Sueño, Luego Existo #3 – El Valle Sagrado

Terrazas de Moray, Valle Sagrado, Cusco, Perú

Después de visitar las ruinas bajamos caminando por la sinuosa carretera hasta el valle donde se encuentra la localidad de Aguas Calientes. Como su nombre lo indica, es una pequeña estación termal que podría datar de tiempos incaicos. La actual, llamada Machu Picchu Pueblo fue fundada al extenderse el ferrocarril proveniente de Cusco y servir como base para traer las herramientas y albergar a los trabajadores que realizaron las primeras excavaciones desde su descubrimiento en 1901.

Las chicas tenían reservada una habitación para pasar la noche. Por suerte, el Negro y yo pudimos conseguir una segunda habitación. Francisca y José ya se conocían lo suficiente para compartirla sin incomodidades. Dejamos nuestras mochilas en la pensión y fuimos a premiar nuestras cansadas piernas con una buena hora en los piletones de aguas termales.

No habíamos hecho ninguna reserva, la idea era recorrer el Valle Sagrado abiertos a los encuentros que hiciéramos, haciendo dedo y buscando albergue donde nos tocara el anochecer. De Aguas Calientes hasta Ollantaytambo tomamos el tren que regresaba hacia Cusco por la tarde, ya que no había carretera, sólo se podía llegar en tren hasta Machu Pichu Pueblo.

Esa mañana pudimos volver a visitar las ruinas y subir al Templo de la Luna en el Huayna Picchu, que es el cerro en forma de pan de azúcar, omnipresente en las imágenes de Machu Picchu.

En la tarde nos dio tiempo para visitar las ruinas de Ollantaytambo que nos sorprendieron por su magnitud e importancia. Como no estábamos con apuros, preferimos pasar la primera noche del Valle Sagrado ahí mismo.

Preguntando en la calle si alguien rentaba habitaciones, nos guiaron hacia una casa de familia donde nos recibió una diminuta mujer ataviada con los vestidos tradicionales y un manejo bastante limitado del español. Después de confirmarnos que alquilaba cuartos fue a llamar a su nieto que fue quién nos mostró las humildes habitaciones de las que disponían. Para nosotros resultaban adecuadas ya que estaban cuidadas y limpias, que eran los únicos criterios que las chicas nos habían requerido.

Ese día fue algo especial, Isa y yo empezábamos a sentirnos como una pareja. Aunque no sabíamos cuánto duraría, porque no lo habíamos hablado aún, la relación se planteaba por primera vez así. Personalmente me encontraba muy a gusto con la forma de ser y de entendernos con Isa. Francisca y José también habían congeniado y los cuatro la pasábamos muy bien juntos.

Nos acostamos no muy tarde. Estábamos todos cansados de la larga jornada. Pese a la fatiga, hicimos el amor con la pasión de los novios “nuevos”, que se van descubriendo con cada caricia. Cuando entre ellos no existe aún una rutina, los sentidos recorren cada instante como siendo único, original, novedoso y por todo ello, fantástico. No había prisas ni fatigas, el tiempo pasaba lentamente, suave, sin los límites del día o de la noche.

Reinaba el silencio. Isa cerró los ojos mientras yo le acariciaba sus pechos, admirando su forma delicada y la fineza de su piel. Me tomó mi cabeza suavemente con su mano izquierda y me la apoyó en su hombro. Fue un momento en el que ambos parecíamos encontrarnos con cierto misticismo del lugar. En la habitación oscura parecía estar sonando una tenue melodía con flautas de pan y quenas graves, que quizá respondían desde lo lejano del valle.

Mis ojos también cedieron al sueño al imaginar una secuencia en la que veía a Isa vestida con los atuendos típicos de los tiempos incas. Iba subiendo unas escalinatas, llevando una pequeña vasija entre sus manos. Al llegar a lo alto del templo, salió un joven que parecía un dignatario y me sorprendí al ver que tenía mi rostro. A los costados, hombres y mujeres formaban un coro.

