 1515. Para algunos, es un estuario, un golfo o mar marginal del océano Atlántico pero desprovisto de salinidad, ya que está formado por las desembocaduras de los ríos Paraná y Uruguay, ambos de grandes caudales.
En más de la mitad de su extensión, tiene muy poca profundidad. Sólo se lo puede navegar respetando los canales dragados artificialmente o cuidando de no embarrancarse en alguno de los bajos formados por la sedimentación del Delta del Paraná que sigue avanzando de entre 50 y 100 metros por año, a razón de 160 millones de toneladas anuales de arcillas, limos y arenas.
Mi imaginación infantil se dejaba llevar hacia horizontes lejanos cuando escuchaba la sirena de ingreso a dársena de uno de los cruceros de la línea “C”. El más frecuente que recalaba por estas latitudes era el Eugenio “C”.
La proximidad de nuestro domicilio al puerto ejercía también en el joven de entonces una fascinación por las historias de inmigrantes, marinos, aventureros y exploradores. En aquella época, en la vecina calle 25 de mayo y en la de la Reconquista, ambas paralelas al bulevar del Bajo, se encontraban los bares y tugurios para marineros. Al principio me intrigaban las luces rojas, señalando sórdidas entradas, así como la nutrida presencia de marineros, en su mayoría extranjeros. Hasta que un día, acompañando a mi padre hacia su oficina céntrica le pregunté por qué esos bares tan bien situados sólo abrían por la tarde y noche y si eran algo especial que reunían tantos marineros. Mi padre, un poco apretado en su explicación, me contó que eran lugares de esparcimiento de los pobres trabajadores de los barcos que venían de tan lejos extrañando a sus familias y sus hogares. Como trabajaban en sus embarcaciones durante el día, por la noche salían a divertirse.
La explicación sencilla no sé si me satisfizo para entender exactamente la naturaleza de esos lugares, pero cuando comenzaron las obras de mejoras de la ciudad de Buenos Aires que debía ser el centro del Mundial de Fútbol 1978, esos locales fueron desalojados por las autoridades municipales. Durante ese evento mundial, la dictadura militar apostaba todo su prestigio de imagen internacional e intentaba disimular la obra de sistemática represión que venía operando desde que el último gobierno peronista había decretado la aniquilación de los “enemigos de la patria”.
Para ese entonces ya siendo adolescente, había entendido el sentido de esos locales porque al ir caminando o en bicicleta a mi escuela secundaria, el Colegio Nacional de Buenos Aires, debía pasar cada mañana antes de las 7:30 por una de las dos calles que discurren entre la Plaza San Martín y la Plaza de Mayo. A esa temprana hora, más de una vez, me sucedía toparme con opulentas o vistosas mujeres a las que les divertía hacer señas y enviar piropos al niño bicicletero, todo vestido con estricto pantalón gris, camisa celeste y blazer azul. Como poder negar que las primeras erecciones hayan probablemente sido generadas por las suculentas Madames que de vez en cuando se me atravesaban para jugar con mi inocencia y sobre todo prisa por no llegar tarde a la estricta institución escolar.
Unos años después conocí al gran Corto Maltés y la cercanía de su autor Hugo Pratt con la Argentina, me identificó mucho más con la fantasía de sus relatos. Si Hugo Pratt tenía algo de argentino, ya que había vivido su juventud, de los 22 a los 35 años, el Corto, había estado en Buenos Aires buscando justamente una amiga polaca, Louise Brookszowyc, que había conocido en Venecia y suponía víctima de una red de prostitución ligada a las tabernas próximas al puerto. Eran esas calles de mi infancia por donde se desarrollaba la historia de Corto en Buenos Aires. El álbum llamado Tango… y todo a media luz es importante en la historia íntima del Corto porque es ahí dónde en un diálogo con su amiga Esmeralda, prostituta porteña, Corto reconoce por única vez haber estado enamorado. Ni ella ni los lectores sabremos cuándo ni de quién, porque Corto le responde a su amiga insistente que su nombre no le diría nada… Corto nos deja con la intriga sobre su pasado, aunque Pratt no oculta ese lado romántico en el marino solitario y da un paso más allá ocupándose de localizar a la hija de Louise y confiársela a Esmeralda mientras él se lanza a averiguar y ubicar al asesino de su amiga.
Si Corto Maltés tiene una gran influencia en mi navegación solitaria, algunos lo deducirán y quizá tengan algo de razón. Hay algo de la melancolía y de esa mirada lejana a través de los horizontes marinos, en los que me reconozco en pleno océano.
¿Estar todo el tiempo atento, al acecho de las oportunidades que se presentan fugazmente en la vida, lo recordaba de los dichos de Dolina o del personaje del Corto y sus aventuras?
Soñar con partir más lejos de lo que la vista al llano pudiera alcanzar lo empecé a realizar en mi primer viaje a esa Patagonia donde el personaje maltés se había encontrado con Sundance Kid. Estaba próximo a los 17 años, buscaba afirmar mis futuras decisiones y partir de la casa familiar para abrirme a la vida de adulto que me antojaba llena de inquietudes, de exploraciones y de una búsqueda permanente.
Hice ese viaje iniciático durante el verano de mi 17º cumpleaños, de mochilero y a dedo, por la ruta 3, la nacional troncal que desciende por la costa patagónica. Los camioneros me enseñaron a cebar y tomar mate, ya que para eso me hacían el favor de llevarme durante cientos y hasta miles de kilómetros. Cada encuentro era fugaz, en esos tiempos no había Facebook ni internet, las relaciones eran efímeras, pero de una riqueza e intensidad mucho más trascendental de las que uno tiene hoy en día con la mayoría de sus amigos de redes sociales.
En ese viaje leí la gran pequeña obra de Hermann Hesse, Siddharta, que me terminó de abrir hacia la búsqueda de un camino propio y de iluminar de alguna manera mi vida como la de un Camino, pero que como cantaba el Nano Serrat, para mí estaría relacionado con el mar: “Caminante no hay camino, sino estelas en la mar”.
Tomé conciencia de que un detalle cambia una historia, cambia una dirección y que la felicidad no es perseguir una posición conforme a sus méritos, ni el resultado de una vida ordenada, en la que al final todo debe salir “como es debido”.
Rememorando a Dolina, me pareció escuchar a Tito, un camionero que trabajaba para la empresa Transportes Richter de Trelew que con otras palabras más llanas me transmitió la misma idea enunciada por el cronista: “Nos toca sólo un cachito de suerte en la vida y el peor de los pecados es dejarla pasar.”
Tito probablemente me habría dicho: “Aprovechá, pibe que sos joven y que podés salir a descubrir el mundo, porque no es el mundo el que vendrá a descubrirte a vos. No dejes pasar el camión que se para a recogerte, aunque solamente te lleve 50 kilómetros, quizás sea en esa pequeña distancia en la que tu camino cambie más adelante. Disfrutá que vos podés soñar, hacé que tu vida merezca siempre los sueños que te da.”
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(relato ficción)
Xin Ping me dijo que se ocupaba de todo. Era un tipo bastante brillante. En los pocos días que estuvimos juntos había aprendido todo lo que yo le podía enseñar.
Al despertar, el ambiente estaba más tranquilo y luminoso que de costumbre. El hublot u ojo de buey del camarote dejaba entrar la luz porque ya no se encontraba tapado por el dinghy. Rápidamente empecé a entender. Salí afuera de la cabina y no había rastro del reciente amigo que se había infiltrado en mi viaje, en mi vida en forma tan inesperada.
Se había lanzado al mar con el dinghy, cuando llegamos a proximidad de las costas de la isla pequeña, para evitarme todo inconveniente. Yo ya le había salvado su vida, él intentaba salvarme de los conflictos posibles con las autoridades. Preparó sigilosamente el bote, encontró los remos y se alejó evitando hacer el más mínimo ruido.
Me dejó una pequeña carta con la palabra Gracias repetida en toda una hoja y escrita en inglés, español y en chino. No sé dónde nos volveremos a encontrar, pero puedo imaginar que sí lo haremos. Xin Ping tiene alma resiliente, haré un cartel con sus Gracias en chino, para colgar en el Clinamen. También yo he aprendido mucho de este sorprendente compañero de viaje que nunca hubiera imaginado al salir de las Galápagos.
Me sentía descansado, pero debo confesar que algo preocupado por la huida de Xin Ping. No me preocupaba que se hubiere llevado el dinghy. Me había dejado el motor, sólo se había llevado los remos.
Calculé que cuando se echó a remar debíamos estar aún a 20 ó 30 millas náuticas de la costa. Cubrir esa distancia remando podía significarle todo un día. Por más que durante la noche el mar estuviese calmo, en estas zonas oceánicas y sobre todo a proximidad de islas, los vientos terrales y las corrientes que se forman pueden ser muy complicados de sobrellevar con una embarcación tan ligera.
Xin Ping debía tener el instinto de supervivencia a favor, pensé. Sin embargo, no estaba habituado al medio marítimo, a lidiar con el mar. Quizás terminaría derivando hacia cualquier otra dirección, distinta a la de la isla donde tenía la intención de arribar.
Realicé un punteo en el plotter para conocer dónde me encontraba exactamente. Me di cuenta de que estaba a casi la misma distancia entre la isla Hiva Oa, donde había planeado desembarcar en primer lugar y Fatu Hiva, adónde creía que se dirigía mi amigo chino voluntariamente “naufragado”, a la deriva.
Sopesé las consecuencias que un cambio de rumbo pudiera traerme, administrativamente hablando. Corría el riesgo de que no hubiera aduana o gendarmería para realizar la entrada al país y regularizar la documentación de arribo del barco.
Sin embargo, la posibilidad de recuperar a Xin Ping, si estuviese flotando, derivando con el dinghy en plena mar, valía la pena con creces.
Consideré que había sido un acto de arrojo de su parte el arriesgarse para evitarme problemas con las autoridades. Yo debía corresponderle con la misma generosidad e ir en su búsqueda, intentando salvarlo por segunda vez.
Habíamos compartido 2 semanas entrañables, en las que aprendí a encariñarme con el joven estudiante. Su lucha y su amor por su novia Lea, que había dejado atrás con tanto dolor y frustración, que lo llevó a arriesgar su vida en las protestas y después, a huir como polizón en el pesquero maldito de dónde lo recuperé en alta mar.
Durante las largas horas de guardias nocturnas habíamos hablado sobre la exigente vida en la China moderna. Sobre la vida de los estudiantes y sus aspiraciones de modernización democrática.
Los jóvenes chinos, según Xin Ping, aspiran a ser millonarios como los occidentales, esposar los valores de consumo y diversión americanos o europeos. Viajar por Europa y Estados Unidos forma parte de los objetivos básicos de todo universitario, o en su defecto, visitar la más cercana Australia. Obtener la posibilidad de una beca, realizar un máster u otro posgrado en una universidad occidental, les otorga la posibilidad de duplicar su salario al regresar a China. En una gran cantidad de casos, los estudiantes ni siquiera piensan en regresar, sino en establecerse en el extranjero, aunque eso puede llevar ciertas dificultades o represalias para su entorno familiar que reside aún en el país asiático.
Maniobré para cambiar el rumbo, estaba seguro de tomar la mejor decisión logística y moral, dadas las circunstancias.
Mi dinghy, aunque no era muy viejo, ya tenía años expuesto al sol del caribe y no me generaba mucha confianza.
En la parte norte de la isla de Fatu Hiva no vi muchas posibilidades de aproximarme a la costa. La costa noroeste es bastante accidentada, hasta donde se encuentra la Bahía de las Vírgenes. Ahí se encuentra un buen refugio y una aldea llamada Hanavave.
Me pareció que podría encontrarlo allí, así que puse proa hacia dicha bahía, extremando la observación con los binoculares, que aunque no son de muy buena precisión o calidad, algo ayudan.
Durante el día se había establecido una brisa de noreste que quizás lo ayudara en su aproximación a la costa.
Sin embargo, después de unas cuantas horas de navegación, ya próximo al punto de destino, no había visto ninguna señal de mi amigo, nada de nada en el horizonte. Quizá si la corriente y el viento le habían sido favorables, ya habría alcanzado una costa en otro punto de la isla, pensé para consolarme y no dar lugar a la peor de las alternativas.
Fondeé ya sobre la tarde y saludé a los vecinos de dos otras embarcaciones ancladas en la imponente bahía. Estaba apurado por descender a tierra, ver si encontraba mi dinghy y preguntar si alguien había visto llegar al joven chino con el pequeño bote inflable.
Una vez finalizadas todas las tareas para dejar el barco a seguro me di cuenta de que no tenía cómo bajar a tierra. ¡Mi bote auxiliar, cuya utilidad es la de facilitar los desembarcos, era justamente con lo que se había marchado Xin Ping!
La costa no estaba muy lejos y podía ir nadando. Me cambié el short por un traje de baño y me eché a nadar hacia el muelle.
A los pocos minutos, se me acercó uno de mis vecinos que me había visto maniobrar, atracar y finalmente lanzarme al agua. El tenía un cómodo bote auxiliar y me invitó a subir y llevarme al embarcadero, si eso era lo que yo deseaba.
Se llamaba Teiva, era tahitiano y estaba viajando de tripulante en el trimarán de un capitán francés que se dirigía a las islas Gambier. Le agradecí mucho el “dinghy stop” y después de presentación, lo primero que hice fue preguntarle si no había visto a Xin Ping. Me dijo que nadie había llegado a la bahía desde hacía 5 días en los que ellos estaban allí fondeados.
Le pregunté si conocía bien la isla donde estábamos y me dijo que no era un especialista de las Marquesas, porque él era de Tahití. Sin embargo, por su trabajo anterior, organizando encuestas de orden público, había visitado bastante todas las islas de la Polinesia Francesa.
Le conté la historia de mi amigo chino y de mi voluntad de encontrarlo con vida. Después de escuchar mi historia, me advirtió que oficialmente no me estaba permitido desembarcar en Fatu Hiva, ni en ninguna otra isla aparte de la principal, Nuku Hiva y su capital, Taiohae.
Llegamos al amarradero, pequeño muelle de piedra y cemento, medianamente protegido por una pequeña escollera que evita las mayores olas. Pude comprobar que mi dinghy no estaba allí. El simpático Teiva se ofreció a acompañarme, y poco después entendí por qué.
En la subida a la pequeña cuesta, por la calle principal de la pintoresca aldea, Teiva me preguntó si yo venía directamente del Pacífico o de otra isla del archipiélago y se interesó por mi destino posterior.
