VOLVER AL MAR – 31 de enero de 2017

Sentado de nuevo bajo la luz del Ecuador. Ese meridiano que hace de la Tierra una realidad geográfica. La línea divisoria entre Norte y Sur. La geografía es real y a la realidad hay que tenerle un enorme respeto; es lo tangible, lo corpóreo. El destino es todo lo contrario. Es lo incierto, lo posible, lo fugaz, lo libre. Por eso viajo en busca de tantos destinos desconocidos. Por eso me obligo a continuar viajando a pesar de que pueda suponer un gran esfuerzo. Un gran esfuerzo físico, mental y emocional. El viaje que yo creía longitudinal y preciso se ha transformado en algo fractal, que se expande como un árbol, que se repite como un árbol, pero que se me escapa, que soy incapaz de controlar. Retomo el avión para unos días, para tan sólo unos días de viaje.  Naturalmente a casi todo el mundo le importa un comino cuánto esfuerzo le dedico a continuar el viaje, pero para mí esa minuciosa rutina de emprender de nuevo la navegación con el Clinamen, tiene derecho a la misma precisión, a la misma filología que los grandes viajes a la Magallanes o Elcano y por supuesto Colón.

Escribir y viajar. Viajar y escribir. Dónde empieza lo uno, dónde termina lo otro. Ambos son para mí un gesto que nace de una patética lucha contra el olvido, contra la muerte. Trato de salvar la mayor cantidad de historias en una pequeña arca de Noé de papel, mientras sé que el barquito se hunde rápido. Escribir es eso: es la memoria en sentido fuerte; la que constituye nuestras identidades. Pero no sé escribir sino es en el viaje perpetuo. Será porque es viajando, alejándome de un lugar, que lo comprendo, que lo deseo e incluso que lo añoro. De un lugar, de una persona, de un momento. Pero hay algo curioso en la relación entre viaje y escritura, que es parecida a la relación entre escritura y vida. Uno viaja o vive y luego intenta rescatar en la escritura eso que ha visto y ha vivido. Pero cuando pasa el tiempo, lo que en el momento de la experiencia parecía central, desaparece en el recuerdo. Y otro momento que parecía indiferente, se convierte en central.

Lo que recuerdo de mi realidad cuando viajo no sé si es la realidad. Las memorias que construyo son mi único tesoro. Eso y el amor serán quizás lo más cerca que nunca esté yo de ser real. 

Pienso en Kafka, quien ha sentido como pocos el dolor de escribir, esa necesidad de tomar distancia de la vida. Para él la literatura era el camino que lo conduciría hacia lo humano, pero terminó devorándolo.  Para escribir es necesario romper una cierta ligazón umbilical con la experiencia, lamentablemente es así. Yo no creo, como Hegel, que se puede sintetizar conservando lo anterior. Cuando uno gana algo, siempre pierde algo, también.

Cuando se viaja, la senda que queda atrás, es el camino que nunca volverás a pisar, decía el gran Machado. 

Esa ha sido mi disociación estos últimos meses. Casi me rompe el alma. Por un lado, la responsabilidad, el compromiso por las cosas en las que creo, los valores por los cuales lucho, el sentido que quiero darle a la vida. Y por otro, momentos en los que me he visto envuelto por la fuga, la deserción, la necesidad de decir que no. Es agotador sentir con fuerza ambas cosas: la lealtad, el empeño, el orden y al mismo tiempo la fuga, la rendición. Para mí son verdades del alma humana, una disposición a ser, pero también a no ser, una nostalgia de la nada, un deseo de anularme y perderme.

Afortunadamente he aprendido que es mejor en el fondo ser leales que fieles, combatir que rendirse. Ahora, cuando escribo desde mi tambaleante escritorio marino no lo hago desde la certeza. Lo hago desde la humildad, desde el polvo que decía Walter Benjamin. Estos meses me he dado cuenta de lo que significa la lealtad y la falta de ella, de lo que supone combatir y no rendirse.  

Por eso que me doy cuenta de que no he dejado de viajar a pesar de estar varado en tierra. He viajado al fondo de mí mismo y no siempre me he reconocido. He visto a la Medusa. Por eso, regresar al mar es volver del Hades, recuperar el sentido de todo. Cada hora de insomnio se justifica por una sola gota de mar.  El mar para mí es la dimensión absoluta de la libertad, abierta, ofrecida al riesgo, a la aventura, también al cambio de identidad, a la pluralidad de identidades. Hay muchos mares y yo soy muchas personas a la vez. Está el mar de la tempestad, del huracán, del naufragio, o el mar de la prueba, el mar que debe afrontarse en posición erguida y también está el mar acogedor, que quizá yo siento un poco más cercano, en el que uno puede abandonarse. El mar que da el sentido de la armonía, del cual estamos hechos, del que provenimos como especie. El mar en el que aprendemos a nadar en las semanas anteriores a nuestra existencia, en las aguas maternas, antes incluso de aprender a caminar. El mar es símbolo de armonía que puede convertirse en símbolo de tragedia, de lucha, de conquista, de poder. En ese sentido también está el mar como fondo del paisaje amoroso, porque es el símbolo de ese abandono, de ese dejarse ir. No es casual: desde los más grandes libros, La Ilíada y La Odisea, el viaje como etapas de la vida es impensable sin el mar.
Sin el mar me soy impensable. Me he preguntado durante muchas noches la misma pregunta que se hacía Nietzsche: “¿Dónde puedo sentirme como en casa?” y al final la única respuesta que hallo es el mar. Siempre el mar. Siempre el mar.

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