Comenzaron a cantar:

“Cuando la mano de color de arcilla, se convirtió en arcilla, y

cuando los pequeños párpados se cerraron,

Llenos de ásperos muros, poblados de castillos,

Y cuando todo El Hombre, se enredó en su agujero,

Quedó la exactitud enarbolada,

El alto sitio de la Aurora Humana,

La más alta vasija que contuvo el silencio

Una vida de piedra, después de tantas vidas.”

El príncipe, dignatario, o quién fuera que llevaba mi cara, mi encarnación, se acercó a Isa, tomó la vasija y ella lo acompañó hacia adentro del recinto en donde no había más que penumbra. Él posó el cuenco sobre una piedra central, se dio vuelta hacia Isa, la tomó por la cintura, deshizo el nudo que ajustaba su vestido y la desnudó. Tomó sus mejillas y le dio un beso al mismo tiempo que la hacía girar, posándola con delicadeza, pero también con convicción amorosa, en un lecho montado sobre un altar de piedra labrada.

A la mañana siguiente cuando desperté, Isa me estaba mirando con una sonrisa, como beata, amorosa en todo sentido. Sus primeras palabras fueron: “Bom dia, meu Principe”. Fue como un lento asomar del letargo. Todavía no entendía dónde se encontraba el presente y quiénes eran los personajes reales. Escuché que estaba sonando una flauta y de repente reconocí la melodía que el Negro venía practicando desde Puno.

Jugamos unos minutos con caricias, pero sabíamos que no debíamos tardar porque los amigos nos estarían esperando para seguir el camino del Valle.

Dejé que ella se vistiera primero, yo solo quería contemplarla, como buscando reconocer a la princesa del sueño. Me vio sonreirle mientras la miraba con cierto aire ausente y me preguntó qué me pasaba y por qué no me vestía. Le expliqué que estaba como prolongando el sueño que había gozado en la noche y le expliqué la escena con la que me había quedado dormido. Isa terminó de cepillarse el pelo y riéndose me apuró, diciéndome que en el tiempo presente yo no era ningún príncipe y que debía apurarme y vestirme porque nos estaban esperando. Muchos templos nos aguardaban para escalarlos, aunque no tuviéramos un séquito cantándonos.

José y Francisca ya estaban tomando el café con unos panecillos en la cocina, servidos por la abuelita que nos había dado la bienvenida. Inmediatamente, se apuró para traernos dos tazas y llamar a su nieto para que viniera a traducir.

El joven se llamaba Ramón y tenía una sonrisa permanente y bondadosa. Nos dijo que si íbamos a visitar el Valle Sagrado, su abuelita quería proponernos que fuéramos a visitar a su hija que vivía en un ranchito cerca de las ruinas de Moray. Su marido era campesino, pero de una familia originaria de ese pueblo desde tiempos inmemoriales. Nos haría visitar las ruinas y algunos rincones que nadie conoce. Dijo que nosotros debíamos conocer algunos secretos y mientras decía eso nos miraba muy fijamente a Isa y a mí, como si nos reconociera.

Tomamos nota de la dirección y el nombre, recogimos nuestras mochilas y cuando íbamos saliendo, la linda anciana se nos acercó y nos tomó una mano a cada uno. Nos dio un beso en cada mano, nos puso las manos juntas y se las llevó a su frente.

Sentimos su vibración. No entendimos lo que nos decía murmurando, pero daba la impresión de un saludo ritual.

Avanzamos unos pasos y nos dijo en su mejor español: “Vayan con Dios. Su Camino está bendito”.

Ramón nos acompañó hasta la salida del pueblo y nos indicó el mejor lugar para hacer dedo en dirección a Maras, el pueblo cercano adonde se bifurca el camino a Moray. La casita de su tío estaba a 5 kilómetros de allí, poco antes de entrar en la aldea histórica de Moray.