Conocedor de la idiosincrasia local me advirtió que no debía decir que estaba recién llegado desde el extranjero. Mientras caminábamos me puso al corriente de las novedades “en tierra”. Me contó que la pandemia de 2020 no había cesado y que con las fiestas navideñas y los abundantes viajes de visita de los polinesios que viven en Francia en dicha ocasión, el virus se estaba esparciendo en la Polinesia. Se había accionado la alarma sanitaria y había muchas restricciones de movimiento de población e incluso entre los habitantes locales.
Dada la historia del pueblo polinesio, los pobladores locales estaban un poco reacios a acoger con los brazos abiertos a los viajeros, extranjeros y posibles factores contaminantes.
La historia de la diseminación de la población polinesia está íntimamente liada a la llegada de enfermedades viniendo del contacto con el mundo de fuera del archipiélago. Ese hito cultural mayor ha dejado una cierta aprensión natural frente al extranjero como vector posible de enfermedades y pandemias. Lo admirable de este pueblo es que ni aún con esa aprensión han modificado sustancialmente su propensión a dar la Bienvenida al foráneo, en tiempos normales.
Llegamos donde se encuentra la oficina postal y la delegación del ayuntamiento de Fatu Hiva, casi al final de la aldea. Toda la isla es gestionada como una única administración, con sede en la pequeña ciudad de Omoa, situada en la segunda bahía de la costa oeste, a unas pocas millas al sur de Hanavave.
Para protegerme y por ser conocido de la gente, Teiva se ofreció a ser él quién preguntase, para no despertar sospechas ni cuestionamientos sobre mí.
Nadie sabía nada de la llegada de un reciente náufrago ni tampoco nadie había visto a ningún chino dando vueltas en la aldea. Lejos de tranquilizarme, esa respuesta me inquietó e intervine para preguntar si existía alguna posibilidad de que mi amigo hubiese recalado en otra bahía o accidente geográfico.
Nos contestaron negativamente, pero lo que me alertó fue la cara de sorpresa de los empleados municipales acerca de la posibilidad de que llegara gente de afuera. Uno de ellos empezó a increparnos diciendo que el ingreso era inadmisible en las circunstancias actuales, y que debía denunciarse a las autoridades porque representaba un riesgo muy importante, agravado por el hecho de que la persona fuera china. Me preguntaron qué sabía yo, si conocía la historia completa y si conocía si esa persona provenía de China o de otro origen.
Teiva, que había comprendido perfectamente la historia de Xin Ping, y conociendo los resquemores locales, intervino para calmar los ánimos diciendo que se trataba de una persona que yo “había visto pasar” en un dinghy, en el cruce de Hiva Oa a Fatu Hiva. Agregó que me había parecido que era chino, pero que no conocía muy bien otros detalles.
Sin poder obtener ninguna información más, Teiva prefirió que nos retiráramos y charláramos en forma apartada. Nos despedimos gentilmente de todos y regresamos por la calle troncal hacia el muelle. Durante los primeros 300 metros, ambos caminamos en silencio, como reflexionando cada uno sobre la suerte que pudo haberle deparado al joven desafortunado. Teiva rompió el silencio con una reflexión que buscaba sosegar mi preocupación.
Me explicó que el hecho que no hubiera sido visto aún en Hanavave podía significar que hubiere tocado tierra en alguna de las pequeñas bahías abiertas de la costa norte. Ellas son de muy difícil acceso en barco por estar descubiertas al viento, pero pero era factible acercarse a la costa en un pequeño bote y desembarcar. La segunda opción que se le ocurría era que mi amigo hubiera derivado hacia Tahuata, pero le parecía menos probable ya que él se lo hubiera cruzado o lo hubiera divisado al cruzar la trayectoria.
Me propuso un plan que quedaría sólo entre nosotros, ya que no podíamos dar parte a las autoridades sin delatar mi llegada y la clandestinidad de Xin Ping.
Teiva intentaría rastrear al día siguiente la costa desde la Bahía de las Vírgenes hacia el norte. Calculaba que sobre la costa este no valía la pena buscar porque a remo y según la deriva de la corriente era imposible que fuera a llegar por ese lado.
Yo zarparía también, para evitar dar el parte de mi llegada en Fatu Hiva, ya que también yo había entrado al territorio ilegalmente. Me dirigiría hacia Nuku Hiva, la isla principal de las Marquesas, pero podría recorrer la costa este y sur de Tahuata quedándome de camino. Me garantizó que en esa isla no habría inconvenientes en desembarcar porque la población está menos centrada que en Fatu Hiva y que podía rastrear en las calas del este donde Xin Ping pudiera haber llegado según la deriva de la corriente. Por ese lado no había más que dos pequeñas poblaciones, pero sin desembarcaderos, por la naturaleza escarpada de la costa. Me explicó que eran más caseríos que aldeas, situadas sobre los valles, sin puerto o acceso hacia el mar.
Me aconsejó que, hasta no ser declarado y registrado por las autoridades sanitarias, me convenía evitar dejarme ver demasiado. Que intentara rastrear la costa este y me fuera dirigiendo hacia el sur de aquélla isla.
Si necesitaba hacer víveres en previsión de ser sometido a una cuarentena, antes de cruzar a Nuku Hiva, me aconsejó subir por la costa oeste y recalar en una playa de arena blanca muy propicia para fondear. Además de ser hermosa, tenía un pequeño valle con una antigua plantación de frutas y verduras que estaban en semi abandono. Según Teiva, allí no vivía nadie en forma permanente y unas pocas provisiones no harían daño a la naturaleza que había quedado en estado casi salvaje. Según lo que recordaba, podría encontrar cocos, pero también recoger zapallos, tomatitos, papayas, mangos, aguacates y a lo mejor berenjenas. Gracias a la enorme fertilidad del suelo y al estar protegidas del viento, las plantas seguían produciendo naturalmente, aunque probablemente en un estado muy descuidado.
Llegamos al muelle, y Teiva me invitó a llevarme de regreso a mi barco, no sin antes pasar por el suyo y pasarme algo de víveres enlatados, agua potable y un par de frutas de su reserva.
Zarpé al otro día como había previsto, no sin antes saludar a mi amabilísimo primer anfitrión de la Polinesia. Partí con rumbo oeste, mientras que Teiva rastrearía la costa de Fatu Hiva sin dar la alerta sobre su búsqueda, hasta no dar con algún rastro certero de Xin Ping. Se trataba de no aumentar los inconvenientes, aunque personalmente quedé muy preocupado por la suerte del amigo náufrago.
Para poder comunicarnos, Teiva me había ayudado a comprar una tarjeta de celular local usando sus datos personales para domiciliarla. De esa manera, el primero que encontrara el mínimo signo de esperanza avisaría al otro.
El cruce fue bastante cómodo y tranquilo. Hacía buen tiempo. Las condiciones ambientales, meteorológicas, eran ideales para tener buena visibilidad.
Zarpé a las 8 de la mañana calculando que las 35 millas de distancia a la punta noreste me llevarían entre 5 y 6 horas. Mantuve un promedio de 7 nudos, por lo que llegué cerca de las 13 h. Había buena luz y no tardé en bajar la costa, para rastrear como habíamos convenido con Teiva.
Por una parte, no había muchos lugares donde pudiera acostar. Por otra, no podía retrasarme demasiado en el recorrido costero porque debía evitar que cuando cayera la luz me encontrara todavía del lado oeste de la isla, debido a que no ofrece ningún abrigo seguro para fondear.
Me sentía en una situación de grandísima tensión, la disyuntiva entre fondear con seguridad o priorizar la búsqueda de Xin Ping.
Elegí el plan de navegar rastreando concienzudamente hasta las 16 h y después salirme de la zona a buscar un refugio hacia el lado este de la isla de Tahuata. Si fuera necesario, regresaría al otro día para recomenzar la búsqueda donde la habría dejado.
La distancia de 7 millas de la costa por rastrear, en navegación corrida hubiera tomado una hora, sin embargo, al ir a la mitad de velocidad y bordeando muy cerca de los accidentes costeros, me llevó 3 horas bajar hasta la punta sur. El cálculo había sido casualmente bien ajustado, pero en ese momento advertí que, del lado este, el abrigo más cercano estaba todavía a unas 6 millas del cabo sur. El viento era casi inexistente en esa punta, protegida por las alturas de la formación volcánica. Tuve que usar el motor y avanzar a tímidos 4,5/5 nudos.
Llegué a la bahía de Hapatoni con un atardecer extraordinario que me subyugó con amarillos y naranjas. Corría poco viento, el mar estaba calmo y el aire templado. Se acababa un día largo y tenso. El horizonte estaba como en una tarjeta postal y el alivio que sentí fue muy grande.
Estaba satisfecho de haber llegado con luz apenas suficiente para ver dónde echar el ancla, pero con un sentimiento de frustración por no haber logrado la misión de encontrar, aunque más no fuera un pequeño rastro o indicio de Xin Ping.
No bajé inmediatamente a tierra, ya que sin el bote auxiliar llamaría mucho la atención en la aldea. A la hora del crepúsculo es muy común que los habitantes salgan a observar las hermosas puestas de sol. La gente en las Marquesas disfruta mucho su entorno natural y tan poco urbanizado. Se sientan en el borde del mar a charlar o escuchar algo de música. Algunos fuman y unos cuantos se animan a beber en la calle, aunque eso no esté muy bien apreciado por las borracheras en lo que suele terminar.
A la mañana siguiente bajé a tierra y pregunté si en los días pasados no habían visto desembarcar un joven asiático, o si habían advertido la llegada de otros barcos en Hapatoni.
Nadie parecía estar al tanto de ningún visitante y me comentaron que, por la pandemia, los turistas habían casi desaparecido.
No quise entretenerme demasiado con charlas que pudieran delatarme por el hecho de no haber hecho aún mi ingreso legal y mi revisión sanitaria oficial.
Confirmé con un joven habitante la información que me había dado Teiva sobre la playa de arena blanca con abundantes frutas. Estaba a sólo 3 millas y media hacia el norte, pasando Vaitahu, la segunda aldea de la isla.
Si salía antes de las 3 de la tarde, podía llegar en apenas una hora y fondear ahí antes del atardecer. A la mañana siguiente podría explorar la plantación de la que me habían hablado y zarpar después con el rumbo ya definido hacia Nuku Hiva, habiendo hecho provisiones suficientes.
Había perdido la esperanza de hallar a mi amigo Xin Ping. Debía seguir mi periplo, con desazón y hasta un poco arrepentido de no haberlo escuchado partir con mi dinghy en la última noche en que lo dejé haciendo guardia, mientras yo dormía plácidamente en el camarote de proa. Estaba bastante agotado de toda la travesía y aunque el acompañante había roto mi soledad tan deseada, le estaba agradecido por la experiencia que me había transmitido sobre su vida en aquél lejano país, tan poco comprendido por nosotros, occidentales.
Apenas llegué a la bahía, reconocí la paradisíaca cinta blanca recortada bajo un fondo de palmeras. El agua cristalina dejaba descubrir su rica y despreocupada fauna marina.
Apenas eché el ancla, un par de manta rayas pasó por el borde, como rozando, acariciando al Clinamen en forma de saludo de bienvenida.
Para asegurarme de la calidad del fondeo, suelo quedarme un buen rato en observación, realizando lo que se llama enfilación. Esta técnica permite asegurarse que el barco no está derivando y por consecuencia, confirma el buen estado del fondeo. Sólo después de efectuada esa observación se puede considerar bajar a tierra dejando el barco sin presencia a bordo. Mientras estaba en ese análisis casi meditativo, apareció por la popa una pareja de delfines. Parecían venir a preguntarme si necesitaba algo, si se me ofrecía algo o si quería bañarme con ellos. Me puse inmediatamente de pie y fui a verlos más de cerca. Dieron 3 vueltas alrededor del Clinamen, luego dieron un pequeño salto y desaparecieron por donde vinieron.
Estaba muy emocionado por la escena. Cada encuentro, tan natural y espontáneo con la naturaleza nos devuelve a su esencia. Nos recuerda lo poco que somos los humanos en el universo, solo invitados a compartir por un tiempo una porción de este paraíso.
Si nos comportamos con respeto, no dejamos de tener sorpresas agradables y encuentros que maravillan el alma. La humildad y simple admiración e interacción no violenta, son el mejor trato que podemos dar a este regalo de la naturaleza.
Me volví a sentar en el cockpit y cuando ya estaba satisfecho con las medidas de la enfilación, volví a mirar el agua azul circundante. Esta vez no volví a ver delfines, pero apareció una tortuga casi erguida, con su cabecita curiosa. Parecía que buscaba ponerse de pie en el agua, sacando el cuello extendido. También dio una vuelta al Clinamen antes de sumergirse. Quedé extasiado contemplando el atardecer que volvió a ser una fiesta de colores. Era como una auténtica ceremonia de bienvenida a la Polinesia.
Como me quedaba algo de comida que me había dejado Teiva, decidí no descender a tierra en búsqueda de víveres. Prefería aprovechar ese momento sublime relajándome, comer temprano y disfrutar de una buena noche reparadora.
Al día siguiente me desperté al alba. Bajé nadando, y llevé dos bolsos herméticos para poder acarrear la cosecha que pudiera recoger en el jardín abandonado.
La playa era impresionante, pura belleza salvaje. Los cocoteros desbordaban la arena hasta cerca del borde del mar, inclinándose como ofrendando sus frutos. Eso me permitió arrancar un par de cocos que parecían ya maduros.
Caminé unos minutos por el borde de la playa observando el paisaje en su totalidad. A esa hora temprana el paisaje era excepcional. La luz de los rayos del sol, penetrando con una dulzura amarillenta, comenzaban a templar el aire, sin ser aún ardientes como en el zénit.
El sentimiento de estar viviendo un momento tan único, después de una noche tan emotiva, me sumió en una suerte de melancolía. La belleza y la soledad a veces pueden jugar una mala pasada a la alegría y el disfrute.
Me senté e intenté interpretar mi sentimiento repentino, mezcla de felicidad, plenitud y de cierta tristeza por no poder compartir tal momento con la compañera que siempre había soñado.
Naturalmente los recuerdos de cada amor fueron renaciendo, encimándose, confundiéndose. Poco a poco, con cada oleaje, un recuerdo, pero el rostro de la mujer no era siempre el mismo. Los amores de adolescencia, de juventud o ya de adulto fueron tomando una misma cara, aunque variando su cabello, tanto rubio como moreno, lacio como rizado. Su tez a veces clara, otras oscura, el cuerpo se antojaba fino y también voluptuoso.
Alcé la vista hacia el follaje y descubrí un corazón dibujado entre las palmeras. Me parecía seguir ensoñozado, sin embargo, la palmera era bien real.