Yo había permanecido en silencio en la última media hora y José se alarmó. “Ché, ¿¡qué te pasa!? No reconozco a mi amigo callado”.

En realidad, yo estaba entre sorprendido, algo meditativo y curioso por las sensaciones que estaba teniendo desde el despertar, o mejor dicho, desde la noche anterior y la escena tan mística que había vivido.

Isa les explicó el sueño que yo había tenido a Fran y al Negro, sin burlarse, pero él no podía más que tomarlo en sorna.

Lo único que atiné a responder fue que quizá estuviéramos en un lugar sagrado y que eso nos insuflaba cierto espíritu ritual o mágico. En el fondo, seguía algo perturbado por la vibración positiva que me había transmitido la viejita, como si me hubiera querido comunicar algún mensaje, sin emplear palabras o al menos nada que pudiéramos entender.

Estaba ansioso por conocer a su hija y al yerno. Quizá ellos nos aportarían más elementos para comprender el momento tan especial que vivíamos.

No pasaron más de cinco minutos después de ese pensamiento que una camioneta se paró y nos hizo señas que nos acomodáramos en la caja trasera. Iba exactamente para el mismo pueblo dónde queríamos ir nosotros, para Maras.

Al sentarnos, Isa me tomó la mano y me la apretó fuerte, como dándome a entender que se daba cuenta de mi estado pensativo o sensible de esa mañana. Se recostó cariñosamente sobre mí. La miré y la encontré aún más hermosa y radiante. A su carácter posado, serio e interesante, quizá formado en su profesión de periodista, lo completaba con una gran inteligencia y una formación académica muy completa. Poseía además una sensibilidad humana y social que se destacaba en su comprensión de los fenómenos políticos y sociales. Todavía no habíamos tenido la ocasión de grandes discusiones, pero en cada intercambio o temática en la que debatíamos posturas, se mostraba muy justa y conocedora.

Sin embargo, en ese instante, yo sólo me interesaba por su sensibilidad. Sus dedos, sus caricias, me convencían más que cualquier argumento, que para mí ella era una auténtica princesa eterna. Yo no creía ser ese príncipe de la noche anterior, pero tenía por seguro que ella sí era la hermosa mujer que había escalado el templo con la vasija.

El viaje no fue muy largo y al bajar el chofer nos indicó por dónde seguir. Dijo que la casa de la familia Tipuk era la primera antes de entrar al pueblo, apenas a 5 kilómetros. Decidimos no quedarnos a hacer dedo en la intersección, sino seguir a pie, ya que llegaríamos en menos de una hora.

A la distancia vimos la casa, era modesta, pequeña, pero bien cuidada. Se distinguían los muros de piedra antigua, así como el tejado en buen estado. Tenía unos cobertizos que debían servir para guardar animales o granos.

En cuanto tomamos el sendero que bajaba a la casa, dos perros empezaron a ladrar. Avanzamos lentamente, uno nunca sabe si son perros bravos o si son mansos, de compañía.

Al vernos se pusieron en una postura defensiva, como guardianes y ladraron con más fuerza. Sin embargo al olfatearnos, inmediatamente se calmaron y del alero junto a la puerta vimos avanzar a un hombre pequeño pero con aspecto fuerte, denso. Se acercó y sacándose el sombrero, nos sonrió diciéndonos que éramos bienvenidos. Nos miramos porque nos pareció que nos había estado esperando, o que había previsto nuestra llegada.

Le dijimos que habíamos estado con su suegra en Ollantaytambo y ella nos había recomendado que viniéramos a Moray y pasáramos por su casa.

-Por supuesto, pues, aquí estamos para servirlos – nos respondió, señalando la puerta, para que entráramos a la casa.

Su mujer estaba en la cocina, ocupada con los fogones, pero dejó lo que estaba haciendo y rápidamente vino a saludarnos, con la misma sonrisa abierta y alegría de recibirnos. Sentado en la mesa central había un niño escribiendo en un cuaderno, seguramente haciendo los deberes escolares.