Atraído por descubrir si se trataba de una formación onírica o palpable, me levanté y me interné entre los cocoteros para descubrir la palmera más romántica y original que había visto hasta ahora. Su tronco rectilíneo, hasta hacerse de la altura de sus pares, se dividía en dos cabezas que se juntaban hacia el centro formando un corazón hidalgo. No estaba soñando, ni recordando nada de un pasado idealizado. Estaba al pie de una formación única, en una isla idílica en donde desbordaban la perfección y el romanticismo.
Ese entorno y el recuerdo de los amores de mi vida me llevaron a pensar en el amor, como ideal, como vivencia fugaz y aspiración eterna. Entre todas las mujeres que amé, sólo podía encontrar un trazo en común. Cada vez, en forma renovada y con idéntica pasión, había imaginado que ese amor sería el definitivo, el último, el que no termina, sino que se transforma con uno mismo, con los años y los cambios en la vida.
Un amor por el que morir, un amor que mata y por el que la vida se llena tan plenamente, que se confunde con la muerte, perdiendo dramatismo.
Hay amores que matan, pensé, y empezó a sonar en mi mente la hermosa canción de Sabina, tan bien cantada por Calamaro, la inolvidable “Contigo” que reza en su estribillo:
“… lo que yo quiero, corazón cobarde, es que mueras por mí. Y morirme contigo si te matas. Y matarme contigo si te mueres. Porque el Amor, cuando no muere, mata. Porque Amores que matan, nunca mueren”.
Ya no me sentí solo. Sentí un perfume de mujer que no lograba identificar, pero que me parecía reconocer. Me di vuelta y vi que una cabellera desaparecía entre el follaje como llevándose la música con ella.
Intenté seguirla, pero inmediatamente se confundió con la vegetación densa. Volví hacia la palmera encantadora y se me ocurrió dejar a la misteriosa presencia fugaz un mensaje para que lo leyera cuando regresara. Estaba seguro de que volvería cuando yo me fuera.
Nada mejor que transcribir la letra de la canción que había sonado en mi espíritu antes de su aparición.
Detrás de los arbustos, a unos 20 metros de la palmera mágica, una figura se escondía agazapada. Llevaba en esa playa idílica un par de semanas, pero no se dejaba ver por los turistas o pasantes que periódicamente recalaban en el hermoso paraje.
Todavía se sentía como un animal en peligro. Había sufrido intensamente el hostigamiento y los abusos, cuando cayó en manos de los marineros del barco pesquero.
Xin Ping se sentía aún como una presa fácil y frágil. No se permitía confiar en la gente que veía pasar desde su escondite.
Por su condición de clandestino, el joven estudiante pensaba que lo podían denunciar, que las autoridades podían apresarlo y que se vería arrojado a un calabozo. Quizá sufriera nuevas vejaciones, y terminaría finalmente devuelto a su país de origen de dónde había desertado. No quería volver al lugar de dónde venía. No podía mirar para atrás. Dirigirse hacia adelante era la única opción que le quedaba, la que sentía como impulso vital.
Con mucha tristeza imaginaba que sus padres y familiares habrían sido hostigados por el gobierno autoritario que dominaba aún las fuerzas de seguridad y control, con mano de hierro, como en los peores tiempos de Mao y la post Revolución.
No podría regresar nunca a su lugar de infancia. No toleraría afrontar la realidad de las vejaciones que sus familiares habrían sufrido por su culpa. Tampoco soportaría conocer cuántos de sus compañeros habrían desaparecido, sin tener su misma suerte de sobrevivir, pese a todo.
Debía permanecer escondido hasta recuperar suficiente confianza y sentirse más seguro. No sabía exactamente dónde se encontraba, pero experimentaba una cierta sensación de seguridad.
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La noche en la que Xin Ping abandonó el velero que lo había salvado, la brisa era
suave. Dejando al barco con el piloto automático, su amigo navegante, que dormía
confiado en el camarote, no correría peligro hasta amanecer. Al despertar entendería que Xin Ping había partido con el dinghy para no comprometerlo, para no perjudicarlo con las autoridades. Xin Ping remó toda la noche en la dirección que su instinto lo guiaba, siguiendo una estrella que había elegido como rumbo. Ese signo en el cielo tenía sobre él un magnetismo salvador, liberador. Se sentía bajo su protección.
A las primeras horas del amanecer pudo divisar claramente la isla y lo que le parecía ser una playa, donde podría desembarcar.
El sol salió temprano y comenzó rápidamente a acariciarlo. Sus esfuerzos eran reconfortados progresivamente con una sensación templada. Cada remada se hacía más consistente, más segura, más prometedora.
Sintió el terciopelo de la libertad, un anhelo que un par de meses atrás, cuando se encontraba en las protestas de su ciudad de origen, no imaginaba conseguir.
La excitación y la euforia de saberse a salvo le dieron ánimos renovados. Se puso a remar en forma más regular y avanzaba en forma decidida. A medida que se acercaba a la costa, el mar se volvía más picado, recibiendo el reflujo del oleaje que golpeaba contra las duras rocas volcánicas de la costa escarpada.
Cuando desembarcó en la isla de Fatu Hiva, tardó todo un día caminando entre las rocas, hasta encontrar un sendero de animales. Lo siguió y penetrando tierra adentro descubrió un refugio, donde podría dormir sin interrupción y descansar por primera vez después de semanas de tan duro viaje. Se quedó en ese cobertizo durante un día y medio hasta que voces que hablaban un idioma que le resultaba totalmente desconocido, lo despertaron. No era inglés, ni francés ni ninguna otra lengua que pudiera reconocer. Tampoco era un idioma asiático. Pensó que debería estudiar mejor el entorno y las costumbres locales antes de decidir acercarse a algún poblado y dejarse ver. Se escabulló sin que lo percibieran.
Con fuerzas y ánimo, recuperados gracias al descanso, se aventuró con sigilo por el costado del sendero hasta encontrar una aldea. Seguramente de aquí habrían venido los dos hombres cuyas voces lo alertaron al llegar adonde se había refugiado los últimos días.
Al acercarse al poblado, encontró árboles cercanos al camino de los que colgaban frutas maduras. El primer mango que mordió lo estremeció en todo su cuerpo. Le procuró tal placer al hincar sus dientes en la carne jugosa y tierna, que lo sumió en una sensación casi orgásmica. El fruto era dulce, húmedo y perfumado. Le devolvió una conexión con su cuerpo que había estado ausente durante tanto tiempo.
Por un instante fugaz, sentado en una roca a la vera del camino, cerró los ojos y recordó su ciudad natal y esas tardes calurosas con su novia. Rememoró cuando dejaba caer su rostro entero entre las piernas de su novia. Retirándole suavemente su vestido, luego su ropa interior, su boca se apropiaba de los labios genitales de su compañera. Su sexo era pulposo y húmedo. Un manjar acogedor y perfumado, de donde fluía un néctar dulce que era para él como deleitarse de la fruta más rica del universo.
A veces él se preguntaba si sólo proseguía su carrera para poder continuar estudiando con ella y disfrutando de esas pausas tan sensuales, que hacían que preparar un examen no fuera del todo un hastío o una tortura. Cuando ella lograba llegar a su orgasmo, le apretaba fuerte su cabeza contra su regazo y la cara del joven amante se llenaba, feliz, de lo más preciado de su amada. Él se sentía la persona más dichosa del mundo. Darle placer hasta el estremecimiento, por sorpresa, en un rato inesperado, no premeditado, convertía esos momentos en lo más placentero de su vida de estudiante.
Habían pensado que cuando terminaran la universidad se irían a vivir juntos. Ambos querían independizarse de sus padres y tener un hijo al que llamarían Chang. Meses atrás, los padres de ella la habían retirado de la universidad para evitar que se involucrara en las protestas. La habían transferido a Shanghái. Esa decisión y la distancia los hizo muy infelices, se sintieron desesperados. Xin Ping encontró en la radicalización del movimiento y la participación activa en las protestas una forma de exteriorizar su frustración amorosa, personal. Sentía la injusticia absoluta de esa sociedad tan rígida en la que era más importante comer, dormir y satisfacer las necesidades básicas de la familia que soñar con un mañana mejor, con llegar a ser feliz y darle sentido a la vida en la forma en cada individuo deseara.
Cuando se sintió saciado de tanto dulzor y voluptuosidad en el recuerdo, unas gotas del jugo de la fruta lo despertaron del ensueño. Creyó despertar de un hechizo, pero rápidamente el instinto de supervivencia lo hizo reaccionar, regresar a sí mismo y apartarse del camino abierto por dónde podía llegar algún caminante o algún vehículo.
En el mismo predio recogió unos aguacates y hasta encontró una pequeña piña con un ananás bastante maduro. No dudó en arrancarlo. A falta de bolsa, plegó y ató su camiseta para poder cargar los frutos y comerlos más tarde. Quería seguir disfrutando del placer y regocijo que le brindaban esos frutos, consumidos con mucha pasión y nostalgia.
Siguió por la senda, que bajaba por medio de curvas sucesivas, hasta que pudo divisar un caserío y la hermosa bahía custodiada por formaciones verticales de rocas que tenían una cierta evocación fálica. Xing Ping pensó que su sueño erótico de hacía un rato le estaba haciendo ver todo con una interpretación sexual. No se equivocaba tanto, ya que había llegado a la aldea de Hanavave, sobre la Baie des Vierges, llamada así después de la llegada de los misioneros que al escuchar que el nombre era Baie des Verges (verge es la forma popular para denominar el sexo masculino), se escandalizaron y propusieron cambiar esa obscenidad con un homenaje a las vírgenes. En la fuente del manantial que alimenta de agua dulce al poblado, colocaron una estatua de la Virgen María. La naturaleza estaba protegida de la ofensa humana …
Se acercó al caserío cuando la tarde ya se iba convirtiendo en crepúsculo y muy rápidamente en noche. Estaba aprendiendo que los atardeceres polinesios eran instantes fugaces que debían ser aprovechados como sorbos de vida. De no estar atento, se desvanecían sin dejar oportunidad.
Xin Ping se quedó observando cómo se organizaba la vida en la aldea. Trataba de entender si la población era más bien aislada o muy comunicativa, si se vivía en armonía o cada cuál en su morada individual.
Con la caída de la noche empezó a escuchar los ladridos de perros aquí y allá. Eso era una amenaza para su presencia clandestina. También escuchaba el grito de gallos casi sin cesar, parecían salir de todas partes, caóticamente, sin dueño ni corral. Por todas partes, había gallos, gallinas y pollitos. Estaba admirado de la excesiva cantidad de comida que ofrecía este lugar, nadie podría morirse de hambre en esta tierra fecunda, con tantas frutas y animales por doquier. Al llegar al pueblo había incluso visto una cantidad de cabras que parecían salvajes y hasta se cruzó con algún jabalí.
Xin Ping se detuvo y pensó en su amada Lea. ¡Cómo le gustaría poder traerla aquí y mostrarle que no tan lejos y a unos cuántos días de mar, existía una tierra tan rica y generosa, y tan poco poblada!
Pero inmediatamente recordó el sufrimiento que le había costado llegar hasta allí y todavía no estaba a salvo. Tenía que encontrar la manera de sentirse a salvaguarda.
Antes de acomodarse en un rincón donde repararse, comió la palta y el ananá que había juntado previamente. Durmió acurrucado, cobijado por la naturaleza, a resguardo de cualquier curioso que lo descubriera.
Al aclarar, deshizo el camino andado y buscó el bote que había escondido en la costa. Quizá yendo por la costa podría explorar un poco más la isla, que empezaba a gustarle. Comenzaba a sentirse a gusto en ella. Sentía que la tensión de su cuerpo se iba relajando, que tenía menos miedo, e iba ganando cierta confianza en el entorno.
Por lo que había visto desde la colina, en el comportamiento de la gente de la aldea, presentía una vida armoniosa, pacífica. Le pareció que había llegado a un buen lugar. Ya no se sentía tan en peligro.
Acercándose al poblado con el bote, por el mar, al ser descubierto, sería más fácil explicar su situación de náufrago de un barco pesquero, e intentar no involucrar al velero del navegante que lo había rescatado y traído hasta aquí.
El lugar en el que había desembarcado se le había grabado tan fuerte en su mente que no le costó encontrarlo. Todavía en su escondite, el dinghy lo esperaba fielmente.
No pensó muy bien lo que estaba haciendo, seguía actuando por intuición, por designio. Le parecía lo más ajustado a su situación desesperada en la que había llegado y después de todo lo pasado, ya casi no sentía miedo. Sólo sentía que debía ser prudente.
Volvió a poner el bote en el agua intentando no alejarse demasiado de la costa.
Cuando dobló el peñasco norte de la isla, la marejada empezó a levantarse junto con un viento de terral que le dificultaba mantenerse cerca de la costa. Siguió remando con vigor y convencimiento, pero se le hacía mucho más duro que lo que pensaba en un principio. Después de dos horas de brazadas sin descanso, no podía continuar más el mismo ritmo. Al parar unos minutos para recuperarse, sintió cómo la corriente se unía al viento y lo alejaban en forma muy rápida. Irremediablemente, lo iban arrastrando mar adentro, fuera de la zona de seguridad.
Volvió a remar con todas sus fuerzas, pero su impresión se confirmaba, estaba yendo hacia alta mar. Después de una hora de esfuerzo casi vano, las olas se habían transformado en mar formada, la costa estaba cada vez más lejos y el cielo se cubrió totalmente de gris. Los chaparrones no tardaron en llegar y un viento cada vez más sostenido de sudeste se instaló haciendo añicos las esperanzas del joven náufrago.
Agotado, dejó de remar y se confió a su suerte. Se acomodó en el fondo de la pequeña barca para sentirse más protegido y estable. Ahora en lo único que pensaba era en que la frágil embarcación no se diera vuelta y que resistiera los embates de las olas hasta llegar a alguna otra costa.
Cayó la noche y empezó a tener frío. En pleno trópico, mojado como estaba, era sobre todo el hambre y el cansancio lo que comenzaba a pasarle factura, lo que le pesaba más que su ropa empapada.
Bien entrada la noche, el viento amainó, pero Xin Ping había perdido toda orientación. No tenía la más mínima idea de hacia dónde podría remar o dirigirse. Se sintió sin más fuerzas y decidió dormir mientras se mantuviera tranquilo. De esa manera recuperaría energías para cuando saliera la luz del día.
Se despertó con la primera luminosidad, antes de que salieran los primeros rayos del sol. No quiso ilusionarse en demasía, pero en el horizonte, le pareció divisar una fina franja de tierra. Con la primera aparición del sol, pudo calcular que yacía hacia el noroeste, mientras que la corriente y el viento de sudeste lo seguían empujando en la dirección favorable.
Se reincorporó con buen ánimo y volvió a remar con entusiasmo, ya descansado.
El esfuerzo matinal le devolvía calor en el cuerpo y la temperatura del día se iba instalando.
Xin Ping volvió a sentirse optimista y afortunado. Por cuántas dificultades había pasado sin sucumbir. No podía más que sentirse eternamente agradecido a su suerte favorable. Sabía que de nada le servía quejarse, sino más bien aceptar que lo que le estaba sucediendo era una cadena de acontecimientos que lo llevarían adónde tenía que aterrizar. En esos instantes críticos, las ganas de maldecir, los pensamientos negativos y el pesimismo le consumirían energía. No se lo podía permitir. Tenía que mantener la confianza, tenerse fe y seguir apostando por la nueva orilla.
Remaba por más de una hora sin cesar y descansaba durante 15 minutos, intentando medir si las condiciones le seguían siendo favorables. Creía que sí, porque al promediar el día, la tierra se le hacía cada vez más grande, la isla a la que se acercaba parecía menos escarpada que Fatu Hiva, de dónde venía.
Todavía le resultaba lejana, pero esperaba lograr llegar antes del atardecer. Se le haría muy duro volver a pasar una noche de frío y humedad en el mar. Con el agravante de que acercarse a la costa rocosa y accidentada de una isla volcánica, en plena oscuridad, podía ser sumamente peligroso.
Después de remar casi 2 horas y media sin descanso, alcanzó a divisar una playa o una zona más baja del paisaje, que parecía corresponderse con un buen lugar para intentar desembarcar. Se le iba desvaneciendo la luz, tenía que asegurar la dirección de su remada.
El sol se puso por el lado de la isla, pero todavía tenía casi una hora de luz para apreciar si el terreno adonde estaba acercándose era apropiado.
Entró en la bahía con brazadas casi desesperadas, como si estuviera corriendo una carrera, y con una mezcla de entusiasmo, de seguridad de sentirse a salvo y de ansiedad por tocar la tierra.
Se tiró del bote casi 20 metros antes de llegar a tocar la orilla. Quería tocar el fondo con los pies, asegurarse que esta nueva aventura, totalmente imprevista e indeseada, había llegado a su fin.
Cuando posó finalmente sus pies en la playa, ya fuera del agua, se desvaneció por completo. Estaba exhausto, pero feliz. No podía más físicamente, y al mismo tiempo su cabeza le decía que corriera, que gritara agradecido, pero no pudo levantarse.
Se quedó cabeza arriba, un buen rato, recuperando energías y observando cómo las nubes, que lo habían estado acompañando durante toda la travesía, se iban esfumando y descubriendo una noche estrellada y luminosa.
Poco a poco vio aparecer, como saliendo del mar que le había sido benigno, una esfera entre rojiza y amarillenta. Una luna llena generosa le venía a acompañar y a guiar en la nueva tierra por descubrir. Cuando ya estaba a 45 grados del horizonte la luminosidad era suficiente y Xin Ping sintió que le estaba indicando el camino por seguir.
Se reincorporó por completo. Buscó dónde poner a salvo el bote y sintiendo un poco de hambre buscó un coco que no estuviera muy alto y que le pareciera suficientemente maduro. Al encontrarlo y descolgarlo se dio cuenta que no tenía cuchillo o machete para abrirlo. Se las tuvo que ingeniar con una piedra medio filosa con la que hizo primero un orificio en el fruto y así accedió, sin derrochar, al jugo o agua del coco.
Al beber el líquido tan gustoso y sabroso, se sintió revivir, sobretodo después del día agotador que había sufrido sin comer ni beber nada.
Con el fruto ya vaciado de su agua, buscó cómo quebrarlo en partes para llegar a su pulpa blanca, central.
Xin Ping recordó todos los platillos con pulpa de coco o leche de coco que su madre le solía cocinar. También se acordó de su amada Lea, ella sabía cómo hacer un riquísimo arroz con pescado crudo y leche de coco. Cuando debían estudiar durante dos o más días seguidos, era muy sencillo preparar una gran cantidad de arroz blanco, una salsa con la leche de coco y a último momento agregarle el pescado cortado en cubos, sirviéndose porciones, según el hambre que tenían. Era un plato sumamente rico y práctico cuya preparación no los distraía mucho tiempo de sus estudios.
Logró apañarse un refugio con hojas de palmera para pasar la noche, pero pese al cansancio, los recuerdos lo habían desvelado. La luna era su compañera solidaria. Se sentía cerca de Lea al evocarla en sus pensamientos y los pensamientos positivos le devolvieron la esperanza pese a la situación tan frágil y desesperada en la que se encontraba.
Xin Ping se sentía afortunado de haber sobrevivido una y otra vez, no podía sentirse mal, debía honrar a su suerte que le daba una nueva oportunidad trayéndolo sano y salvo a una nueva playa. Contemplando las estrellas y la luna brillante, protectora, Xin Ping fue adormeciéndose en paz, con la seguridad de que en la mañana comenzaría una nueva etapa.
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Al amanecer despertó con muy buen ánimo. Se aseguró de dejar el bote bien escondido antes de alejarse de la playa en la que había desembarcado.
Al aclarar el día, se dio cuenta cuán estrecho era el paso por el que había penetrado a la pequeña bahía. Por la falta de luz y la ansiedad de llegar a la orilla, la noche anterior no había percibido los escollos rocosos que había sorteado para llegar a la playa.
Sintió una vez más que tenía su destino por delante y que recibía una nueva oportunidad.
Recorrió la playa hasta que encontró nuevamente un sendero de animales. La senda se agrandaba hacia el interior de la isla y muy rápidamente llegó a un claro en la naturaleza donde encontró rastros de cabras o cerdos salvajes.
Empezó su exploración en busca de algo para comer y con el propósito de descubrir si había algún poblado cercano.
¡Se encontró con tanta fruta, de todas formas y colores! No podía más que admirar la sobreabundancia que la naturaleza ofrecía en este lugar inesperado.
Después de caminar durante una hora, la senda había casi desaparecido y se tenía que abrir paso por entre una vegetación densa. No se sentía muy seguro, no sabia donde estaba yendo. Sin embargo, continuó con empeño, convencido de que era siempre hacia adelante que debía avanzar.
Por momentos le parecía estar siguiendo una senda, pero sin entender por qué, ésta de repente desaparecía como tal. Sólo una ilusión le permitía seguir, confiaba que el camino se le iría aclarando hacia delante. Su intuición le marcaba la dirección por dónde debía pasar, pero era mayor la ilusión que la realidad.
Así, se abrió paso durante otra hora, pero ahora no tenía otra opción que subir una colina que se veía bastante escarpada.
Ascendió y a una cierta altura le pareció haber llegado a la cresta. Buscó un claro entre la vegetación y alcanzó a ver desde ahí el mar. Se dio cuenta que había trepado mucho. Debía estar en la parte más alta de la isla.
Caminó un tiempo hasta encontrar un paso hacia lo que le parecía configurarse como un valle. Sintió mejores condiciones para caminar, a medida que se topaba con rastros de animales. Incluso llegó a sentir movimientos en la vegetación de algún animal de tamaño medio como cabras, un jabalí o cerdo salvaje, pero sin llegar a distinguirlos. Todavía la vegetación era bastante cerrada.
Al descender hacia el valle halló finalmente un amplio camino con indiscutibles huellas humanas, no era solamente un rastro formado por el paso de animales. Su intuición le continuó guiando el rumbo y pronto vió árboles frutales. Había mangos, árboles de uru – también llamado árbol de pan – y hasta bananos. Sentía claramente que debía estar acercándose a una población.
Como en la isla de Fatu Hiva, su propósito era acercarse con sigilo sin dejarse ver de inmediato.
No encontró ningún caserío o poblado, pero sí un cobertizo que debía servir para quién viniera a ocuparse de recolectar los frutos de la tierra.
Exploró la zona con cuidado, tomándose el debido tiempo y las precauciones para no ser descubierto por sorpresa.
No encontró a nadie y se atrevió a entrar en la precaria cabaña. Había un catre y un rincón que oficiaba de cocina. Salió rápido, por miedo que regresara el ocupante.
Esperó que llegara la noche para volver a entrar en la cabaña sin recelo. Pasó su primera noche en algo parecido a una cama. Durmió en el catre estando a cubierto, todo un lujo para Xin Ping.
Al despertar por la mañana, el sol ya estaba alto, debía haber dormido casi 12 horas. Necesitaba físicamente ese descanso, su cuerpo se lo pedía, ahora que se sentía a salvo, en tierra firme.
Se quedó en la zona durante 2 días, descubriendo los alrededores, pero regresando a dormir al cobertizo. Los animales se acercaban cada vez con menos miedo y pudo servirse algunos huevos de gallinas, pero no pudo cazar porque no disponía de cuchillo o utensilio para faenar, limpiar y despedazar a la presa. Además, estando solo y previendo tener que volver a esconderse en caso de que llegara un poblador, no quería tener que abandonar la carne y desperdiciarla. Le conformaba de sobra la dieta de frutas y unos pocos huevos frescos.
Con fuerzas renovadas, se atrevió a seguir su exploración más allá del fértil valle. Volvió a subir un monte, pero ahora ya por un camino que debía llevarlo seguramente a un poblado.
Al cabo de 3 ó 4 horas de marcha volvió a percibir una extraordinaria vista del mar azul. Dedujo que estaría frente a la costa oeste de la isla. En una curva del camino, se encontró súbitamente con un campesino que subía a lomo de una mula y llevaba 3 caballos de tiro. Seguramente, le servían para transportar las frutas y los animales que recogería del lugar de dónde venía.
Le sorprendió que lo saludó con cierta indiferencia y sin interesarse en saber de dónde venía. Xin Ping se sintió aliviado porque al menos ese encuentro fugaz, le confirmaba que los lugareños no parecían conducirse con enemistad o agresividad hacia los extraños a la comunidad local.
Xin Ping bajó hasta una aldea al borde del mar, pero prefirió no entrar. Como se sentía descansado y ya no sentía hambre, prefirió seguir buscando otro refugio menos expuesto.
Antes de la bajada al pueblo, el camino se desviaba en dirección al norte, bordeando la costa desde arriba. Le impactó la belleza de la vista. Desde lo alto, el mar, que hasta hace poco había sido la mayor amenaza a su supervivencia, se desplegaba con toda su belleza y daba la ligera impresión de ser calmo e inofensivo.
Esa visión pacífica lo llevó a buscar una bajada hacia una playa que le sirviera de abrigo durante unos días. Fue recorriendo varias ensenadas sin mayor éxito, ya que no tenían la suficiente vegetación que le permitiera refugiarse.
Por la tarde, se salió del camino, bajando por una suerte de quebrada que terminó abriéndose en un pequeño valle y volvió a maravillarse. No era muy grande en extensión, pero inmediatamente entendió, al observar los vegetales y los árboles frutales, que debía haber habitantes que lo explotaran por su fertilidad.
Lo recorrió hasta llegar a la costa y se encontró con una hermosa playa de arena blanca, unas aguas turquesas y un frente paralelo a la playa de unos 100 a 200 metros cubierto de palmeras desbordantes de cocos. Era una playa más grande y abierta que la primera en la que había desembarcado y estaba mejor orientada hacia la puesta del sol y de espaldas al viento dominante. Era un muy buen lugar para vivir, le extrañó que no hubiera nadie que la habitara en forma permanente. Xin Ping sintió que estaba en el mero paraíso.
Al centro de la línea costera se encontró con una casilla en estado semi abandonada, pero dónde seguramente pararía quién viniera a ocuparse de la producción y la recolección de las frutas y vegetales.
Se acercó con respeto, pero ya sin el miedo de los primeros días. Igualmente se movía con la prudencia debida.
Estaba vacía. Confirmó que no parecía estar habitada permanentemente sino como refugio ocasional, como la primera, en el valle interior dónde pudo descansar un par de días al llegar a la isla.
Decidió aprovechar esta circunstancia e instalarse unos días, mientras no apareciera nadie que le reclamara algo o que lo echara del lugar. Aquí gozaría de un nuevo descanso, tendría de sobra para alimentarse y vería si había gente o actividad alrededor. De todas maneras, debía comportarse siempre con precaución sabiéndose clandestino.
Pasaron 4 días sin ninguna novedad. Fueron días en los que Xin Ping empezó a sentirse a gusto en el lugar, había hecho un reconocimiento del área, y de las distintas zonas de producción. Llegó a la conclusión que ese lugar debió haber sido explotado racionalmente en otra época, pero que ahora aparentaba estar abandonado o ya no bajo un sistema productivo sino de simple recolección, sin mayores cuidados.
En la zona del palmar, de los cocoteros, se encontró con una gran sorpresa, una extraordinaria especie rara de palmera con dos cabezas. La descubrió un día en que soñando con el paraíso en el que había recalado, se imaginaba llamando a su añorada Lea y ella lograba tomarse un avión y luego un barco y llegaba a reencontrarse con él. Estaba en esa ensoñación, caminando por la playa solitaria cuando levantó la vista y vio esa palmera cuyas dos cabezas parecían estar formando un corazón.
Se acercó hacia ella para verla más de cerca y encontró en su tronco una carta como encajada, como si alguien hubiera dejado un mensaje a otra persona.
La abrió e intentó leerla, pero no estaba escrita en inglés por lo que le fue imposible entender lo que rezaba su texto. Lo que le pareció reconocer es que tenía una forma de poesía. Se imaginó que debía ser un poema de amor y que debía tener un destinatario o destinataria que debía pasar a recogerla.
Decidió volver a colocarla dónde la había encontrado y ver si alguien la viniese a buscar.
Al día siguiente vio un barco fondear en la bahía, frente a la playa. Se parecía al velero del navegante que le había salvado la vida, pero desde la playa avistó una pareja a bordo. La embarcación se quedó en el mismo lugar un par de días y en ningún momento se aventuraron más allá de la línea de playa.
Xin Ping los veía nadar alrededor del barco, salir a bucear por la costa, entre los arrecifes de la bahía y cuando llegaban a la playa, era para echarse un rato en la arena caliente, pero no se quedaban mucho en tierra.
Pasó más de una semana sin volver a ver otras personas. Xin Ping estaba a gusto, disfrutaba de los días de paz después de tanto ajetreos y riesgos reales por los que había pasado.
A los doce días de su estancia en lo que ya casi consideraba como su nueva casa, vio llegar un nuevo velero. Fondearon y casi enseguida vio bajar en un bote similar al que él había usado para llegar a la isla, a dos mujeres.
Parecían venir decididas a buscar algo. Xin Ping tuvo cierto temor de que conociendo el lugar fueran las dueñas de la propiedad o algo por el estilo.
Se escondió cerca de la palmera mágica entre los arbustos.