Sin entrar en conversación, nos pidieron que dejáramos las mochilas, nos pusiéramos cómodos y nos preguntaron si queríamos algo para beber o comer, si teníamos hambre.

Les aceptamos unos vasos de agua para refrescarnos y les preguntamos si tenían habitaciones para alquilarnos.

Su respuesta fue inmediata y como si fuera una evidencia.

-Claro, faltaba más. Tenemos dos habitaciones muy cómodas y pueden quedarse todo el tiempo que deseen, ésta es su casa.

No podíamos creer la suerte que habíamos tenido ya desde el día anterior cuando habíamos encontrado a la vieja cholita en Ollantaytambo.

El señor Tipuk se llamaba Chikan y su mujer, Killa. Nos explicó que él era agricultor, como todos en el pueblo, pero además tenía la misión de seguir oficiando los rituales tradicionales para asegurar las buenas cosechas y evitar cualquier catástrofe o escasez. Nos explicó que allí en el Valle los pobladores eran muy creyentes. Se apuró a agregar que creían en Jesús y la Iglesia, pero también en las deidades incas que nunca se desmintieron, como todas aquéllas que tienen que ver con la naturaleza, especialmente con los cultivos. El famoso sincretismo que es tan popular también en México entre los pueblos originarios.

Nos contó con algunos detalles todo lo que practicaban allí en Moray y nos contó que justamente en su pueblo era donde los rituales del tipo agrícolas eran más importantes, porque Moray era el sitio inca donde se practicaban las ceremonias relacionadas a los cultivos. Ese era el centro de la agricultura incaica y de la cultura andina. Ahí se perfeccionaban las técnicas de cultivo y desde allí se trasladaban y comunicaban los conocimientos desarrollados para ser empleados en el resto de la extensa geografía del imperio.

La familia Tipuk, casi desde el comienzo de la dominación incaica, había formado parte de la elite que oficiaba de sacerdote, chamán o educadores, como los modernos profesores.

Su casa se hallaba en la entrada al pueblo porque eran los encargados de recibir a las deidades o a los funcionarios del Inca, y alguna vez hasta al mismísimo Inca en persona, cuando venía a visitar Moray y sus templos, centros de experimentación agrícola y viveros. Esas funciones o jerarquías se habían ido pasando en la familia, de generación en generación.

Chikan era, en ese momento, el más alto dignatario local, por sobre el alcalde que tenía solamente una autoridad administrativa.

Lo felicitamos y le hicimos varias preguntas sobre los puntos y templos que podíamos visitar. Nos respondió con toda claridad y agregó que nosotros tendríamos la opción muy especial de conocer aquello que no se encuentra en ningún circuito turístico.

Nos indicó dónde acomodarnos, mientras su mujer se ocupaba de poner unos platos en la mesa para almorzar. Sentíamos como si nos hubieran estado esperando. Todo parecía dispuesto para nosotros.

Después de la comida, Chikan nos invitó a caminar por el pueblo explicándonos sobre cada rincón, sitio ceremonial y terraza de cultivo. Nos contó cada historia ancestral o reciente de los distintos pobladores, sus familias y sus antepasados.

Cuando empezaba a atardecer, nos llevó a un lugar muy particular. Eran unas terrazas concéntricas como las que habían hecho el renombre de Moray, pero en tamaño reducido. Estas no eran para uso agrícola, sino ceremonial. Parecía un pequeño anfiteatro. En un sector, el círculo inferior estaba discontinuado y en su lugar había una piedra.

Chikan nos comentó que ese era el lugar más sagrado y a la vez secreto del pueblo. Allí se reunían en días como ese, de luna llena, los jefes de cada familia y las mujeres solteras para realizar la ceremonia de bienvenida al ciclo agrícola mensual. Mientras nos explicaba, empezó a llegar gente del pueblo, conversando y señalándonos sin disimulo. Algunos tenían unos palos que al verlos más de cerca nos dimos cuenta que eran antorchas. Las colocaron en unas ranuras que habían entre las piedras del primer círculo y se fueron parando formando una ronda. Nosotros quedamos frente a la piedra, con Chikan. Dos mujeres se acercaron y colocaron sus antorchas a cada lado de la piedra. Nuestro amigo comenzó a hablar, demostrando su liderazgo, mientras nos miraba. Se dirigía a su pueblo en quechua por lo que tuvimos que esperar a que terminara para que nos tradujera en forma muy resumida lo que había explicado a la audiencia.

Nos sorprendimos tanto cuando nos dijo que acababa de explicar que nosotros habíamos llegado ese día como mensajeros especiales para inaugurar ese ciclo tan importante para los cultivos. Era la luna llena que marcaría si el período sería fértil y con cosechas abundantes. Hizo un ademán y dos jóvenes movieron la piedra que escondía la entrada a un pasadizo que se introducía en la colina.

Escuchamos primero un cuerno grave que precedió a un grupo de flautas a las que se unieron un charango y dos pequeñas cajas de percusión. Comenzaron a cantar, siempre en quechua, cuando Chikan tomó mi mano y la de Isa y nos llevó al centro del círculo.

Las mismas dos jóvenes que habían colocado las antorchas a los lados de la puerta, se acercaron a nosotros y nos pusieron en la cabeza sus vinchas tipo coronas, hechas con una mezcla de flores y plumas.

No salíamos de nuestra sorpresa pero empecé a entender que estaban recitando algo en español. Puse mayor atención a las palabras y reconocí las estrofas del poema del templo: “Y cuando todo El Hombre, se enredó en su agujero,

Quedó la exactitud enarbolada, el alto sitio de la Aurora Humana, la más alta vasija que contuvo el silencio. Una vida de piedra, después de tantas vidas.”

No sabía si Chikan estaba en trance pero sentí su mano con una vibración muy particular.

 – Claro, nuestro amigo está oficiando de Chamán – pensé. – ¿pero por qué nos tomó a Isa y a mí?

No había terminado de llegar a una conclusión ni a ninguna hipótesis lógica, la situación me parecía toda una fantasía. Estaba vivenciando la misma escena que la de mi sueño nocturno pero en un lugar ceremonial diferente.

Chikan nos guió hasta la puerta, nos ofreció una antorcha a cada uno y nos indicó que nos adentráramos y que fuéramos hasta la cámara interior que se encontraba a unos pocos metros. Allí nos encontraríamos con el altar que nos esperaba para rendir homenaje a la luna de la fertilidad.

No podíamos rechazar la invitación, Isa y yo nos miramos y asentimos. Iluminados por las antorchas, comenzamos a caminar lentamente con cierta ansiedad, tomados fuertemente de las manos, apoyándonos el uno en el otro.

Efectivamente, unos diez metros adentro se abría una cámara con una piedra en el centro, y en el fondo una repisa en forma de altar donde estaban depositados cuencos con semillas, flores ya marchitadas, velas y algunas mazorcas, como ofrendas.

Yo sentí una emoción fuerte y repentina. Tomé a Isa por la cintura y la acosté suavemente sobre la piedra y la besé con pasión. En ese ambiente tan sagrado, sentí que no era yo mismo, que el misterio del lugar me había envuelto en un misticismo y actuaba como si fuera otro.

Isa no se resistió quizá por algo especial que ella misma sentía, o por el contacto con la piedra fría bajo su espalda, o en correspondencia con mi estado de trance. Me abrazó fogosamente y me hizo subir también a la piedra sagrada. Hicimos el amor sin recordar que medio pueblo estaba a menos de 20 metros de distancia, como montando guardia. Estábamos como poseídos por las circunstancias. Isa no era Isa sino la princesa del templo, tal como la había visto en mi sueño. Su orgasmo fue contenido, por el pudor y lo especial del lugar. Sus suaves gemidos fueron seguidos por la música y los cánticos que volvían a sonar desde el exterior.