Con su dinghy, las dos mujeres llegaron a la playa. Lo remontaron un poco sobre la arena y lo ataron. Se metieron entre los arbustos y fueron directamente al pie de la particular palma.
Xin Ping alcanzó a ver cómo fueron a buscar la carta, le pareció que habían venido específicamente a ello. Estaban leyendo la carta y Xin Ping se desequilibró e hizo un ruido entre el follaje que llamó la atención de las navegantes.
Ellas sorprendidas gritaron hacia él, “¿Quién anda ahí?”
Xin Ping decidió mostrarse e intentar explicarles quién era y cómo había llegado hasta allí. Siendo navegantes, quizá hablaban algo de inglés y se podrían comunicar mejor.
Se llamaba Marjorie. Marjo, en mi memoria. En el recuerdo de un encuentro fugaz, de esos encuentros que no son tales, que esperan su momento propicio para ser, para existir con entidad propia.
Mientras no es, Marjo es tan sólo como una imagen de la conciencia, una imaginación. Su identidad es más ficticia que real. Más producto del sueño, del deseo, de la idealización, que de lo real y vívido. Es lo que queremos que sea, hasta que la realidad, si existiera, la llenaría de detalles e imperfecciones.
Mujer independiente, fuerte, bella y con carácter. También alegre, de fácil sonreír y ocurrente. Edad media, recién cumplidos los cuarenta, no supo asentar ningún pretendiente que le llegara a sus tobillos. No encontró alma, mente, ni cuerpo que estuviera “a su altura”, a lo que ella, con debida legitimidad aspiraba. Desde hace tiempo asumió que era mejor estar sola que mal o mediocremente acompañada. No es que le faltaran amantes, pero el amor siempre se le escurrió entre decepciones y algo de mala fortuna. Algunas rupturas inesperadas la forzaron a reflexionar sobre las oportunidades en la vida. Sobre cómo se presentan, cómo se desvanecen, cómo dejamos pasar algunas y luego nos arrepentimos, o no, de otras.
A los 12 años, cuando su cuerpo despertaba sus primeros ardores, cayó perdidamente enamorada de un chico, un vecino bastante mayor que ella, pero que representaba todo lo que su imaginario infantil femenino le indicaba como ideal. Se encontraban en la parada del autobús cuando compartían parte del trayecto a la escuela. Él debía tener 17 años y parecía ya mayor para la joven aspirante a un primer beso apasionado. Se saludaban discretamente a diario y a veces hasta intercambiaban unas pocas palabras. Pero nunca ese contacto pasaba más allá. El chico parecía de buena familia, serio y responsable, además de apuesto y deportista. Él debía estar preparando el examen del bachillerato. En cuanto ambos subían al transporte, él se ubicaba en un asiento, sin mirar dónde iba ella. El se concentraba en sus libros, mientras ella le regalaba sus más amables sonrisas intentando atraer su atención unos instantes. Cuando Marjo lograba que él la mirara, el resto de su día se iluminaba de buen humor y todo le salía. Ella era feliz con muy poco. No conocía ni el nombre del chico ni por dónde vivía. Como ella bajaba antes, tampoco sabía hasta dónde viajaba él en ese trayecto diario.
Por la noche, Marjo se acostaba pensando en cómo lo abordaría al día siguiente o cómo haría para atraer su mirada y conseguir que él se interesase por ella. El final del año escolar se aproximaba y Marjo no había conseguido ningún avance fuera de esas esporádicas sonrisas devueltas. Cuanto más difícil se le hacía, más se le empecinaban sus ganas de conocer y sentir de cerca esos labios ansiados. Por su hermano mayor, había averiguado que la semana entrante eran los exámenes finales y se acortaban sus posibilidades de abordarlo.
Esa mañana se vistió con lo más atractivo que tenía en un guardarropa que por su edad todavía tenía mucho de niña. Esperó que su madre se fuera al trabajo y se metió en su tocador para buscar un lápiz de labios que le gustaba mucho. Era de un color bastante suave para no llamar demasiado la atención, pero suficientemente brilloso para resaltar sus finos labios, llenos de deseo. Tomó además una bola de algodón para poder limpiarse la cara antes de ingresar a la escuela. Salió contenta y decidida. Hoy ella le hablaría con descaro, tenía que jugársela porque no le quedaban muchas más oportunidades antes de las vacaciones estivales.
Estaba nerviosa, caminaba ansiosa con la mezcla de decisión y miedo por echar a perder su única ocasión. Llegó a la parada y él ya estaba ahí, leyendo un libro, pero no de estudios, sino que parecía una novela. Lo saludó y con todo arrojo le preguntó cómo le había ido con sus exámenes, si los había terminado. Él se sorprendió y agradado por su interés, le respondió que todavía estaba en ello, que le faltaba pasar los últimos ese mismo día, y que para relajar los nervios estaba leyendo una novela en lugar de repasar los últimos apuntes. Con naturalidad y cortesía, prosiguió la conversación preguntándole sobre la vida de ella.
Marjo sentía su alegría desbordar, pero aún no sabía cómo se llamaba ese chico. Llegó el autobús y él, muy galante y educado, la dejó pasar primero. Cuando él estaba abordando el autobús, un amigo suyo lo interpeló gritándole “Robert, ven aquí, cuéntame cómo te fue ayer en Math…”
Marjo se tuvo que consolar con haber aprendido sólo su nombre. A partir del día siguiente, el joven dejó de asistir a clases. Había concluido su año lectivo y nunca más se cruzaron. Después del verano, él cambió de ciudad para continuar sus estudios universitarios.
Los hermosos labios de Marjo, brillosos, quedaron esperando durante unas semanas su primer beso. Se lo termino regalando a otro chico que conoció durante una fiesta, en el lugar de veraneo en el que fue con sus padres.
Marjo creció como una chica feliz, amoríos no le faltaban, su encanto y hermosura no dejaban de ser popular, más bien se acrecentaban cada fin de enero cuando cumplía años. Su personalidad se afirmaba con una madurez que no dejaba de complementarse con su alegría de vivir.
Ella adoraba el mar y la montaña, y al terminar el liceo, aun indecisa sobre qué estudios continuar fue a trabajar a una estación de ski, en los Alpes. Allí conoció su primera pareja que sentía seria, con quien querría apostar a algo más que pasar un buen rato, con la que compartiría un pequeño apartamento y empezaría a hacer planes. Él era monitor de ski en invierno y de surf en verano, en la costa del país vasco, en Saint Jean de Luz. Tenía 26 años, unos cuantos más que Marjo y a ella le parecía, sin decírselo a él para no asustarlo, un excelente candidato para organizar una vida común y tal vez tener un niño cuando viniera el momento. No era un tema que se comentara ni entre ellos ni entre amigos, pero Marjo de vez en cuando no podía impedir mirarlo de reojo. Proyectaba su vida y se preguntába cómo sería formar una familia con Jean Luc y cuánto cambiarían sus vidas. No se sentía apurada, para nada, pero la proyección, sobre todo en los momentos más felices, era inevitable.
Terminó la temporada de invierno, empacaron sus cosas y salieron de viaje, a recorrer Marruecos en un Renault 4, con una carpa, bolsas de dormir y ganas de conocer otro continente, por carreteras de polvo y aventuras.
Llevaban dos meses recorriendo y disfrutando lo rústico y variado de ese viaje en un coche propio, por caminos de pueblos esparcidos y caseríos perdidos. Cuando llegaron a Marrakesh decidieron regalarse un descanso e ir a un hotel de tipo club, con todas las comodidades. Era el cumpleaños de Jean Luc y habían ahorrado lo suficiente en los Alpes como para darse un respiro y ciertos lujos. Ella guardaba algo que no había podido decirle. Por las circunstancias del viaje, las incomodidades regulares y la falta de higiene satisfactoria cotidiana, el período ya se le había retrasado el mes anterior en más de una semana. Ahora iba a cumplir 6 días de un nuevo retraso, y ella pensó que relajada, al borde de una piscina y con un buen descanso, todo entraría en orden. Si después de 3 días no le venía aún, en la ciudad encontraría una farmacia para hacerse el test, sólo para chequear, pensaba ella.
Habían pasado 3 de los 5 días de su estadía y encontraba a Jean Luc muy evasivo y hasta tenso. No encontraba el momento para hablarle de su preocupación que se acrecentaba. Como ella se encontraba a gusto, descansando sin las prisas del constante movimiento, dejó que su compañero fuera a recorrer la ciudad con la encargada de relaciones públicas del complejo, con la que habían simpatizado. Véronique, la joven ejecutiva, estaba esperando que le confirmaran un puesto importante en el Club Med de Agadir y Jean Luc le había preguntado si ahí tenían actividad de surf, explorando la posibilidad de trabajar como monitor.
Al regresar del paseo, la gerente le comentó que le habían llamado pidiéndole que fuera en los próximos 3 días a visitar el Club y tener una entrevista definitiva con vistas a su incorporación inmediata, para preparar la temporada de verano. Véronique preguntó por el desarrollo del surf y los deportes náuticos en el Club de Agadir y les dijo que si les interesaba, conocía un monitor de surf, disponible y en la zona. Le respondieron que podía interesarles, que les presentara su candidatura o viniera directamente con ella.
Muy atentamente, la encargada le propuso a Jean Luc que la acompañara y durante esos días Marjo podría quedarse en el hotel descansando. Mientras ellos iban a Agadir a la entrevista de empleo, que podía cambiar la perspectiva de los próximos planes, si ellos excedían de uno o dos días la reserva de la semana original, Véronique arreglaría todo para que fuera sin ningún gasto.
Ingenuamente, Marjo aceptó sin entrar en detalles ni suspicacias, influenciada quizás por el cansancio y la preocupación que aún no se atrevía a desvelar.
A la mañana siguiente, en cuanto Jean Luc se hubo ido, pidió en la recepción que le llamaran un taxi y fue a la farmacia a buscar un test de embarazo. Dos horas después, antes de que a varios kilómetros de allí, la 4L entrara en el Club Med de Agadir, Marjo tuvo la sorpresa que no se esperaba, aunque la sospecha había estado creciendo día a día.
Aguardó hasta la noche, suponiendo que Jean Luc la llamaría para darle noticias, pero el teléfono nunca sonó y su angustia se acrecentó. Pasó una noche espantosa. En este momento más que nunca hubiera querido tener a su pareja a su lado y pensar de a dos sobre el camino a seguir. Al mediodía siguiente, todavía sin noticias, se decidió a llamar al Club Med para ver de hablar o dejarle un mensaje.
La recepcionista, muy amable, la hizo esperar en línea, pero sin cortar su auricular, así es como Marjo pudo escuchar el diálogo indiscreto que se desarrolló sobre la otra línea. La empleada llamó a la habitación de Madame Fretin y le dijo que Monsieur Jean Luc Rives tenía un llamado. La mujer le respondió que estaban saliendo de la ducha, y si podían llamarlo en 5 minutos.
Marjo entendió la escena y se quedó helada. Cortó antes de que la gentil recepcionista le devolviera el mensaje y le pidiera su nombre. No esperó el regreso de su ya ex compañero. Hizo su equipaje y sacó un billete a París para el día siguiente.
El viaje en avión de regreso a Francia fue muy angustiante. No regresaba a la casa que había compartido con Jean Luc, sino a la de sus padres. No volvía feliz con miles de recuerdos de sus aventuras en tierras fantásticas que contaria durante horas a sus amigos y familiares. Regresaba destrozada de su primer gran amor y con una terrible decepción. Pero si solo fuera una desaventura amorosa, sería algo llevadero con el tiempo, lloraría unos días y después el calor humano y el reencuentro con los afectos, curaría ese sentimiento de injusticia y desazón.
Sin embargo, debía reflexionar sobre qué hacer con esa novedad que llevaba en el vientre. Estaba ansiosa de llegar y poder confiarse a su madre, con quién siempre había sido muy compinche y confidente. Contaba también con dos buenas amigas, pero para esto que le sucedía, no las sentía lo suficientemente maduras para apoyarse en sus consejos.
¿Qué le diría a su padre, cómo reaccionaría éste? No le infundía miedo, pero temía decepcionarlo y generar un rechazo en él, que la hiciera sufrir más aún.
Marjo era hija única, no tenía una hermana o incluso un hermano en el que confiar su corazón abierto y desgarrado. Las horas de charlas con su madre fueron muy importante para consolarse, para saberse amada y protegida, cualquier cosa que le sucediera, sin embargo, no encontraba, probablemente debido a la diferencia generacional, la misma sintonía emocional e incluso visión de lo que un aborto le movilizaba. Tampoco la perspectiva de la aceptación de ser madre soltera a tan joven edad la podía compartir realmente con su madre. Contaba con su apoyo incondicional y eso ya era mucho más de lo que muchas jóvenes podían beneficiarse en esa época en la que abortar no estaba aún visto como un derecho socialmente normalizado.
Su miedo principal residía en que desde chica se había visto proyectada como una madre de 3, quizás incluso 4 hijos. No quería repetir lo de sus padres de educar una hija única. Ahora, frente a esta situación de tal magnitud, sentía con justeza la necesidad de los hermanos en el seno de una familia. Hacía un tiempo había leído un artículo sobre las mala praxis que existían aún en las interrupciones involuntarias del embarazo. Una de las consecuencias más habituales era la de dejar a la mujer con la imposibilidad de procrear posterior a una mala intervención. Esa sola idea la llenaba de pavor y la hacía dudar de todo. Un día se despertaba decidida a no condicionar su vida futura por un error que no era solamente culpa suya y en otra oportunidad se imaginaba a Jean Luc regresando a buscarla y ofreciéndole de instalarse definitivamente juntos y asumir lo que viniera delante en sus aún jóvenes vidas.
Se informó cuántos días o semanas podía esperar para tomar la decisión definitiva. En el fondo estaba buscando darse esa oportunidad de que algo mágico sucediera para iluminar su decisión que al final siempre sería íntimamente suya.
Los días pasaron y Jean Luc ni siquiera intentó ubicarla para saber por qué se había ido tan súbitamente del hotel y sin dejar ninguna explicación. El debía haber pasado a otra cosa. Se imaginaba ella que él habría conseguido su empleo como monitor de surf en Agadir y estaría instalado con la joven y bella Verónica y nada lo haría regresar a Europa y menos para asumir una realidad de vida al extremo opuesto de lo que estaba deseando.
Marjo estaba sola, se sentía acompañada principalmente por su madre, cobijada por sus padres, pero nadie podía disponer de su decisión ni valorar todo lo que eso implicaba como temores e incertidumbres profundas, íntimas, irremediables.
Marjorie pasó unos meses en el seno de la familia. La intervención resultó más simple y segura que lo que temía y los padres la rodearon de todo el cariño y la comprensión que necesitaba.