Durante unos minutos, nos quedamos abrazados, maravillados por la intensidad del momento que acabábamos de vivir. Nos vestimos nuevamente y juntamos nuestras manos para ofrecer un beso en el altar. Todo nos resultaba tan natural como si nos hubieran indicado qué teníamos que hacer.

Salimos y todos los presentes, incluyendo a José y Francisca estaban bailando y bebiendo chicha; muy alegres y satisfechos como si supieran qué había ocurrido en el interior del recinto.

Yo me acerqué a mi compadre José y le di un sentido abrazo. No podía creer por lo que estábamos pasando y tener un amigo como él para compartirlo me hacía sentir acompañado, a diferencia de cuando uno se siente solo en un sueño individual. Isa abrazó con la misma intensidad a su amiga Francisca y dio rienda suelta a su sentimiento llorando de alegría o de otra intensa emoción.

Los pobladores vinieron a saludarnos y agradecernos la visita. Nos daban besos y abrazos y nos pedían que pasáramos a verlos al día siguiente indicándonos dónde se encontraban sus hogares. Fueron desapareciendo en grupitos de dos o tres. Unos minutos después, nos quedamos solos con nuestro anfitrión y comenzamos a bajar el sendero que nos llevaría de regreso a su casa.

Caminamos en silencio, como prolongando las emociones vividas. Yo no podía pronunciar ni una palabra, estaba atónito, enmudecido, absorto por la experiencia. Sólo quería volver a estar a solas con Isa para poder preguntarle cómo se sentía ella.

Llegamos a la casa de la familia Tipuk y Killa nos esperaba con una sopa caliente de maíz. Nos sirvió y mientras comíamos, Chikan le contó que todo había salido de maravillas, todo como era de esperar, que no se había equivocado cuando nos vio llegar por la mañana.

Tanto Isa como yo comimos algo apurados para poder irnos lo antes posible a nuestra habitación. José y Francisca, sentados enfrente nuestro nos sonrieron con cierta complicidad y comprensión.

Agradecimos a nuestros anfitriones y nos dirigimos a nuestro cuarto. Al encontrarnos solos, nos abrazamos nuevamente y mis primeras palabras fueron – ¡Te amo, Princesa! Como nunca había amado a alguien.

Ella me contestó varias cosas en portugués, pero en voz tan baja que me impidió entenderle. Me pareció que se lo decía a si misma o en forma de rezo o deseo personal. Lo que sí le entendí más claramente fue cuando después de desvestirme, con sus suaves manos, me tomó por el cuello y me pidió – Ven y desvísteme ahora tú, que quiero que me ames sin trances ni elementos sagrados.

Esa noche nos dormimos entrelazados y nos despertamos exactamente en la misma posición pero con una energía y una alegría potenciadas. Miramos por la ventana y ya el sol estaba brillando fuerte. En la sala central del hogar, nos esperaban todos con grandes sonrisas y preguntándonos si habíamos dormido bien, que nos lo teníamos merecido. Ese día éramos los visitantes más importantes del pueblo. Nos invitaron a hacer lo que quisiéramos, que tendríamos todas las puertas de las casas abiertas. Gracias a nosotros, la siembra sería buena y las cosechas prometedoras.

Tardamos dos días en visitar cada casa del pueblo. Todos nos ofrecían su hospitalidad y querían besarnos y abrazarnos. Algunos nos ofrecían unas mazorcas, unas frutas o papas. Nos parecía increíble que nadie esperara ni nos reclamara nada más, eran puros gestos de agradecimiento, de devolución de lo que para ellos había sido una ceremonia tan especial como para nosotros.