Cuando ya se sentía emocionalmente contenida y equilibrada, dejó de pensar a diario en la traición sufrida. Se sintió con ánimos para volver a volar con sus propias alas. De alguna manera, dejar la casa familiar era volver a afrontar su futuro con mayor seguridad de cuando había llegado meses antes. Volver a creer en ella y su capacidad de reinventarse.
Tenía ganas de inscribirse en la universidad o en una escuela de arte o de arquitectura. Comenzó a frecuentar galerías y a relacionarse con algunos jóvenes artistas. Jóvenes pintores, escultores, músicos, y otros que presumían de escritores, aunque sólo adornaban las reuniones vespertinas como poetas declamadores cuando se habían fumado dos porros y bebido 3 cervezas, o se habían bajado una botella de vodka.
La natural simpatía de Marjo no dejaba a nadie indiferente y rápidamente ella se convirtió en uno de los personajes centrales del grupo. Estudió arte, diseño, aprendió algo de música de manera informal con los amigos músicos, y acumuló conquistas pasajeras, algunas amistades con privilegios o complicidades íntimas.
Era una mujer libre a la que muchos hombres incluso temían declararse por miedo al rechazo o a la indiferencia. Marjorie ya no buscaba la vida de pareja, prisionera de su cotidianeidad. La traición sufrida de muy joven con la consecuente pérdida de la inocencia, marcaría su relación con la necesidad o imperativo social por formar una familia y tener hijos. No pensaba en el mañana como la mayoría de sus amigas, sino en ser feliz tan simplemente como le fuera posible, en disfrutar el tiempo presente y no desaprovecharlo. El pasado le retrotraía imágenes de las oportunidades frustradas.
Al cumplir 30 años se propuso cumplir un viejo sueño. Desde que se había iniciado al yoga y había encontrado cierta armonía interior mediante la meditación diaria, soñaba con visitar Oriente. Se imaginaba con su mochila y con tantas ganas de descubrir el Continente Indio y el Himalaya. Allí podría caminar como a ella tanto le gusta, descalza y liviana. Podría apreciar los variados arroces y platos especiados que tanto le gustan, pero sobre todo saciarse de frutas maduras, llenas de aromas y de gusto pronunciado, verdadero.
Renunció a su trabajo en la galería de arte y se fue sin planear cuándo regresaría. Consiguió un vuelo a Nueva Delhi y con regreso desde Katmandú. En el aeropuerto, en la cola de la cafetería de la zona de embarque, cruzó la mirada y una sonrisa con un hombre de unos 35-40 años. El hombre era apuesto y parecía ir hacia un destino similar, por su forma de vestir y su aire entre montañista, explorador y místico moderno. Al rato se encontraron en la fila de embarque hacia el vuelo a Nueva Delhi y ahí entablaron conversación.
El tipo era muy simpático y en efecto, resultó ser un montañista y algo místico. El hombre iba cada año a la India y a Nepal para hacer un viaje espiritual, visitar una serie de templos y comunidades y hacer la ascensión de uno de los picos de la cordillera Himalaya.
Al subir al avión se encontraron separados sólo por 4 asientos y esperaron que terminara el embarque para reunirse en la misma fila y compartir así todo el vuelo.
Marjo estaba feliz porque el viaje comenzaba bajo los mejores auspicios. El tipo le caía súper bien, era buen mozo y conocedor de todo lo que a ella le interesaba. En los primeros 10 minutos, él ya se había ofrecido para hacerle de guía, al menos durante el tiempo que durara su periplo en India. La parte de la ascensión no la podrían compartir porque era muy técnica y él se uniría a un grupo internacional con el que hacían este tipo de desafío cada año. No era para amateurs.
Durante el mes que viajaron juntos, él le mostró los principales sitios espirituales del norte de India. También llegaron hasta Bangladesh para apreciar la diferencia notable con la cultura bengalí. Marjorie no podía haber soñado con un mejor acompañante y un amante más atento. Era además un guía ideal, tan instruido en todos los temas que le interesaban a ambos. Nada podía ser más perfecto que este momento presente que ella disfrutaba con el corazón y el alma. Se sentía verdaderamente feliz y no recordaba otro momento de mayor plenitud. Todas sus expectativas estaban colmadas, incluso más de lo que había fantaseado, aún cuando evitaba proyectarse en el futuro. Al organizar el viaje, no había podido evitar pensar y temer ciertos aspectos llenos de incertidumbres. Él la protegía y le daba la seguridad de estar bien acompañada.
Cuando él le toma sus manos, ella se siente estremecer, las manos son la parte más sensible de su cuerpo. Es con ellas que siente cuando da y cuando recibe, cuando el saludo y la bienvenida son generosos, reales. Las manos ayudan y consuelan, son el centro de sus sentidos.
Llegaron a Katmandú al comenzar el segundo mes, que él tenía dispuesto para la ascensión. Ella recorrería Nepal y se reencontrarían en el Campamento Base en 3 semanas, cuando la expedición estuviera de regreso.
Recorrió durante esos días un sinnúmero de aldeas nepalíes en las que encontró tanta alegría en la cara de la población, tanta sinceridad en la mirada de los niños y sus madres, que aún sin poder comunicarse en una lengua común, los gestos le permitían recibir la alegría de vivir.
En un valle profundo encontró una aldea que parecía construida alrededor de un templo o monasterio. Se acercó para visitarlo e intentar ver si podía meditar un rato en tan bello sitio, antes de continuar su paseo. Había llegado en un momento especial durante una ceremonia en la que sólo había jóvenes monjes en un ritual que incluía cánticos, música y ciertos rituales. No podía asistir a esa ceremonia ni tampoco entrar al templo, pero fue acogida por un hombre de cierta edad que hablando algo de inglés le indicó un rincón donde podía disponerse para meditar o hacer sus oraciones o ejercicios espirituales.
Ella aceptó de buen grado y lo siguió, se ubico en un sitio algo retirado, pero en el que se sintió muy cómoda e íntima. Trascendía un ambiente de paz y armonía en el lugar, que sobrepasaba el aspecto puramente religioso o espiritual. Después de 30 minutos, ella sintió una presencia, pero visualmente no se percató de nada, ni tampoco escuchó nada, estaba en perfecto silencio, lo único que podía apreciar era el sonido de los pájaros y de un arroyuelo o fuente cercana. Cuando se puso de pie para retirarse, a menos de 2 metros detrás de ella estaba sentado un anciano.
Sorprendida dio un pequeño salto hacia atrás y le pidió disculpas por no haberlo visto. El hombre, sin duda un venerable, con excelente inglés, entabló una amable conversación. Le preguntó adónde viajaba, por qué había venido hasta ese santuario y qué esperaba de la vida allí.
Marjorie, emocionada por el encuentro con el viejo, le contó lo feliz que estaba, que todo lo que vivía desde el comienzo del viaje no era más que maravilloso y que luego esperaba reencontrarse con su amigo expedicionario.
El sabio le pidió que se sentara enfrente suyo, y le dijo que tenía un mensaje importante para ella. Le explicó que mientras ella meditaba, el había estado sentado detrás de ella y había percibido su aura. Le dijo que ella era una persona con un alma muy buena y generosa pero sufrida, y que necesitaba advertirle que ese sufrimiento no cesaría. Le indico que cada incidente importante en su vida era una prueba para su capacidad de aceptación y para ver si ella podía mantener el estado de lo que llamamos felicidad. El viejo le recordó que el estado de felicidad no se alcanza sólo porque todo lo que nos sucede parece perfecto y en armonía, sino porque nosotros ponemos el alma en armonía con lo que nos sucede.
Marjorie no terminaba de entender cuál era el mensaje o la advertencia que el monje le estaba intentando comunicar.
Antes de marcharse, el venerable anciano le dijo que un gran sufrimiento la esperaba en la montaña y que si ella había llegado al templo era para poder recibir ese mensaje y poder preparar su alma para dicho acontecimiento.
Conmovida, perturbada, Marjorie no terminaba de entender por qué el monje había creado tal disturbio en su vida, sobre todo en un momento tan armónico para ella.
Faltaban 5 días para la fecha fijada del encuentro en el Campamento Base. El anciano había hablado de sufrimiento en la montaña. Saliendo de la aldea ella pensó que quizás, para apaciguar la creciente inquietud, podía ir unos días antes y esperar la llegada de la expedición en el campamento. Recordaba que le habían recomendado pasar más días a media altura para aclimatarse mejor a la altitud.
Al llegar, el campamento estaba revuelto, mucha gente corría en todas las direcciones, y habían helicópteros, médicos y ambulancias. A medida que ella iba entrando, su corazón se iba helando, deducía que se había producido un accidente. Las palabras que había escuchado en el templo le resonaban como campanas cada vez más ruidosas.
Se dirigió a lo que parecía el Headquarters – el cuartel de la organización. Preguntó por su amigo y si todo el revuelo tenía algo que ver con la expedición internacional.
Le preguntaron si era su mujer, la señora Vriand, a la que habían informado ayer sobre el accidente. Primero, no entendió exactamente lo que le decían y contestó que sí era su pareja, pero ante la insistencia del oficial de si era la señora Vriand, ella le contestó que no, porque no estaban casados. Poco a poco comenzó a entender que el hombre con el que había pasado un mes extraordinario, los dos olvidados del mundo cotidiano y del entorno familiar, tenía un pasado y un presente que ella desconocía. Ella casi no le había hecho preguntas sobre cómo era su vida antes de conocerse. Había tantos temas de qué hablar que apenas le había quedado tiempo para preguntar por su pasado o si había tenido hijos, si había estado casado o algo más. ¡Había dado todo por sentado! Si él no le contaba sobre su vida en París, es que no le interesaba más que la vida que estaban viviendo juntos, recorriendo y el hecho que estaban aprendiendo a conocerse.
Se sintió desconcertada, pero no se resignaba a irse sin verlo e intentar aclarar la situación, si es que el aún estaba con vida y se podían comunicar. Decidió quedarse en el campamento porque ya se hacía tarde para bajar y además quizás al día siguiente pudiera pasar a verlo con el cambio de personal. Diría que sí, que era su mujer y tal vez lograría pasar. Probablemente estaba separado y por formalismos tenían anotado su contacto, pero nadie vendría por él desde Francia.
¡Cuál fue su nueva sorpresa al llegar al Puesto Médico, presentarse como la señora Vriand y que le dijeran que era imposible porque ya había una persona que se había presentado con ese nombre y estaba con el rescatado!
En ese preciso momento sintió el peso de la mentira, de la traición a los sentimientos, y el derrumbe de las expectativas que nos hacemos cuando conocemos a alguien y nos entregamos de lleno a la otra persona.
Con los ojos llenos de lagrimas y un intenso nudo en la garganta, metió todo en su maleta y se marchó, no volvería a saber nada más de su amigo y no quería seguir en la montaña, vagó durante dos meses más entre diversos lugares del sur de la India, con más o menos interés. La melancolía no le permitía apreciar todo lo que descubría, la llenaba más de tristezas que de alegrías.
Un día estaba sentada en una playa, meditando frente al mar, cuando se le acercó un anciano muy fino, con larga barba y cierta elegancia natural, todo vestido de blanco, con ropas de lino rústico. No la interrumpió, se sentó suave y silenciosamente a su lado. Esperó a que ella le dirigiera la palabra, que terminara su meditación.
Marjo, ante la presencia imprevista, le preguntó si necesitaba algo, si ella podía ayudarle en algo. El anciano le dijo que escucharlo era toda la ayuda que ella podía darle. La había seguido porque al pasar a su lado había percibido su aura, algo no común y por eso había esperado en silencio, para hablarle. El podía percibir en ella un alma excepcional y generosa, llena de alegría y ganas de vivir, y tenía un mensaje para transmitirle. Le dijo que su elemento de paz interior era el Mar, que él debía incitarla a buscar su playa, su lugar en el Mar dónde ella sería feliz y encontraría su armonía para siempre. Que ese lugar no era en la India, sino bien lejos, en otro continente, habitado por mucha menos gente y donde la vida era más acorde con la naturaleza.
Terminó, le ofreció las manos para saludarla con gran suavidad y respeto. Dio un paso hacia atrás, se dio vuelta y desapareció caminando lento por la arena.
Marjo quedó absorta y pensativa. Pensó en el Mar y en todo lo que este le ofrecía: paz interior, dialogo interno, profunda meditación, abstraerse sintiendo los olores, el perfume a iodo, el incesante ruido de las olas y el espectacular vuelo de las gaviotas y los cormoranes. El azul profundo del mar le moviliza sus pensamientos y sus sentimientos. Es, junto al verde esperanza, su color favorito, trascendente, movilizador.
Se levantó y al día siguiente emprendió su regreso a Europa con la misión íntima de encontrar esa playa, esa isla, ese rincón junto al mar donde pudiera finalmente encontrar lo que siempre había buscado.
Transcurrieron dos años en los que intentó ahorrar algo de dinero para volver a viajar y explorar nuevos lugares. En el fondo, buscaba percibir dónde podría situarse aquel rincón del que le habló aquél sabio indio en la arena. Como había aprendido algo de español en la escuela, finalmente se decidió por explorar América Latina. Ese basto continente en donde casi todos los países poseen mar y con playas muy poco pobladas. La mayor parte de la población, en esos países, vive en las grandes ciudades.
Empezó por lo más al sur, Argentina y quizás luego seguir por Chile. Llegó a Buenos Aires en un vuelo sin escalas y se sorprendió, como le sucede a la mayoría de los franceses, con la cultura y la vida artística y nocturna que había en una ciudad tan en el culo del mundo y sin embargo tan europea.
Le encantó la ciudad, conoció gente maravillosa, el carácter argentino y precisamente porteño es muy alegre y simpático, muy abierto sociable. Conoció el dulce de leche, bebió litros de mate y aprendió a cantar mil canciones. Pero frente a Buenos Aires no hay mar, sino el extenso y ancho Río de la Plata. Para sentir el iodo y el ruido de las olas, sentarse en la arena y ver el atardecer o amanecer, le decían que había que ir hacia el sur, allí donde hay muchas playas extensas y desérticas, formadas por grandes dunas.
Un amigo le consiguió un viejo Renault 4L que se parecía al que había tenido en el viaje a Marruecos. Iniciaría el viaje con una amiga que tenía previsto quedarse en la costa, en la casa de verano de sus padres.
Ella seguiría luego hacia el sur, quería conocer las playas patagónicas y sobre todo pasar a la Península Valdéz donde emigran cada año las ballenas francas australes y tantos otros animales marinos.