Esos dos días fueron de una gran comunión espiritual entre nosotros cuatro, pero sobre todo entre nosotros dos, Isa y yo.

Yo me sentía en las nubes, por un lado había vivido algo tan místico y por el otro me sentía tranquilo, con el sentimiento tan simple de estar rodeado por gente maravillosa y enamorado de una princesa de ensueño.

Hasta ese momento no habíamos hablado sobre la continuación ni la duración de nuestro viaje juntos. José y yo no teníamos fechas precisas. Lo único que yo había claramente manifestado era que quería pasar mi 21er cumpleaños, el 12 de febrero en Cusco. Era el único condicionante en el calendario y en el recorrido del mapa. Estábamos en el día 10, por lo que nos quedaban dos días para visitar el resto del Valle.

Al tercer día de haber llegado, tuvimos esa noche la charla más difícil. El silencio se hizo de plomo cuando Isa explicó que ellas debían regresar a San Pablo para el día 15, que era cuando ella se integraba en su nuevo empleo.

Hablar de separarnos en menos de una semana y después de los días mágicos que habíamos pasado fue como una bomba. Nos quedamos callados un rato que me pareció eterno. En realidad no podía debatir esto con José y Francisca delante, debíamos conversar con Isa a solas. Nos retiramos a nuestra habitación bastante temprano, sin hacer sobremesa, la cena se había llevado todo ánimo de charlar en grupo.

Nos abrazamos, nos dimos cuenta que a ambos nos iba a ser muy dolorosa la separación. Al mismo tiempo, sabíamos o percibíamos desde un principio que nuestros caminos se habían intersectado en este punto álgido de América, en el preciso Ombligo del Mundo, sin embargo, nuestros caminos eran totalmente divergentes. Ella comenzaba una carrera de éxito en la televisión brasileña y no podía rechazar esa perspectiva. Yo debía seguir mi camino por los Andes y en dirección a Centroamérica y más allá, California. Brasil quedaba exactamente para el otro lado, en todo sentido, geográfica y culturalmente también.

Conversamos durante largas horas, hasta bastante tarde. No había nada que pusiera en tela de juicio nuestro amor, nada que pudiera opacar lo que estábamos viviendo y sin embargo sentíamos que los caminos mutuos se cruzaban en Cusco, pero volverían a separarse como se juntaron, en el techo del continente. Entre sueño y sueño, yo me cuestionaba si al final todos estos días de una intensidad como nunca había experimentado antes, no sería más que un sueño del que despertaría en una carpa, muerto de frío, a 4.500 metros sobre el nivel del mar…

En los dos días siguientes recorrimos el resto del Valle, culminando con la visita del mercado de Pisac en donde compramos varios regalos y curiosidades. Toda la gente que se nos aproximaba nos dispendiaban un trato anormalmente servicial y generoso, nos trataban como a extranjeros diferentes, como si lleváramos un aura que nos distinguía. En el mercado si a Isa le gustaba mucho algo de escaso valor, resultaba imposible pagarlo, comprarlo, el gesto era inequivocamente de regalárnoslo. Entonces yo terminaba comprando otro objeto de mayor valor para acompañar el regalo y agradecer a la vendedora su generosidad sin razón aparente.

Regresamos a Cusco ya caída la noche. Isa me despertó a las 12 de la noche del 12 con caricias insinuantes, dejé a un lado el sueño que no recuerdo para vivir un momento de amor que no quería desperdiciar con la triste perspectiva de la separación próxima. Fue una vigilia tórrida y prolongada. Hicimos el amor tres veces durante la misma noche. No quería que se acabara y al mismo tiempo, agotados, poco antes de que empezara a aclarar, nos dormimos acurrucados el uno en el otro.

Nos despertó Francisca a las 8 de la mañana golpeando insistentemente a la puerta y preguntando si había alguien que cumpliera años, porque tenía un desayuno especial esperándolo. Salimos de la habitación después de una larga ducha y en efecto, el esfuerzo que habían hecho para sorprendernos era magistral. Se habían conseguido una montaña de frutas, de panecillos y una pequeña torta con una velita para la ocasión. Fue un maravilloso regalo de amistad en toda regla.