Llegó en el momento más impactante, en septiembre, cuando la población de ballenas está en su climax. Se pueden ver y escuchar desde la costa, pero a los turistas se los lleva en botes, lanchas o inflables tipo zodiac. En Puerto Madryn, la primera persona a la que le preguntó por Puerto Pirámides se ofreció a llevarla hasta allí. Resultó ser un encargado de una embarcación que realiza avistajes y otras actividades. En lo que duró el trayecto, el hombre le ofreció a Marjo que se encargara de la gran cantidad de turistas franceses. Nadie hablaba francés en la zona y él lanzaría una publicidad para atraerlos.
Marjo se quedó hasta el fin del verano. En la pequeña población de Puerto Pirámides, no vive mucha gente en forma permanente, pero Marjo pudo hacerse amigos rápidamente entre los otros pobladores de la región, de las estancias y empresas que ofrecen servicios turísticos y también muchos de Trelew, Rawson o Puerto Madryn que tienen relación con la actividad turística.
Se hizo un grupo de amigos muy agradable, eran muy cálidos y cariñosos, como saben ser los argentinos, sobretodo los de la Patagonia. Los mejores momentos eran cuando se armaban rondas de guitarra frente a un fuego central en la playa.
Al terminar el verano, el clima se hizo rápidamente más frío y como no habría trabajo hasta septiembre próximo, Marjo decidió seguir la ruta hacia el sur, antes de que llegara el invierno, solamente para conocer Ushuaia y el glaciar Perito Moreno, de los que tanto le habían hablado.
Al llegar al Canal de Beagle quedó subyugada por dos veleros que se encontraban en la bahía y enarbolaban pabellón francés. Intentó conocer a los tripulantes y obtener información sobre motivo del viaje a un lugar tan al sur. Los armadores y capitanes no estaban a bordo porque habían regresado a Europa. Sólo pudo conversar con dos marineros jóvenes que habían venido con uno de ellos, la goleta Marie-Claire. Habían viajado desde la Polinesia Francesa, pasado por la isla de Pascuas y dado vuelta al Cabo de Hornos.
Marjo los escuchó atentamente durante dos días y dos noches, ya soñando en que ese plan le gustaba más que encontrar un simple trabajo en tal o cuál lugar al borde del mar. Quizás incluso llegaría un día a tener su propio barco y lo fondearía enfrente a su playa en alguna isla que aún no conocía.
El problema era que el invierno austral estaba llegando y las actividades decaerían a lo mínimo, salvo en las estaciones de ski.
Uno de los jóvenes debía quedarse para cuidar los barcos en el fondeadero, pero al otro, Marjorie le propuso ir subiendo por la ruta 40 con el 4L hasta Mendoza. Debían pasar por el Calafate, el Chaltén, el Bolsón, Bariloche y la ruta de los 7 Lagos antes de que cayeran las nieves. No les fue mal, con solamente tres averías mecánicas y dos pinchaduras de neumáticos. Llegaron a mediados de junio a San Martín de los Andes donde recibieron la primera nevada copiosa. Por suerte, dos días después la ruta estaba despejada y no tardaron en llegar a San Rafael y Mendoza. En Mendoza se separaron y Marjo condujo la 4L hasta Buenos Aires. Ese, en realidad era el plan, pero en San Luis recogió un simpático rosarino que hacía dedo y se dejó convencer para llevarlo a Rosario y conocer esa ciudad y su onda musical.
Apenas llegaron a Rosario, el coche pareció decir basta y que ya había recorrido suficiente Argentina. El arreglo de la tapa de cilindros era demasiado costoso y Marjo decidió venderlo por el vil precio que el mecánico le ofreció.
La famosa “movida rosarina del mochilero” no terminó de gustarle, probablemente por un par de tipos que corrían detrás de ella en forma medio pesada y en cambio, inició una amistad con una chica que soñaba con viajar a Búzios y decidieron partir juntas, buscando el calor de la costa brasilera.
Brasil, país gigante de extraordinarias playas prometía ser quizás el El Dorado que Marjo estaba buscando, con vista al mar, buen clima para vivir con lo más simple y sin tener mayores lujos. Atravesaron Uruguay y el sur de Brasil en autobuses y a veces a dedo. Llegaron a Búzios después de dos semanas, y de atravesado rápidamente Río de Janeiro, pero Marjo no se hallaba bien. Sentía que las grandes movidas urbanas o las ciudades turísticas no eran lo que ella buscaba. Quería que su paraje fuese un refugio espiritual para posarse un tiempo.
En una reunión en la playa, con un grupo grande de gente venida de todos los horizontes conoció a un suizo que tenía un barco en Angra dos Reis y tenía pensado subir hasta el Caribe. Viajaba solo, pero aceptó llevarla de tripulante hasta la Guyana dónde se detendría un par de meses, ya que debía regresar a Europa por unos asuntos profesionales.
Ese era el plan ideal para Marjo. Podría aprender a navegar en ese trayecto y empezar a probar si el mar era realmente su medio, como le había vaticinado el sabio indio.
La única aprensión que tenía era cómo se daría la relación entre dos desconocidos una vez que estuvieran en alta mar y sin ninguna alternativa de irse a otra parte. Se sentía preparada para desarmar cualquier avance desubicado, pero nada de eso fue necesario, ya que Ralph, desde el primer día le hizo saber que entre las razones de su regreso también era el que extrañaba a su amigo, con el que se había peleado una semana antes de cruzar el Atlántico y desde entonces no se habían visto.
Todo anduvo muy bien desde todo punto de vista. El barco estaba cuidado como una relojería suiza, nada fuera de lugar y todo en funcionamiento perfecto con su debida lubricación. El tipo resultó muy amable y cortés, una delicia de conviviente en tan exiguo espacio, algo que era ajeno para Marjo. La navegación de alta mar le resultó sin inconvenientes y le permitió testear sus temores y capacidades. Aún cuando fueran costeando se alejaron bastante de toda orilla y durante varios días, por lo que fue un excelente ejercicio y examen para Marjo.
Como había ido todo tan bien entre ellos, Ralph le propuso a Marjo de quedarse en el barco mientras él se ausentaba a Europa por sus asuntos. A ella le encantó la idea con el acuerdo de que durante un par de semanas, ella también aprovecharía para ir a visitar el Amazonas y de ser posible llegar hasta Manaos.
El reencuentro después de los dos meses fue muy satisfactorio para ambos. Marjo había tenido un viaje de expedición a la selva, pero en el que había tenido la oportunidad de conocer las poblaciones ribereñas e incluso la Guyana. Aunque ese territorio no le había resultado especialmente lindo, le había terminado pareciendo agradable, aunque no se quedaría a vivir en un lugar tan húmedo. Ralph también regresó muy contento de su periplo obligado y estaba mucho más relajado que cuando se había ido.
La navegación hasta las Antillas no tuvo sorpresas, salvo la de los hermosos parajes de las Grenadinas, que aunque siendo idílicos, le resultaron demasiado turísticos para quedarse un tiempo prolongado. Le hubiera gustado conocer la isla de Barbados, pero como esta más alejada del arco antillano, Ralph no tenía previsto pasar por allí, por el momento.
Llegaron al puerto de Le Marin, en la punta sur de la Martinica donde habían previsto separarse. Ralph iba a esperar a su amigo que viajaría desde París y pasarían juntos el mes de sus vacaciones.
Ya con experiencia de navegación y dispuesta a seguir, apenas llegó, Marjo colocó pequeños anuncios en la capitanía, en los bares y terrazas y en los comercios habituales de los navegantes. Idealmente buscaba quién fuera hacia el Pacífico, que era su meta desde que había conocido a los jóvenes en Ushuaia.
Tuvo mucha suerte porque no tardó más de diez días en conocer a una chica italiana que estaba en una tripulación proveniente de Francia y que hacían escala en Le Marin pero seguían hasta Raiatea, en la Polinesia Francesa. Estaban en un gran catamarán, flamantemente nuevo que debían entregar a una empresa de alquiler de barcos que lo había adquirido al astillero. Como una de las personas de la tripulación probablemente desembarcaría en ese punto porque no se había adaptado a la gran travesía, si ella se postulaba de inmediato podía tener la oportunidad de ser aceptada. Tres días más tarde, Marjo estaba zarpando con destino a Panamá y luego del cruce del Canal, la Polinesia.
La travesía no tuvo mayores inconvenientes. El capitán era un muchacho muy joven, de apenas 25 años, pero que llevaba cinco haciendo estos traslados de catamaranes vendidos en la Metrópolis por el astillero a las empresas de turismo de Polinesia. Ya su padre se había dedicado en sus últimos diez años de actividad a esa tarea tan específica. El muchacho había nacido en Papeete y había vivido toda su vida en el Pacífico, a la excepción de los años de liceo, que los padres, en proceso de divorcio, prefirieron enviarlo con sus abuelos a Francia. De la vela, había aprendido todo de su padre ya que desde chico había hecho dos vueltas al mundo y en cuanto regresó con su bachillerato en el bolsillo, se inscribió como simple tripulante en los traslados paternos. Conocía perfectamente los barcos que le confiaban, la ruta más segura y los riesgos que podía correr o mejor evitar. Así es como sin siquiera tener 21 años había sacado el carnet de Capitán de Yate que lo habilitaba para ir de segundo de su padre. En los primeros viajes y al poco tiempo, su padre invirtió los roles, poniéndolo a él como primer oficial y él quedándose de segundo.
Era un muchacho muy apuesto y muy serio. Estaba compenetrado con su responsabilidad y rara vez reía a carcajadas con el resto del equipo. Sonreía, bebía un trago y era como si tragara las ganas de sacar esa risa profunda. Nunca bebía más de una cerveza o una copa. Sobriedad, seriedad, responsabilidad, en un muchacho de 25 años con la imagen de un surfer triste.
Marjo estudió todas sus decisiones y aprendió rápidamente con las ansias de quién tiene un plan detrás, en la cabeza, una idea subyacente. El resto de la tripulación, a ejemplo de su capitán, eran bastante sobrios y tranquilos, tanto los chicos como las chicas. Se sentía el respeto que infundía el joven capitán al equipo en donde todos eran bastante mayores que él. Nadie tenía su experiencia, aplomo y temple.
Cuando daba una orden, nunca era gritando, siempre parecía que suavemente sugería lo que nadie discutiría ni dudaría en realizar al segundo de haber acabado la frase.
La llegada a destino fue en los tiempos acordados, sin nada que notificar aparte del arribo. Marjo se entendió muy bien con una de las compañeras que ya había estado en Raiatea y que conocía algunos puntos para recomendarle.
A pocos días de llegar, ambas habían encontrado trabajo en un hotel, pero lo que Marjo buscaba era conocer más sobre barcos, así que siguió buscando. En el astillero de Raiatea empezó a hacer tareas de limpieza, mantenimiento, carenado y pulido de embarcaciones. Quería aprender todo sobre barcos antes de animarse a comprar el suyo. ¿Cual seria mejor? ¿De polyester, aluminio, o acero? Sin duda, entendió rápidamente que, para aventurarse a los mares del sur, el aluminio era el tipo de barco más recomendable, al menos la mayoría de los navegantes que pasaban hacia el Cabo de Hornos tenían ese tipo de barcos.
Sin embargo, después de haber trabajado en una goleta clásica, le había quedado el amor por la estética marina. Quizás trabajando en este medio, un día encontraría esa rara avis que buscaba, un velero de no más de 12 metros, de madera, viejo y barato, sin demasiados achaques fundamentales.
Se hizo conocida en el sector de la náutica alrededor de Tahití y las islas de la Sociedad. Una rubia, con conocimiento, coraje, fuerza y sin miedo para las tareas duras, a la par de cualquier hombre.
Sin embargo, después de dos años trabajando duro, Marjo no tenía mucho tiempo libre para recorrer las islas y buscar su playa. Empezaba a olvidar que esa había sido su primera motivación en llegar hasta aquí, en echarse a surcar los mares.
Un día un joven más o menos de su edad trajo al astillero un velero de madera, bastante en mal estado, que había heredado de su abuelo, fallecido hacía un mes. Él vivía en la Metropole, como le llaman a Francia continental, y quería restaurar el barco para venderlo o si conseguía cambiar de trabajo, quizás quedárselo y aprovecharlo en sus vacaciones. No tenía los planes totalmente definidos. De alguna manera, necesitaba los presupuestos para después evaluar lo que haría.
El dueño del astillero le confió la tarea de presupuestar ese trabajo a Marjo, quien se había especializado en restaurar y recuperar viejas embarcaciones devolviéndoles el brillo de antaño. Ella fue trabajando rubro por rubro, en detalle, lo que costaría repararlo a conciencia y para hacer revivir el lustre que supo tener, seguramente en los años mozos del abuelo fallecido.
Al presentarle el presupuesto al joven cliente, ella notaba que él la miraba en forma especial, no sólo escuchaba las explicaciones técnicas. El monto era bastante elevado, pero por supuesto que podía hacerse en diversas etapas. Cuando hubo terminado de explicar todo lo que había por hacer, él le preguntó si ella haría esta restauración si el velero fuera suyo. La pregunta la sorprendió, pero ella durante la elaboración del presupuesto había reflexionado sobre esa decisión. Obviamente que ella no tenía el dinero suficiente para la compra y reparación, pero si lo tuviera, claro que lo haría, poco a poco.
Patrick, el joven heredero del barco, le hizo una propuesta a Marjo, que escondía cierto interés por tejer algo con ella. Si ella lo restauraba se haría dueña de la mitad de la propiedad del elegante barco. Él cubriría los gastos de estadía en el astillero y compraría los repuestos y material que fuera necesario, pero ella no cobraría nada por su mano de obra, que era obviamente la parte más importante y aleatoria en la suma de tiempo que finalmente incurriría tamaña tarea. Se sabe cuándo se empieza, pero no cuando se termina, dice el dicho.
Marjorie le dijo que necesitaba un par de días para pensar. La idea le gustaba, algo de intención había percibido en el muchacho, pero en el fondo a ella no le disgustaba el encuentro y la perspectiva de poder conocerse a través de ese proyecto no le resultaba desagradable.
Le respondió que aceptaba, pero puso dos condiciones. Primero, que no podía dejar de trabajar en el astillero, ya que debía seguir ganando algo de dinero mensualmente para subsistir y segundo que, si algún día decidían separar la propiedad y si era ella la que quería separase por cualquier razón que fuera, él debía abonarle el dinero del presupuesto, como monto de recompra. Eso no se aplicaría en el primer año, sino después del decimo tercer mes. Si en cambio, era él quién decidiera separarse, o que no le interesara más disfrutar del barco, ella se lo compraría por el costo de lo gastado en material y repuestos, pero le daría una facilidad financiera para que ella pudiera adquirírselo.
Cerraron el trato y Marjorie negoció con el astillero las condiciones de su continuidad, de cómo trabajaría después de su horario habitual en su barco, unas tarifas muy accesibles para la estadía y el préstamo de herramientas.
La restauración le llevó casi nueve meses, todo un parto, pero Marjo estaba feliz y muy orgullosa de lo que había logrado. Para los rubros técnicos como la electrónica y la mecánica, se apoyó en sus colegas que le dieron una mano a precio de costo. Ella hizo la mayoría de las instalaciones, incluso de lo que no era su especialidad, pero guiada por los técnicos especialistas. Aprendió de esa manera todos los detalles, todos los oficios y a conocer a su barco desde las entrañas hasta todos los órganos vitales. Ella viviría en él una vez terminado y cuando su socio-dueño viniera para sus vacaciones, ella se tomaría las suyas.
Así debía ser en el primer año, pero Patrick, como no era experto navegante y no conocía bien el velero, le propuso que el primer viaje lo hicieran juntos. Lo que debía suceder, sucedió. Casi cinco días se tomó Patrick para declararle su llama a Marjo.
Hacia mucho que ella no estaba en pareja y sentía que le faltaba algo. Se sentía cada dia mas atraída por Patrick y el tiempo estaba excepcional, un buen indicio.
El resto de las vacaciones fueron idílicas, una temporada de amor, sol y trópico, y de disfrutar del buen trabajo realizado. ¿qué más podía pedir? ¿qué otra cosa mejor podría haber soñado?
Todo lo bueno suele tener un fin. Cuando al final del verano, Patrick debía regresar a su trabajo, la relación se empezó a tensar. Ninguno de los dos había reflexionado sobre cómo sería su vida juntos luego de las vacaciones. Él era contador en una firma de prestigio y estaba en la mitad de su carrera profesional. Ella no se imaginaba regresando bajo ningún concepto a vivir en la ciudad, en la Metropole, en la “civilización”, como le decía ella cuando se molestaba.
Allí se sentía muy bien y libre, todo le resultaba más agradable y equilibrado que en la vida urbana de stress permanente. No había encontrado aún su playa, o su isla, pero viviendo en el barco tenía todo lo que necesitaba, que no era mucho y estaba en el Mar, rodeada de su azul profundo. Se despidieron con cierto ánimo apesadumbrado, no habían encontrado la forma de confrontar sus diferencias, ni la voluntad y capacidad de llegar a un acuerdo satisfactorio sobre sus proyectos de vida.
Él podía, en el mejor de los casos, estudiar qué tipo de opciones podía encontrar en una ciudad como Papeete, pero esa sería una posibilidad de carrera muy exigua, por no decir nula. Significaba abandonar toda ambición profesional y su trabajo, desde que hacía auditorías y algo de consultoría internacional, le gustaba cada vez más.
Pasaron tres meses hablando por teléfono en forma diaria, después fueron espaciando los llamados y en cambio se enviaban un mail o chateaban. Ella lo mantenía siempre al tanto de las noticias del barco y si había hecho alguna mejora.
Marjo había escuchado hablar mucho de las islas Marquesas, pero no había tenido la ocasión aún de visitarlas. ¡Allí partió! Fue un gran descubrimiento. El barco navegó de maravilla, Marjo se sentía en total simbiosis con su obra, sobre la que había vertido tanta energía e ilusiones.
Esperó varios días hasta que la ventana metereológica estuviera bien orientada, que el viento establecido fuera de sudeste para remontar con condiciones favorables.
La primera isla a la que llegó fue Fatu Hiva, pequeña maravilla, con sus dos bahías y aldeas de tamaño humano. Lo primero que le agradó fue la sencillez y cordial distancia en el trato con los habitantes. Si ella no se acercaba a entablar una conversación, la veían pasar y eventualmente intercambiaban el tradicional saludo Kaoha y una amplia sonrisa. Si por cualquier motivo ella se acercaba con una pregunta, el diálogo era simple y agradable. Las mujeres parecían más curiosas de saber qué hacía una mujer paseando y conduciendo un barco sola, y que además ella había casi rehecho. Se interesaban en ella y le contaban en qué consistían sus rutinas, sus quehaceres, sus placeres y sus deseos. La mayoría vivía de realizar trabajos en artesanías, que vendían cuando llegaban los buques con turistas, el Aranui y el Taporo.
El fondeo era más tranquilo en la Bahía de las Vírgenes, donde reposa la aldea de Havanave, por lo que Marjo prefirió quedarse ahí unos días y desde allí realizar largas caminatas, hacia la cruz, pasando por la cascada, pero también hacia la costa este. Rose y su hermana le contaron el verdadero origen del nombre de la bahía y Marjo río a carcajadas. En realidad, pese a que se venere a la virgen con su manantial, el nombre es un derivado del original, Bahía des Verges, que los misioneros decidieron trastocar con doble propósito. Verges, en francés, significa penes y es gráficamente acorde con los promontorios que destacan la bahía y le dan ese carácter tan especial. Es curioso cómo la solemnidad del sexo explícito coincide con la solemnidad religiosa y representativa.
Después de Fatu Hiva, pasó por Hiva Oa, que la decepcionó bastante comparada con la belleza pura de Fatu. Igualmente, encontró que el agradable trato humano que le habían brindado en la primera isla, no era una excepción. Siguió el periplo con un gran descubrimiento al llegar a la pequeña isla de Tahuata. Bajando por la costa noroeste se suceden varias playas de pequeño tamaño, aisladas y carentes de camino terrestre. La perla es la llamada playa de Hanamoenoa, una hermosa cinta de arena blanca dominada por una basta línea de cocoteros donde se destaca un fenómeno natural de cierta rareza. Una palmera con doble cabeza. Le llamó la atención y creyó ver un cierto símbolo de romanticismo, probablemente producto de la autosugestión, después de tantos encuentros bonitos y una naturaleza encantadora. Todo le fascina desde …que ha llegado a estas islas Marquesas.
Marjo percibe su espíritu apaciguado y en armonía, se siente como en su casa. Sueña ahora con traer a Patrick aquí y explorar estas islas juntos, pasar un tiempo en su barco sin nada más que deleitarse y amarse. ¿La palmera no sería acaso el símbolo del barco común y sus dos individualidades?
Cuánto más entusiasta ella se siente, más distante se muestra Patrick. Ella empieza a sospechar que él tiene una relación paralela. Tiene todos los signos del hombre ocupado en dos relaciones. Una próxima y otra distante. Ya no le toda su atención, sino esporádicamente. Es evasivo en cuanto a planes futuros y posterga su regreso, tanto como olvida seguido las citas convenidas para comunicarse.
Lo que ignora Marjorie y él no se atreve a comentar, porque la vergüenza lo embarga, es que la sucesión familiar se está llevando a cabo con inconvenientes legales, sin llegar a acuerdos entre las partes. El resto de la familia no acepta el trato que él había cerrado con Marjorie. Quieren recuperar el barco y poder disfrutarlo en forma alternativa, tres meses al año cada uno. No aceptan darle todo el bien a Patrick, pese a que fuera él quien se ocupó de salvarlo. La codicia se apodera de todos los procesos de herencia cuando hay un bien que despierta la apetencia o el deseo de parte de los herederos. Si el barco estuviera en el mismo estado de ruina en el que él lo encontró nadie pondría obstáculos para darle la posesión a Patrick, pero ahora la situación es diferente y nadie conoce a Marjorie ni sus derechos.
No hay nada formal registrado entre Patrick y Marjorie, por lo que la familia ofrece reconocer el acuerdo del costo de la separación, proponiendo pagarle a Marjorie la suma del presupuesto. Patrick no se atreve a transmitirle esas novedades a Marjorie, ni por teléfono ni por mail, prefiere viajar para verla y comunicárselo personalmente.
Marjo deja el barco en las Marquesas, en Taiohae, en la isla de Nuku Hiva y toma un avión para ir a su encuentro. Ella lo recibe con ilusión y todo su amor acumulado, e intenta conquistarlo para conocer si él sería capaz de mudarse a la Polinesia con ella. No quiere recriminarle su distanciamiento, pero está convencida que la vida en la isla seria la única solución para preservar un futuro a su relación.
Van a pasar la semana a las islas de la Sociedad, Raiatea, Huahine y Bora Bora, pero él no sabe cómo abordar el asunto. Ella le cuenta de su periplo en las Marquesas, lo bien que se siente allí y que le gustaría explorar la idea de instalarse en forma permanente. En esa discusión Patrick le confiesa el propósito del viaje, que era para comunicarle que sus hermanos tenían la intención de comprar su parte y que tendría que entregar el barco en el mes de junio, a más tardar. Ella se siente engañada, está en una cólera profunda, no entiende cómo él pudo llegar a este punto sin haberle anticipado nada a ella. El dolor se propaga por su cuerpo, ese dolor que ya le es familiar. Se despiden de la peor manera, con total incomprensión. Al poco tiempo, Marjo recibe una carta certificada en el domicilio de su madre y en el de la sede del barco, en Raiatea. Si no entregan el barco como fue requerido, le ordenarán su requisición por vía judicial. Patrick le explica que ella podría perder todo, si al final tampoco le reconocieran su pacto.
No tienen mayor opción. Ella termina entregando el barco, recibiendo el dinero y yéndose a vivir a las Marquesas. No quiere saber más nada de Patrick.
Después de seis meses de insistir, Patrick le escribe diciéndole que está dispuesto a dejar los despachos parisinos e irse a vivir con ella. Marjo acepta recibirlo en Nuku Hiva, donde ella se siente bien, ha logrado recrear una cierta estabilidad, y tiene una cantidad de amigos. Él acepta venir hacia ella. Pasan cinco días en los que se reencuentran parcialmente, el barco siempre presente entre ellos, no pueden obviar su ausencia. Ése era el mayor nexo en la relación y ahora no está más. Ella duda que Patrick vaya finalmente a dejar todo por ella, él le promete que sí, que dentro de seis meses. Queda todavía por resolver si una vida en Papeete sería aceptable para ella, aunque él le promete toda la libertad y que podría pasar largas temporadas en sus preferidas islas Marquesas… incluso podrían volver a reencontrarse con el barco durante el período que le corresponde a él. Marjo le pide un tiempo para responderle, pese a que para sus adentros no está convencida de que eso pueda funcionar.
Patrick regresa a París. A la noche siguiente, Marjo va al snack du Petit Quai, un chiringuito en Taiohae, la isla de Nuku Hiva, allí donde llegan los pescadores y dejan sus dinghys los navegantes. Está comiendo con unos amigos, cuando escucha a un navegante, en la mesa de atrás, comentar que le encantó Tahuata y una playa en la que encontró una palmera con doble cabeza. Cuenta que al ver ese espécimen tan especial, sintió que se desprendía de él una gran historia de amor. Dice que la última vez que estuvo allí dejó una nota clavada en su tronco e imaginó que esa misiva pudiera ser encontrada por una mujer excepcional. Continúa explicando que en la siembra de “semillas del azar” – pequeños actos que realizamos para tentar a lo eventual, a lo plausible – damos una chance al azar. Una oportunidad como nos suele dar lo imperceptible, cuando nos salva de situaciones inextricables o en las que nos sentimos perdidos. En vez de una botella al mar, él dejó una canción para honrar al Amor por azar, a esos “amores que matan”. La llamó la canción de la Marquesa del Mar.
Marjo quisiera darse la vuelta para verlo, pero se encuentra como paralizada, prefiere seguir escuchando atentamente. El prosigue diciendo que la magia existe en el corazón de los niños y en el de los enamorados. Que solamente los que vivieron un gran amor pueden confiar y esperar volver a encontrar otro gran amor, el amor de su vida.
En la mesa de Marjo sacan un ukelele y una guitarra y empiezan a tocar y cantar. Finalmente, en un movimiento disimulado ella se da vuelta, pero en la mesa de atrás ya no queda nadie, se han ido todos, pero ella no se había percatado de ello.
Marjo había previsto salir al otro día con una amiga velerista a visitar las islas cercanas, Ua Huka, Ua Pou y ahora ella piensa en esa playa que tanto le había gustado también a ella, en Tahuata, la misma que el viajero había mencionado.
Le cuenta a su amiga lo que escuchó la noche anterior en el Snack y le propone pasar por Tahuata para ver si es cierto que el navegante ha dejado la canción colgada en el tronco de la palmera.
Tardaron diez días en llegar, visitando antes otros rincones encantadores en otras islas. Al penetrar en la bahía, Marjo siente que esa playa tiene algo fuerte, algo que ya sintió cada vez que la había visitado. Este paraje había estado ocupado por un personaje extraño que aparentemente se había marchado o quizás caído enfermo, ya nadie vivía allí. La orientación de la playa es excepcional y el lugar tiene una energía especial. La visitan seguido una manada de delfines, un par de manta rayas y de vez en cuando se ven rémoras y pequeñas crías de tiburones casi transparentes. La bahía está muy cerca de Vatihau, la aldea donde se proveen los servicios mínimos que recibe la pequeña isla. Tampoco está muy lejos de Hiva Oa, lo que la hace un lugar ideal entre relativamente aislado y suficientemente próximo para poder estar en contacto con todo lo necesario e indispensable.
Mientras se acercan con el dinghy a la arena, Marjo recuerda al monje venerable que le había aconsejado encontrar su lugar frente al mar. ¿Y si esta playa fuera ese, su lugar? Le faltan unos escasos metros para llegar adonde se encuentra erguida la palmera tan particular. Al acercarse siente un cosquilleo, y una sonrisa profunda, auténtica, se dibuja en su rostro al observar que en una ranura del tronco rectilíneo hay un papel insertado. Se lo apropia y se precipita a leerlo.
Tiene como título: Canción para la Marquesa del Mar, amada desconocida que el azar ha traído hasta aquí. Una canción de Joaquín Sabina…
“Yo no quiero un Amor civilizado, con recibos, ni escenas de sofá”
“Yo no quiero que viajes al pasado, que vuelvas del mercado con ganas de llorar”
“Yo no quiero vecinas con puchero”
“Yo no quiero sembrar ni compartir”
“Yo no quiero 14 de febrero, ni cumpleaños feliz”
“Yo no quiero cargar con tus maletas”
“Yo no quiero que elijas mi champú”
“Yo no quiero mudarme a otro planeta, cortarme la coleta, brindar a tu Salud,”
“Yo no quiero domingos por la tarde”
“Yo no quiero columpio en el jardín,”
“Lo que yo quiero, corazón cobarde, es que mueras por mi.”
“Y morirme contigo si te matas”
“Y matarme contigo si te mueres”
“Porque el Amor cuando no muere, mata”
“Porque Amores que matan, nunca mueren”
Marjorie se sentó en la playa y volvió a creer en el Amor, en el Mar y en que quizás éste fuera su lugar.
Gonzalo – marzo/abril 2021