El resto del día lo pasamos paseando sin prisas, disfrutando del tiempo compartido entre los cuatro y a la noche nos regalamos una cena suntuosa, en el mismo lugar de la plaza en donde habíamos comido el primer día en que nos conocimos.

Después de la cena teníamos ganas de prolongar la fiesta y preguntamos dónde se podía ir a bailar y al ser un día de semana, nos indicaron que el único lugar en donde tenían una pequeña discoteca era en el Hotel Imperial. Llegamos y preguntamos si podíamos ir a la discoteca sin ser clientes del hotel y no hubo inconvenientes. El único problema era que había que llamar al DJ porque como no había nadie, estaba aún cenando en espera de algún cliente. No tuvimos que esperarlo mucho y valió la pena porque nos puso la música que queríamos. Bailamos, bebimos y fumamos hasta que vinieron a pedir que cerraran la discoteca porque ya se había acabado el horario autorizado.

Esa noche con Isa se prolongó como la anterior, con la misma intensidad tanto física como emocional. Teníamos los sentimientos a flor de piel porque sabíamos que todo lo que estábamos viviendo tendría un rápido fin y no queríamos desperdiciar ni un minuto.

En los últimos días salimos de excursiones, una más interesante que la otra. Volvimos a alquilar y dar un paseo en caballos, esta vez mucho más prolongado. Inevitablemente,  llegó el día de la partida y nos mentimos promesas de amor eterno, como si en tanta juventud pudiéramos apreciar la noción de eternidad. Nos volveríamos a encontrar en cuanto nos fuera posible, eso lo podíamos dar por seguro, era la intención común.

Cruzamos nuestros caminos en una intersección sagrada. Dejábamos un momento y un lugar místicos y partíamos como navegantes al océano. Cada uno iría con dirección a un horizonte incierto y sin ninguna seguridad de regresar a puerto. Esa imagen fue tan fuerte, esa sensación de eterna incertidumbre tan desoladora, que me dije que si jamás la volviera a ver, un día daría la vuelta al mundo en un pequeño velero, como homenaje a esa despedida sin remedio ni consuelo. El horizonte infinito, sin límites, como único punto en la mira.

Miré la fuente con frutas, el sol generoso y resonaron en mí las olas que suavemente golpeaban el casco. Terminé de visualizar aquél sueño o recuerdo soñado de una realidad acontecida hace tantos años desde mi vigésimo primer aniversario. Cuánto había de onírico en esa memoria de un amor tan intenso y profundo pero que no pudo ser realidad uniendo dos vidas que solamente se habían cruzado en una etapa demasiado temprana.

¿Qué podemos hacer con esas añoranzas, con la remembranza de un sentimiento que no pudo sostenerse, pero del cuál no hay nada de qué arrepentirse?

¿Hubiésemos podido modificar nuestro destino? Sentíamos que este encuentro había marcado nuestra vida, pero nos separábamos para vivir cada uno en la dirección que creía era la suya. ¿Hubiésemos podido cambiar nuestros caminos a partir de esta intersección excepcional?

Me dije que sí, que podríamos haber cambiado nuestro rumbo o derrota, como se dice a la trayectoria de una embarcación y ese léxico me llamó poderosamente la atención. ¿Por qué le llamarán derrota al trayecto de un barco, a su singladura?

Sin la respuesta entre mis conceptos, me quedé absorto pensando en que no haber vuelto a ver a mi princesa incaica había sido una derrota, pero hoy estaba concretando aquél otro sueño de dar la vuelta al mundo. No sé si lo estaba haciendo en su honor o en honor a la vida, aquélla fértil vida que celebramos en Moray, en Cusco y en Machu Picchu.  

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